1. ¿Qué es realmente una pandemia?
Finales de mayo de 2020. Nos encontramos en plena fase de “desescalada” de la pseudopandemia del Covid-19 y cada vez se hace más evidente que asistimos a una operación sin precedentes de manipulación social a escala planetaria.
Ahora bien: ¿realmente es posible un engaño colosal delante de nuestras mismas narices? Nuestra razón y nuestra dignidad se rebelan ante tal insinuación. Nos manipulan –lo sabemos– con sutiles trucos psicológicos en el supermercado para que compremos ciertos productos antes que otros y mucho más de lo que necesitamos. Sabemos que nuestra sociedad está llena de tales triquiñuelas, tal vez necesarias para la buena marcha de un sistema económico basado en el consumismo. Sin embargo, ¿cómo admitir un engaño masivo en algo tan serio como el Covid-19, supuestamente la pandemia más grave acaecida en el mundo desde hace más de un siglo?
Y ya aquí, en la misma noción de “pandemia”, nos tropezamos con el primer motivo para sospechar. Resulta que, hasta 2009, la Organización Mundial de la Salud la definía oficialmente como “la infección producida por un agente infeccioso, simultánea en diferentes países, con una mortalidad significativa en relación con la proporción de población infectada”. Sin embargo, en 2009, por razones nunca aclaradas, se suprimió de esta definición el requisito de la “mortalidad significativa”, con lo que sólo quedó el de la amplia extensión geográfica. Evidentemente, se pasó a utilizar desde entonces un concepto más laxo y amplio de “pandemia”. ¿Por qué? Cabe suponer razonablemente que para convertir la noción de pandemia en una herramienta susceptible de un más fácil uso político, según las conveniencias estratégicas de la OMS, cada vez más sometida a los dictados, los intereses y la financiación del llamado Big Pharma –el conglomerado de las grandes farmacéuticas– y de fundaciones como la Rockefeller o la de Bill & Melinda Gates.
De modo que, según vemos, con la antigua definición, la tradicional, la crisis del Covid-19 no se podría haber calificado oficialmente como “pandemia”, tal como ha hecho la OMS en marzo de 2020. La mal llamada gripe española de 1918-1919, con más de 25 millones de víctimas en todo el mundo –y hay estimaciones que incluso doblan esa cifra– sí que fue una auténtica pandemia en sentido propio. El Covid-19 constituye un problema sanitario real, no lo negamos; pero, con su baja tasa de letalidad en relación con la población infectada, no es en absoluto una pandemia en el sentido clásico del término.
2. “La realidad es una construcción social”
Ahora bien: ese “sentido clásico del término” no es el único que las palabras pueden tener. Según la teoría posmoderna del lenguaje, tan deudora de la sofística griega y de los presupuestos filosóficos de un Richard Rorty, el lenguaje no sólo refleja la realidad, sino que también la crea. Como sabemos, según los psicólogos sociales la realidad como tal no existe, sino que es una “construcción social”. ¿Será posible que incluso algo aparentemente tan “objetivo” y “real” como la pandemia del Covid-19 sea una construcción social, e incluso una creación artificial, provocada intencionadamente?
En defensa de esta tesis, que resultará chocante para muchos, podemos empezar acudiendo a la “teoría de la verdad por defecto”, desarrollada por Timothy Levine, profesor de Psicología en la Universidad de Alabama. Según sus investigaciones, existe en los seres humanos un “sesgo de veracidad” (truth bias), es decir: en los procesos cognitivos, existe una aceptación acrítica de que el otro, que me dice algo, me está diciendo la verdad. Y ello no constituye síntoma de una credulidad culpable y que debamos criticar sin matices, ya que esa confianza básica en que los mensajes que nos llegan son verdaderos constituye el fundamento que ha hecho posible la sociedad y la civilización. Una desconfianza permanente conduciría a un pernicioso recelo que habría abortado toda posibilidad de cooperación; y, sin cooperación, volveríamos a una especie de estado de naturaleza hobbesiano, a una guerra de todos contra todos que nos sumiría en la más absoluta barbarie.
