El mundo está lleno de paradojas que nos dejan perplejos y muchas de las cuales se mueven en el ámbito intelectual. He aquí una que planteamos gustosos al lector: ¿Cómo puede ser que Karl Popper y su teoría de la sociedad abierta gocen de un respeto general, mientras que su discípulo George Soros, creador de la Open Society Foundation y que se gasta miles de millones de su bolsillo para impulsar esa sociedad abierta popperiana, se halle hoy tan denostado como astuto urdidor en la sombra de las más variadas tramas conspiranoicas?
La explicación se encuentra, desde luego, en las propias circunstancias históricas y personales de uno y otro. Popper nos inspira simpatía como defensor de la democracia, el pensamiento crítico y el liberalismo en los oscuros tiempos de la amenaza nazi (recordemos que La sociedad abierta y sus enemigos se escribió durante la Segunda Guerra Mundial y fue publicada en 1945). En cambio, el multimillonario Soros se hizo conocido por sus arriesgadas apuestas especulativas y provoca en el sujeto medio los mismos recelos que todos los capitalistas de casino y lobos de Wall Street en general. Por supuesto que ya esto solo resulta sumamente revelador.
Sin embargo, debe de haber también algo más, y para comprender qué es debemos sumergirnos en las corrientes milenarias de la filosofía occidental. Y es que, en realidad, lo que hizo el austríaco Karl Popper en 1945 fue reaccionar –contra Platón, contra Hegel, contra Marx– oponiéndose a todas las formas de sociedad cerrada, es decir, tribal, irracional, totalitaria, colectivista y articulada en torno al pensamiento mítico-mágico; en consecuencia, defendió la democracia liberal de Occidente y el examen crítico de todas las cuestiones –políticas, sociales, científicas–, tomando como modelo de racionalidad el ágora de la Atenas de Pericles. Lo que interesaba a Popper era encontrar, igual que una falsación –no ninguna “verificación”– de las teorías científicas, métodos de control democrático que impidiesen a los malos gobernantes hacer demasiado daño. La sociedad abierta que preconizaba se fijaba como meta preservar para los individuos, frente a las tentaciones organicistas de cualquier Estado autoritario, esa garantía racional y democrática que es condición sine qua non para salvaguardar su libertad.
Tales eran, como decimos, los limitados objetivos perseguidos, en su filosofía política, por Karl Popper. Ahora bien: ¿es también esto lo que preconiza e impulsa la Open Society de George Soros? A todas luces, no. Y es que de Popper a Soros han pasado muchas cosas. Entre ellas, la llegada, desde la década de 1970, de una posmodernidad que ha trabajado concienzudamente para deconstruir y disolver al sujeto occidental, ese ente con fecha de caducidad, según Michel Foucault. George Soros ha comprendido muy bien que la sociedad abierta popperiana se ha elevado hoy a un nuevo nivel de significación. Ya no se trata sólo de proteger la democracia contra la dictadura, al individuo frente a la tribu, la tolerancia contra la intolerancia. En nuestro tiempo, la batalla se libra en un plano mucho más profundo; y, en ese plano, la mente a la vez lúcida e inquietante de Soros ha comprendido que se impone, como exigencia histórica de nuestro tiempo, una disolución universal de todas las rigideces, de todos los contornos nítidos, de todas las esencias y de cualquier rastro de identidad.
En la controversia milenaria entre Heráclito y Parménides, podríamos decir que el archicapitalista Soros ha optado, sin ambages y apostándolo todo, por el primero. Ya en la década de 1990, en la disputa entre el posmoderno Richard Rorty y Umberto Eco, Rorty defendía una visión totalmente heracliteana y sofística del mundo –todo se mueve, todo es interpretable, no existe ninguna esencia fija ni en las cosas ni en los individuos–, mientras que el agnóstico Eco, honrando por una vez su formación de medievalista, reclamaba con energía los fueros de Parménides –no toda interpretación es válida, hay líneas rojas que intelectualmente no es lícito cruzar–. Pues bien: George Soros, alineándose con Rorty y con Foucault, ha llegado a la conclusión de que la sociedad abierta hoy debe ser entendida como sociedad amorfa. Carente de forma, carente de tradiciones, carente de identidad. Con unos individuos desarraigados de su historia y de toda religión –de modo eminente, del cristianismo–. Y ello como condición necesaria para el advenimiento de la Utopía definitiva: la implantación del Estado Global y del Nuevo Orden Mundial bajo unas premisas absolutamente neoliberales. Y no tanto para que el sistema financiero y las nuevas megacorporaciones digitales ganen aún más dinero –que también– cuanto para implantar un nuevo modelo social y nada menos que una nueva forma de entender al ser humano y el mundo.
