El pasado 22 de mayo, un individuo armado con un cuchillo atacó a dos personas en un hospital de Reims (Francia). En el ataque fue asesinada la enfermera Carene Mezino, de 38 años y con dos hijos. La identidad del asesino no ha trascendido, pero se sabe que es un enfermo mental que ya había sido juzgado por hechos semejantes en 2017; la instrucción de este otro caso había concluido hace pocas semanas y el procurador general de la República, a falta de publicar formalmente su decisión, proponía declarar al sujeto «no responsable penalmente» por su evidente trastorno. Con todo, si el incidente de Reims ha adquirido un extraordinario relieve político no ha sido por esta criminal metedura de pata judicial, sino por las palabras que el presidente Macron dirigió a sus ministros comentando el suceso: «Debemos ser inflexibles. Ninguna violencia es legítima, ya sea verbal o contra las personas. Debemos trabajar a fondo para contrarrestar este proceso de descivilización».
Es esa palabra, «descivilización», la que ha prendido el fuego
Es esa palabra, «descivilización», la que ha prendido el fuego. «Macron utiliza los términos de la extrema derecha», denuncia la prensa de izquierda (o sea, casi toda). «Macron le hace el caldo gordo a Marine Le Pen». ¿Pero eso es verdad? ¿Acaso el alfil de Rotshchild y Bilderberg, el apóstol del globalismo, aquel hombre que definió a cada inmigrante ilegal como «una oportunidad para Francia», ese mismo tipo que tanto contribuyó a borrar la diferencia entre inmigrante y refugiado aniquilando el viejo concepto del derecho de asilo se ha caído ahora del caballo y corre a unirse a las huestes identitarias? En realidad, no, al revés. Pero el hecho de que sus palabras se hayan interpretado de ese modo es altamente revelador; de hecho, es lo más relevante de todo el episodio.
El concepto de «descivilización» no forma parte del repertorio teórico de la derecha, sino que corresponde más bien al discurso de la izquierda, y bebe en los análisis del sociólogo Norbert Elías, autor del celebérrimo (y voluminoso) El proceso de la civilización. Por decirlo en dos palabras, para Elías la civilización es un proceso que, entre otras muchísimas cosas, implica el reconocimiento de la existencia del prójimo y un esfuerzo de empatía entre los individuos. Desde ese punto de vista, la descivilización no sería sólo una regresión en el orden técnico, sino también una creciente incapacidad para reconocer al prójimo, al otro; una pérdida de empatía cuyas consecuencias inmediatas son, muy señaladamente, la violencia y una suerte de barbarie urbana. Precisamente, uno de los argumentos tópicos del pensamiento «progresista· en favor de la inmigración venía siendo ese de la empatía, tomado de Elías: una civilización empieza a descivilizarse cuando deja de ser capaz de asimilar al prójimo y, en vez de eso, responde con violencia. Macron, criado en el jardín conceptual del progresismo caviar, seguramente tenía eso en la cabeza cuando dijo lo que dijo. Pero los oídos que escucharon sus palabras las descodificaron con otra clave de interpretación. El contexto determina al texto.
El contexto, en Francia, en toda Europa, es necesariamente el de
Una inmigración masiva que está cambiando el mapa de nuestras calles, ciudades, escuelas...
una inmigración masiva que de hecho está cambiando el mapa de nuestras calles, de nuestras ciudades, de nuestras escuelas, de nuestros campos, de nuestros transportes públicos, de nuestros hospitales, o sea, de nuestra civilización. Todo el mundo lo percibe y a todo el mundo le preocupa, incluso a quienes, por razones ideológicas o de interés, insisten en vestir el fenómeno con ropajes positivos. El asunto de la inmigración masiva y la consecuente pérdida de identidad colectiva fue el eje de la última campaña electoral en Francia y está presente todos los días en la vida cotidiana de todos los franceses. En los ámbitos soberanistas, la fórmula empleada para definir el paisaje no es esa de la «descivilización», sino más bien la de Renaud Camus: la «gran sustitución», el gran reemplazamiento demográfico. Cierto que el propio Camus escribió en su día sobre la “descivilización” (dándole otro sentido) y en un libro reciente explica que esa «gran sustitución» habría sido imposible si antes no se hubiera venido produciendo, de forma sostenida y durante decenios, una «pequeña sustitución» de la gran cultura europea ilustrada por la cultura mundial de masas y sus falsos mestizajes. Todo esto nos lleva muy lejos de la problemática de Norbert Elías y podría servirnos para plantear una objeción a sus tesis: ¿Hasta qué punto puede una civilización estirar su empatía, es decir, su capacidad de acogida? Más directamente: ¿Qué empatía cabe cuando el destinatario se niega a corresponderte? Para dialogar, hace falta no sólo que los interlocutores quieran, sino, sobre todo, que acepten compartir un vocabulario común. Sin embargo, eso que aún se llama «civilización occidental» parece haber renunciado a cualquier vocabulario propio, más allá de una aplastante exhibición de recursos tecnológicos. A lo mejor el problema de fondo es que no cabe mantener civilización alguna si uno prescinde de su identidad colectiva.
El crimen de Reims, hasta donde sabemos, no tiene nada que ver con la inmigración. Pero lo significativo es que Macron dice «Descivilización-Elias» y todo el mundo, incluida la prensa de izquierdas, entiende «Gran sustitución-Camus». Lo cual señala con bastante claridad dónde, a ojos de la mayoría de la gente, está el verdadero problema de nuestro tiempo.
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