Por supuesto, los psicólogos y científicos sociales del londinense Instituto Tavistock, una de las reservas de materia gris de la Élite globalista, conocen perfectamente esta teoría. Una vez que existe una “verdad oficial” acerca de un acontecimiento, esta versión de los hechos, que se adelanta a todas las demás, tiene unas probabilidades muy altas de vencer e imponerse: ha de ocurrir una auténtica catástrofe para que no sea así. Por ejemplo, se nos dice que ha aparecido un nuevo coronavirus en un mercado de animales de Wuhan, que ese virus se ha extendido rápidamente por todo el mundo y que nos hallamos inmersos en una gran pandemia. Tal vez haya alguna información que se nos ha ocultado –el Gobierno chino no es un ejemplo de transparencia–, pero básicamente –creemos– las cosas han sido así. Luego caben modulaciones subjetivas, como decir que todo esto del Covid-19 es una venganza o una legítima defensa de Gaia contra las agresiones antiecológicas humanas, etc., etc; pero –lo saben en Tavistock– el grueso de la población, universitaria y no universitaria, ya no saldrá de este marco mental, el de la teoría oficialista. Sobre todo si los grandes medios de comunicación de masas nos bombardean con informaciones sobre el Covid-19 y silencian cualquier versión alternativa.
Y es que necesitamos creer en la realidad efectiva del mundo. La duda metódica cartesiana está bien como ejercicio teórico, pero sería absolutamente perniciosa llevada a la vida cotidiana. Pese a haber sido educados en el heliocentrismo copernicano, a efectos prácticos seguimos instalados inconscientemente en el geocentrismo aristotélico y decimos que “el sol se pone” o “que acaba de salir”. Venidos al mundo social y político, siempre existe una versión oficial de las cosas que se impone como dominante: sobre el incidente de Roswell, sobre Alcásser, sobre el 11-M. Como periodista, sabes que, si te sales de esa versión oficial, te puedes convertir en un apestado e incluso pueden tambalearse los cimientos de tu vida –véase lo sucedido, en relación con el caso Alcásser, con Juan Ignacio Blanco–. La versión oficial, la difundida por los titiriteros platónicos, constituye siempre un refugio seguro. Dentro de ella, como articulista –por ejemplo–, puedes ser irónico o académico, sofisticado o divulgativo. Dispones de un cierto margen de maniobra. Y no correrás riesgo significativo alguno siempre que no choques frontalmente contra esa versión oficial.
3. Sobre el ambiguo lugar del periodismo
Así pasa también con la pandemia del Covid-19. Si eres periodista de El Mundo o El Confidencial, pongamos por caso, sabes que no puedes salirte del relato canónico, el que arranca con un murciélago en el mercado de Wuhan. Como navegas mucho por Internet, sabes perfectamente lo que se cuenta sobre Bill Gates y el coronavirus por páginas web alternativas y en las redes sociales; pero sabes también que, para ti, ese territorio está informativamente prohibido. Como columnista de tales medios, puede aparecer en tu artículo una referencia irónica o despectiva, como de refilón, sobre alguna teoría conspirativa. Tal vez en privado te parezcan interesantes o incluso plausibles; pero, en público, sabes que, si les dieras aunque sólo fuera un ligero pábulo, pondrías en juego tu prestigio, y quién sabe si también algo más.
