En El Ferrol del Caudillo, hoy Ferrol de Pablo Iglesias, fui invitado a hablar de una novela mía, cosa que hice ante un público de pensionistas inexpresivos, cuya frialdad atribuí al hecho de expresarme en castellano, y no en portugués macarrónico, como había hecho mi presentador. Como quiera que el sentido hispánico de la hospitalidad está por encima de las bajezas autonómicas, pude disfrutar de las delicias de una de mis cocinas españolas preferidas: la gallega. Y allí, al no haber atriles ni tarimas, sino mesa, mantel, platos y botellas, se impuso por su peso natural la prestigiosa lengua que nos une a los españoles todos.
AQUILINO DUQUE
En ella dijo mi presentador que eso de la Torre de Babel era un cuento chino, porque a Dios ni le va ni le viene que cada cual hable en la lengua que quiera. Otra persona dijo que necesitaba que se le reconociese su identidad y que en la lengua gallega no existe el sonido jota del castellano. (Claro, pensé yo, por eso los gallegos cantan Vexo Vijo, vexo Canjas,/ vexo tambén Redondela…).
Al que conozca Galicia de antiguo, y la ame, como es mi caso, le cuesta a veces reconocer bajo su nueva grafía viejos nombres entrañables: Sanjenjo ya no es Sanjenjo, ni Sanjurjo Sanjurjo ni San Fiz de Vijoy San Fiz de Vijoy. Sanjenjo pasó a ser Sanxenxo, Sanjurjo Sanxurxo y San Fiz de Vijoy San Fiz de Vixoi, como me figuro que en la prosodia de la Xunta el presidente no sería Fraga, sino Fraja.
A Fraja, a don Manoliño Fraja hay que reconocerle, entre sus muchos méritos, el de haber implantado la tesela galaica en el mosaico lingüístico de las autonomías, logrando la proeza de llevar la lengua de Castelao hasta las mismas puertas de la capital del Reino, aprovechando seguramente que uno de sus alevines, Alberto Ruiz-Gallardón, era a la sazón lendacari del bantustán madrileño. Eso explica los letreros que dicen “A Coruña” mientras que no hay ninguno que diga “A Burgos” o “A Valencia” o “A Badajoz”. He aquí un caso más de discriminación en este país igualitario que ya no me atrevo a llamar España, aunque cosas aun más gordas veremos cuando se declare en la Península la cooficialidad del árabe y el hebreo.
La Ñ y las flechas
Da la impresión de que la letra J, como la letra Ñ, es algo tan propio de la España en desguace como el águila imperial y el yugo y las flechas. La jota además da nombre a uno de nuestros bailes populares más execrados por los progresistas de todos los tiempos. De la Ñ es difícil librarse, aunque sólo sea porque está en nuestra más frecuente palabrota, y de hecho son los catalanes, que son los que más la emplean, los únicos que se libran de ella por escrito al menos, me imagino que con ayuda de don Pompeyo Fabra. La J en cambio, tan cara a Juan Ramón Jiménez, se convierte en X mientras la G se convierte en J, como en Galicia, o la J en G, como en las Vascongadas.
Si hay una letra de difícil pronunciación para españoles e italianos, ésa es la X. En estas dos naciones, la mayoría la pronuncia como S, con la excepción de gallegos y catalanes, que lo hacen como sh, como por otra parte también se hacía en vascuence (véanse algunos diálogos de Baroja). El sonido sh es difícil para el castellano-parlante en general, pero aun así los lingüistas babélicos lo transcriben con la X. Ya Méjico, al independizarse y sustituir la lengua española por la llamada “lengua nacional”, justificó esa sustitución imaginaria con un arcaísmo, México, con lo que no hizo sino rendir homenaje a la memoria de los conquistadores extremeños.
En Italia, las palabras que nosotros escribimos con J ellos las escriben con S (Javier es Saverio, anglosajón anglosássone). En la piel de toro se toma distancia de la lengua de Castilla con una profusión de Xs pronunciadas a la catalana y de Ks que no vienen a cuento, más una confusión deliberada de la B con la V o de la F con la P.Anda por ahí más de un Javier que se firma Xabier, con X de xenófobo y con B de burro.