Los engendros de la LOGSE

A ver quién es el imbécil que mantiene que en la sociedad la excelencia no es una meta y la jerarquía una categorización inexcusable.

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Admito la culpa de haber tenido un gran bachillerato.

Ello no me libró de bolchevizar, una vez llegado a la universidad, como comprensible forma de protesta edípicopolítica. A finales de los sesenta había que ser antifranquista, entre otras cosas porque estaba prohibido, lo cual era más que suficiente estímulo. Cosa por cierto que no hicieron muchos contemporáneos míos, hoy sociatas y furibundos “antifascistas”. Pero, ya digo, tuve un gran bachillerato, con sus reválidas, la de cuarto y la de sexto. Y no cogí depresiones. Desde los once años me dieron clase licenciados superiores, desde los doce estudié latín y, aunque escogí ciencias, algún poso clásico me quedó que luego ha fructificado en amor a la lengua prístina, y el pesar por no haber conocido apenas el griego. En la facultad tuvimos dos cursos de comunes antes de la especialidad, lo que nos dio una sólida base de cultura general y nos obligaba a ahondar en la referida opción una vez acabada la carrera, dado el escaso tiempo empleado en ella. No salíamos superconocedores de una materia, pero emergíamos con una instrucción general respetable. Pasé dos oposiciones —bueno, tres, las primeras las suspendí, por memo— en las que conocí al tribunal el día mismo en que me presentaba. Nada de amigos o recomendados, que yo sepa, aunque los habría. Oposiciones libres que hoy no pasarían, como no pasaron, muchos que luego han gateado hasta puestos en la enseñanza secundaria y no digamos en la universidad.

Con todo eso acabó la LOGSE.

Para bien, dirán los beneficiados de ella y los muñidores del sistema que nos ha dado “la generación más preparada de nuestra historia”. Y se quedan tan frescos afirmándolo, aunque la nariz les llegue a Vladivostok.

La LOGSE terminó con el cuerpo de catedráticos de instituto, una insoportable élite que había dado a Antonio Machado, a Gerardo Diego, a Torrente Ballester, a Domínguez Ortiz, a Juan Gil, a Moreno Alonso y similar fauna que luego sí que llegó por méritos propios y verdaderos a la universidad. En mi comunidad andaluza, e imagino que en resto de España —perdón, del Estado, de este país, quiero decir—, hubo luego un concursete por el que un número de agregados, rellenando papeles, adquirió la que llamaban “condición de catedrático” que no habían logrado en oposiciones libres. La impoluta mano del PSOE gobernaba entonces la Junta de Andalucía. Pues bien, todos los cargos, carguillos y simpatizantes del partido que estaban en la enseñanza y yo conocía, se auparon al anhelado sustantivo por obra y gracia del boletín local. Iba, decían, a repetirse tal sistema de acceso. Hasta hoy. Ya no les fue precisa. Por no hablar de los inspectores, que antes de la benéfica ley referida tenían unas durísimas oposiciones, después de sacar las de cátedras, pero que tras ella se eligieron a dedo entre “personal de confianza”, no poco de él profesores de EGB. Para controlar a licenciados.

Todo esto respecto a los profes, y aunque pueda parecer corporativo y de no mucho impacto en la enseñanza en general, sí que la tuvo, por ser el vértice de la pirámide educativa lo que se vulgarizaba, desmochando el prestigio de las cátedras, una institución que sencillamente había hecho que hasta los años noventa del pasado siglo los institutos tuvieran un nivel al que no se acercaban los colegios llamados de pago. Miren ahora los rendimientos de un sector y otro, pese a que aún hay unos filtros de contratación del profesorado en la pública que la privada no tiene.

Y llegamos al sector alumnado. No quiero ni debo meterme en cifras, en números PISA, en el léxico abstruso logsiano ni en la pretendida justicia y búsqueda de una educación mejor para todos, todas y todes. El ciudadano medio, el lector de este y otros artículos al respecto tiene el derecho a desconocer la catarata de números quizá incluso verdaderos que le tratarán de convencer de que la educación ha dado un salto de gigante en España, impulsada por la referida ley, todo de la mano de verdaderos filántropos, cual fueron Solana y Rubalcaba, principales mamporreros de aquel aparato legislativo educacional.

El ciudadano de a pie, sabidas las voluminosas cifras del gasto público empleadas en el sector, tiene simplemente derecho a preguntarse por qué con mejores materiales, más medios y más profesores por alumno, la enseñanza pública es un aparcadero de zangolotinos quejosos y un rumor de padres y madres protestones, muchos ya logsianos, que no solo culpan al maestro o profesor de los fracasos de sus criaturas sino que hasta a veces les agreden, como forma sumaria de arreglar ellos la educación de sus hijos, a la vez que les dan ejemplo de cómo hay que tratar al profesorado.