Pongamos ahora que eres, por ejemplo, Íker Jiménez, que es un hombre íntegro y un periodista de raza. A finales de febrero, Íker fue el único que dio la voz de alarma sobre el tsunami sanitario que se nos venía encima, exponiéndose a las burlas y menosprecios de sus colegas de profesión, pero ganándose unos galones en términos de credibilidad que nunca tendrán tantísimos de sus compañeros dedicados al periodismo serio. Íker Jiménez es un hombre valiente que se la ha jugado más de una vez; y, sin embargo, me parece que también él está padeciendo los efectos de la “ley del silencio” que los medios occidentales –y muy señaladamente los españoles– están imponiendo en el tema de la pandemia. En tales medios, aparecen cada vez menos noticias sobre la polémica en torno al origen de la crisis del Covid-19: se da por sentado que el relato oficial –el del mercado de Wuhan, el del murciélago o el pangolín– ya resulta inamovible. De manera que se convierte en algo también cada vez más difícil ponerse a discutir lo que ya parece sólidamente establecido como “cosa juzgada”. Como periodista, eres consciente de las enormes resistencias con las que te vas a encontrar, y de que, además, si das cancha a teorías conspirativas como la de Bill Gates, te pueden asociar a medios como El Toro TV –antigua Intereconomía–, ampliamente vinculada ideológicamente con Vox, y no quieres significarte de esa manera, ni dar pie a unas asociaciones o conexiones que tú mismo no deseas fomentar. De manera que Íker Jiménez, entre la espada y la pared, se dedica a estar un poco, digamos, en stand by, metiendo en el congelador –al menos por el momento– las tesis del impetuoso Enrique de Vicente sobre el Nuevo Orden Mundial y la intencionalidad de la pandemia, y dedicándose a hacer programas interesantes con Pedro Baños, el doctor Gaona y otros expertos en su canal de Youtube, pero sin arriesgarse de verdad a apostar abiertamente por la teoría de la conspiración que apunta –sin pruebas irrefutables, pero sí con datos concretos, no con meras suposiciones y conjeturas– a la Élite globalista de Soros, Gates y compañía.
Seguramente, Íker Jiménez no puede ir más rápido de lo que va, aun a riesgo de que lo califiquen como “disidencia controlada”. Cada periodista, cada medio, tiene sus propias circunstancias y una determinada misión que cumplir. El Mundo o El Confidencial, y no digamos ya El País o La Sexta: hacer como que informan, cuando en realidad informarse con ellos garantiza que no vas a entender nada de nada. Íker Jiménez: ejercer como enlace mainstream entre la opinión pública y el mundo de la información alternativa. Un medio como El Toro TV: ir mucho más allá de eso y hablar abiertamente de la acción de George Soros en España, de sus intervenciones en el proceso independentista catalán, de la poca confianza que inspira el “filántropo” Bill Gates, etc., etc. Y lo puede hacer porque dispone de un marco de pensamiento más amplio desde el que hacerlo: frente al globalismo y “progresismo” anglosajón de un George Soros, frente al consenso que se dio en su día de los medios occidentales a favor de Hillary Clinton y en contra de Trump, frente a la Bruselas comunitaria, tecnocrática y sin alma, la tradición del pensamiento hispánico-católico que invoca a Francisco de Vitoria, a Menéndez Pelayo y a Ramiro de Maeztu. No son éstas las únicas referencias intelectuales de El Toro TV –están también Jünger, Chesterton y muchos otros–; pero ya ellas solas explican la libertad y naturalidad con que este canal de televisión habla sobre lo que en todos los demás medios españoles constituye un tabú. Probablemente, a día de hoy sólo la Elvira Roca Barea de Fracasología y ciertos artículos dominicales de Juan Manuel de Prada en XL Semanal se muevan en una línea argumentativa similar. Más allá de esto –y exceptuando medios como El Manifiesto–, ya sólo quedan los medios de Internet y canales de Youtube alternativos, con una importante microinfluencia capilar en determinados sectores sociales, pero sin capacidad para generar una opinión pública dominante.
