No importa que me guste escuchar Nashville skyline o que le alabe a Bob Dylan el modo como ha sacado partido de una voz y un rostro nada prometedores desde el punto de vista artístico y comercial. El cantante de Minnesota supo labrarse una imagen en la que se fundían el trovador, el bohemio moderno a lo Iris Murdoch y el espiritualista a lo Hesse; imagen que en cierto modo él mismo agotó, por lo que podía decirse que tenía ángel.
No me importa reconocer esos méritos, digo, ni otros, para considerar que el Premio Príncipe de Asturias de las Artes resulta un tanto degradado al concederse a quien no deja de ser un artista pop, por muy mito viviente que sea o por mucho que haya influido en una generación, o en tres. Me disgustaría igualmente que diesen el Nobel de Literatura al guionista de Sin rastro, teleserie policíaca que, no obstante, veo con sumo gusto por su espléndida realización. En Bob Dylan hay poesía y música, sí, pero esa poesía y esa música tienen sus galardones correspondientes y sus propios ámbitos de reconocimiento. En cuestiones de arte soy fuertemente segregacionista, lo siento.
Sin embargo, el premio no extraña teniendo en cuenta el oficialismo de los Príncipe de Asturias y sus vínculos con el grupo de comunicación que apoya a la facción gobernante en España. Se atisba algo así como un intento de logseizar las artes, igualando a Shoshtakovich con Bob Dylan o a Francisco Ayala con Hugo Pratt, por decir algo. Una especie de comprensividad fuera de la escuela, vaya. Por otro lado, también es coherente que se premien unos textos como el de Blowin´ in the wind, que como poesía están al alcance de cualquier principiante, pero cuyo buenismo poltrón y sólo en apariencia ingenuo constituye el alimento espiritual de todos los españoles de 45 para abajo, clases de Religión incluidas, y el caldo de cultivo del actual régimen. Quienes ponían su esperanza en aquel día en que “las balas fueran definitivamente prohibidas” incubaron el huevo de la serpiente zapateriana.