El ciudadano de a pie puede quizá entonces cuestionar por qué esa obsesión en los derechos del alumnado y ese soslayar los deberes, por qué no enseñar desde el principio que todo derecho de alguien supone automáticamente un deber en otra persona. Si el alumno tiene derecho a usar el móvil, el profe tiene el deber de aguantarse. Si el nene tiene el derecho a poner música en el recreo, los demás tienen la obligación de escucharla. Ahondando en el tema podríamos llegar a que si algún colectivo tiene derecho a que les den viviendas, es porque el resto tiene el deber de regalárselas, sea por medio del ayuntamiento o así… Volviendo a la educación, si un alumno tiene derecho a libros gratis, debe saber que no vienen del cielo, que los demás, anónimos pero reales, se han impuesto el deber de comprárselos, aunque parezca que el delegado de educación lo está pagando de su bolsillo. Porque el dinero público es justo lo que es más de todos, diga lo que diga la precipua egabrense, que en su asnal concepto de las finanzas aseguraba que no era de nadie. Anda que si llega a haber afirmado eso en cualquier otro país de la Europa seria…

Y seguirá cuestionándose el ciudadano medio por qué los líderes de los partidos izquierdistas, y toda la caterva pijorroja que se desmelena por “lo público”, lleva a sus criaturas a colegios privados, con el gasto añadido que ello supone. A lo mejor ese mismo ciudadano descubre que en colegios con menos medios y filtros menos rigurosos en la selección del profesorado simplemente hay una palabra al uso llamada disciplina, que viene de discípulo, y que simplemente es condición in-dis-pen-sa-ble para que funcione un centro de enseñanza. Algo que sería factible de llevar a los centros públicos si no cayera de inmediato sobre quienes la aplicaran la abominable, densa, pegajosa y vomitiva etiqueta de… ¡¡¡facha!!!

La LOGSE no sólo igualó por abajo a los profesores sino que ha pretendido y en buena parte conseguido hacerlo con los alumnos, con una vomitiva benignidad en las calificaciones e incluso permitiendo que se pase de curso con asignaturas sin aprobar. Cosa que ahora se aumenta con la benéfica intervención de Celaaaaaaa… Cómo se ve que la legisladora, digna partícipe de la primera escena de Macbeth, no tiene que impartir ya la asignatura que sea al alumno vago y malintencionado que sabe que no precisa superarla. Todo eso no funciona en los referidos colegios privados, que tienen un ideario —totalmente fascista, reconozcámoslo—, donde ya decimos que la disciplina es importante y el alumno que no quiere rendir es invitado a abandonar el centro, esto es, a ir a un centro público, que además es más barato.

No nos meteremos en planes de estudio ni en textos aprobados por cada comunidad. Sería perderse en bizantinismos. Nunca ha habido, repetimos, mejores y más coloreados libros, a más de la inmensa ayuda de la informática para todo lo que se precise, pero el referido ciudadano de a pie puede también preguntarse cómo con tal acervo salen, sobre todo de los centros públicos, chavales tan lerdos en tantas materias, si exceptuamos, eso sí, el manejo de Internet, la vida sexual y el culto al buenismo igualitarista y solidario.

Y es que, como no podía ser menos, dada la ideología y las gentes que la engendraron y a quienes más directamente ha beneficiado, la LOGSE es toda ella, referida a docentes y discentes, un ataque feroz contra la excelencia, esa meta sin la cual la educación naufraga en una buscada medianía de la que se benefician las antes referidas élites progresistas que mandan a sus criaturitas a colegios caros. Así de suicidas son los menesterosos que los apoyan con sus votos.

A ver quién es el imbécil que mantiene que en la sociedad la excelencia no es una meta y la jerarquía una categorización inexcusable, aunque sólo sea porque en la Naturaleza —tan ecologistas ellos— lo es y mucho, como condición necesaria para la supervivencia de cualquier especie. Incluso, y sobre todo, en esas sociedades falsamente igualitarias con las que sueña nuestra malcriada progresía joven -la vieja sabe muy bien que no-, la jerarquía funciona de manera tiránica, como no podía ser menos. Lo de la “casta”, si alguien lo practica, son los estados izquierdistas que sobreviven. ¿Alguien puede pensar hoy aquí en tiendas y supermercados exclusivos para miembros del partido, como había en la Europa del Este y hoy siguen en Cuba y la Corea norteña? A eso, nadie lo dude, acabaremos llegando en España como nuestros “antifascistas” lleguen a ser ellos la “casta”, de lo cual vamos en camino, con el alto nivel añadido de vida y justicia que se disfruta en los dos referidos países.

Los magníficos frutos de la LOGSE, gracias a quienes la engendraron y quienes maricomplejinmente la han permitido luego, se manifiestan ya por toda la geografía de la patria -perdón por la palabra, y eso que es femenino-, no solo en votos a opciones totalitarias, sino en la tolerancia general hacia atentados urbanísticos e históricos, en la permisividad hacia las múltiples agresiones izquierdistas, consideradas como simples muestras de opinión o de “jarabe democrático”, siempre que no les toque a ellos, claro. Esos resultados de la LOGSE brillan sobre todo en una conciencia muy extendida entre la gente joven donde, flotando sobre su considerable incultura, palabras de muy flexible semántica como la solidaridad y la igualdad gobiernan un discurso político pobre de léxico, ramplón de ideas y obsesionado en la referida envidia igualitaria. Estúpidamente se creen futuros beneficiarios de dicha envidia, sin ver que están aupando a otra casta con la excusa de derriba a la casta vieja, sin reparar en que siempre habrá pobres entre nosotros, como dijo uno, lo que equivale a decir que siempre habrá ricos entre nosotros. Lo peor, o lo mejor, no sé, es que ello no sólo es inevitable sino me temo que necesario, porque el estímulo de superación, aunque sea en los bienes materiales, es un motor imprescindible para la marcha del cuerpo social.

Y ahora viene cacareando un rencoroso trompetilla con pinta de pasarse la vida en la oposición, con la genialidad de que la batalla cultural no le importa. Valiente adoquín relamido disfrazado de parlamentario...

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