Ken Follett: la falsificación de la Edad Media

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El medievo de susto, poblado por nobles abusones, clérigos fanáticos y labradores amedrentados, ha gozado de gran fortuna en el folklore, por más que no deje de ser una caricatura. En los últimos años ha habido una voluntad de recuperación de ese mundo por parte de los autores de best-sellers. Ha sido singularmente Ken Follett quien, tras forrarse con un mamotreto llamado Los pilares de la tierra, convocó a un tropel de imitadores entre los que se cuenta nuestro triunfador Ildefonso Falcones. Ahora, Follett vuelve a la carga con una (dicen) continuación de aquel éxito al que titula, con parecida ambición, Un mundo sin fin.
 
El motivo de este revival no está, sin embargo, en una concesión a lo folklórico, sino en un intento de propagar las bondades del laicismo y el relativismo frente a lo que se supone una religión oscurantista y represiva. Tanto la Iglesia como la propia sociedad estamental son objeto, en estos productos, de una deformación tan torpe que revelan la escasa estima en que sus autores tienen a su público (y lo más triste, ojeando las cifras de ventas, es que tienen razón).
 
Así, en Un mundo sin fin, hallamos a una protagonista que no permite que ninguna creencia o valor establecido choque con su voluntad; que se ocupa de la salud física de sus vecinos sin consideración alguna a aspectos espirituales; sexualmente liberada y con anhelos de una vida independiente. En suma, una feminista de nuestro tiempo recortada y pegada en el siglo XIV. En cambio, el estamento militar es una jauría de depredadores y en la oposición entre los hermanos Merthin y Ralph vemos el viejo prejuicio del intelectual (hablo del autor, y le hago un favor) frente al hombre de armas, benéfico el primero, destructivo el segundo: “los soldados tenían que matar y cuanto más lo desearan, mejor lo hacían”. En cuanto a la Iglesia, es una estructura de poder regida por paranoicos cuyas pueriles nociones sobre Dios y el pecado les llevan a condenar inocentes y a transigir con injusticias palmarias. La fe es mera superstición o fingimiento; el pueblo, una turba de tontainas amedrentados.
 
No censuro que en una novela existan curas o nobles malvados, pues nos cargaríamos a Dumas o a Stendhal; sino que se haga de modo tan grosero. Lo malo del best-seller actual es que ha infantilizado a sus lectores, ofreciéndoles personajes y actitudes en los que no desmerecería el rótulo “a partir de 9 años”. Que los monjes rechacen la construcción de un puente de piedra con un “Dios proveerá” exaspera no sólo a la muy progresista Caris, sino a cualquier lector serio. Es lícito imaginar a Voltaire abochornado ante sus discípulos del siglo XXI.
 
Al final de estos libracos suele haber una página de agradecimientos que, en el fondo, trata de mostrar que el autor no habla a humo de pajas, sino que se ha asesorado de expertos. Sin embargo, a la vista del resultado, uno tiende a pensar que se trata más bien de esconder la mano y descargar en otros la responsabilidad de tanto despropósito.

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