Entendido lo anterior, se comprende fácilmente que, en el fondo, Soros pretende ir mucho más allá que Popper y, en realidad, en una dirección –no muy sutilmente totalitaria– que el propio Popper deploraría. Como es bien sabido, la Open Society Foundation de Soros trabaja contra Putin y contra el gobierno del húngaro Viktor Orban, a la vez que, en Europa occidental, financia a las feministas radicales de Femen y a movimientos LGTB y apoya la legalización del cannabis, el aborto, el matrimonio homosexual, la inmigración musulmana y la acogida de refugiados, la ideología de género, el inglés como lengua global, el animalismo, la interacción –también sexual– entre hombre y robot, la renta básica universal y la supresión del dinero físico. Todo ello como parte de la agenda globalista del Nuevo Orden Mundial, que busca debilitar y fragmentar Europa (no en vano, las fundaciones de Soros apoyan la independencia de Cataluña, dentro de una más amplia estrategia de balcanización de Europa), igual que hace unos años impulsaron la llamada Primavera Árabe y el Euromaidán en Ucrania. Se trata de un ambicioso proyecto de ingeniería social cuya estrategia, paciente, consiste en un avance progresivo, paso a paso.
Ahora bien: para ser sinceros, lo que persigue Soros no se encuentra muy lejos de lo que considera lógico y razonable el ciudadano europeo medio progresista de nuestros días. Con lo cual, podríamos preguntarnos si George Soros, perejil de todas las salsas conspiranoicas –incluidas las de naturaleza reptiliana–, hace otra cosa que dar un enérgico empujón financiero a lo que, de todos modos, ya deseaba, consciente o inconscientemente, el Zeitgeist tanático del Occidente contemporáneo. Llegado el “fin de la historia” según el clásico diagnóstico de Francis Fukuyama, Occidente, para triunfar del todo, tiene que canibalizarse a sí mismo; dicho de otro modo, tiene que autodisolverse en un paradójico harakiri. Lo cual, por cierto, conecta de un modo muy significativo tanto con las políticas y la línea teológica del polémico papa Francisco dentro de la Iglesia Católica como con el actual éxito de un ensayo como Homo Deus, del ateo, homosexual, vegano, animalista y posthumanista autor israelí Yuval Noah Harari.
Existen momentos catárticos en los que la historia se acelera de una manera paroxística; y, sin duda alguna, hoy nos encontramos en uno de ellos. George Soros, de acuerdo con la mentalidad del occidental standard contemporáneo, nos aproxima al Estado Mundial y al mundo feliz profetizado en su día por Aldous Huxley. Todo ello, por cierto, contra la voluntad originaria de su maestro Karl Popper, que sólo proponía un sistema ilustrado de garantías democráticas frente a todas las formas de tribalismo. E incluso, seguramente, contra los deseos de Friedrich Hayek, colega de Popper en la London School of Economics que tanto celebró la idea popperiana de una sociedad abierta, basada en esa libertad del individuo que ahora Soros, llevando la pulsión individualista hasta sus últimos extremos, en realidad propone destruir.
Aunque, en el fondo, también Popper tiene su propio pecado original. Sobre todo, al oponer su sociedad abierta a las sociedades cerradas en una lógica dicotómica de aut-aut que ignora la sabiduría del término medio aristotélico. Y es que hay otro camino: Heráclito y Parménides fifty-fifty. Porque necesitamos libertad, pero también necesitamos vínculos y tradiciones. No es honrado presentarnos una oposición dramática e insuperable para luego endilgarnos una opción –la sociedad abierta– que termina implicando nuestro propio suicidio.
Atrevámonos a explorar, pues, otras vías. La Europa milenaria se lo merece.