Parecía Rajoy un poco fuera de su sitio, tal vez como el proverbial pulpo en el garaje. Me refiero a su comparecencia televisiva. A pesar de todo, capeó el temporal más que decentemente. Me llamó la atención su insistencia, ante quien le preguntó por una posible reforma de la ley electoral, en que él respetaba las reglas del juego. Sí. Otras cosas se podrán objetar a la derecha española. No el saltarse las reglas de juego. Las ha cumplido siempre, desde luego, mejor que quien las ha inventado.
Y no me refiero sólo a la ley electoral o a otras normas y reglamentos, por lo general consensuados entre quienes hicieron la transición. Estoy hablando de ciertos dogmas no escritos que vienen funcionando en nuestra democracia con mayor fuerza que algunos usos ancestrales, y que han venido de la mano de la izquierda, del invitado ilustre de la transición, al que se tendió la alfombra de las solemnidades. Y del acatamiento a esos dogmas vinieron los peores momentos de Rajoy en programa de Milá, cuando quien sabía le examinó con rigor de antiguo tribunal de oposición.
Uno de esos dogmas es la justificación por la democracia. Y fue la izquierda quien se arrogó ese timbre de nobleza como algo que le pertenecía por la sangre, de modo que, por más que su entendimiento con una banda criminal sea público y notorio, se la seguirá invitando al acuerdo y al consenso. Mientras que la derecha no pasaba de ser un advenedizo, una casta de conversos o demócratas nuevos, abocada a demostrar tal condición al menor requerimiento, como el que a Rajoy le hizo ese señor que le preguntaba por las banderas preconstitucionales en sus manifestaciones. Rajoy se portó: ¡por Dios, nunca hubo tales banderas! Y se portaron en su día los manifestantes, obligando a abatir el (tal vez) único águila de san Juan que se alzó.
Otro dogma es el de la libertad sexual, entendido como la igualdad de todo comportamiento venéreo. Como un fiscal santamente indignado, otro señor intimó a Rajoy a que declarara su orgullo en el caso de que tuviese un hijo gay. El líder del PP, si bien tratando de salvar la postura ecléctica de su partido, hizo la requerida profesión, como un Pedro Abelardo recitando el Credo ante los jueces de la ortodoxia.
No, el PP no rompe las reglas del juego. Está confinado en el lugar que según ellas le corresponde, en constante riesgo de ser degradado por los jueces, al menor renuncio real o inventado.