4. En el camino político: de Marion Maréchal a Sara Cunial
En cuanto al panorama político, la situación resulta bastante desalentadora. Por lo que se refiere al ámbito español, es seguro que muchos diputados y dirigentes nacionales de Vox ven los programas de El Toro TV y, cercanos a los análisis de tipo general de Marion Maréchal y de su ISSEP, comparten en privado la convicción de que el más plutocrático capitalismo transnacional anglosajón se encuentra detrás de la pseudopandemia del coronavirus. Sin embargo, en el actual contexto cultural español, resulta muy difícil trasladar esta convicción privada hasta, digamos, la tribuna del Congreso. Arcadi Espada desprecia públicamente a Marion Maréchal, Raúl del Pozo trata con desdén a Santiago Abascal. En cuanto al debate de fondo sobre la pandemia en los grandes foros públicos españoles –¿qué ha sido de las terceras de ABC?–, sencillamente no existe: todo lo que suene a un análisis de corte neofalangista sobre cualquier nueva “conspiración judeo-masónica” queda automáticamente desacreditado, como folklore hispánico afín a la Fundación Francisco Franco. De manera que, aunque se quiera –que no sé si se quiere– introducir esta discusión en el debate público, son tales las dificultades para conseguirlo en el culturalmente paupérrimo panorama político español de la actualidad, que los dirigentes de Vox, al menos por ahora, parecen estar renunciando a librar esta batalla.
Por lo que atañe al panorama internacional, la situación no se presenta mucho mejor. Los grandes medios occidentales han impuesto el storytelling oficial: esa sopa de murciélago, ese sabroso pangolín, esos chinos que emplean el cuerno de rinoceronte como afrodisíaco y que se lo comen todo… Los políticos occidentales han asumido el relato canónico del Covid-19 y se limitan a capear como pueden los efectos económicos de la pandemia (aunque habría que escuchar sus conversaciones en privado). Se alzan algunas voces críticas, no muchas. Suecia ha ido por libre, sin confinamiento (y no parece que se haya provocado allí una hecatombe sanitaria); Noruega tampoco ha decretado el arresto domiciliario de la población. Por su parte, la Bielorrusia de Lukashenko va a su aire, con muy leves precauciones (y tampoco allí parece que se esté desatando el apocalipsis). En cuanto a Bélgica, este país caótico y absurdo, en crisis permanente, la población ha seguido yendo a los parques y se ha tomado la pandemia como una molestia más, añadida a otras muchas preexistentes –¡qué incómodo es ser belga!– y con la que lidiar con un poco de prudencia, bastante de estoicismo y mucho sentido del humor (¿qué humorista habría sabido inventar las surrealistas prohibiciones de los amigos belgas?). Fuera de Europa, un país como la Nicaragua de Daniel Ortega escandaliza a sus civilizados vecinos de Costa Rica y se dedica, en apariencia, a confiar en Dios y seguir con su vida normal en medio de la supuesta pandemia global. Para no arruinar del todo al país. Para alcanzar la ansiada inmunidad de grupo. Lo que Boris Johnson quiso y al final no pudo hacer.
En cuanto a voces políticas concretas, podemos citar algunas que se salen del aburrido guion oficialista. Como Nayib Bukele, presidente de El Salvador, que ha dicho sin ambages en Twitter que, aunque no nos demos cuenta, ya ha empezado la Tercera Guerra Mundial (si bien existe debate en las redes en cuanto a qué ha querido decir). Como John Magufuli, presidente de Tanzania, que ha puesto en duda públicamente la fiabilidad de los tests e invita a la población a juntarse en grandes eventos como los deportivos, precisamente para entrar en contacto con el virus e inmunizarse (los epidemiólogos suecos no dicen exactamente esto, pero su lógica al criticar el confinamiento sigue en el fondo una línea argumentativa similar). Y, sobre todo, como la diputada italiana del Grupo Mixto Sara Cunial, hasta ahora la única política occidental que se ha atrevido a denunciar en sede parlamentaria que la pandemia del Covid-19 es, en realidad, una macrooperación de guerra psicológica con el objetivo de provocar un cambio disruptivo en el mundo, al servicio de las élites plutocráticas transnacionales. Procedente del Movimiento Cinco Estrellas –partido del que fue expulsada por no seguir la línea oficialista–, Sara Cunial, licenciada en Química Industrial, se ha significado como activista contra la instalación de las antenas 5G, muy peligrosas para la salud humana, pero esenciales para el “mundo post-Covid-19” que la Élite globalista ha diseñado. De momento, su valiente denuncia en el parlamento italiano es todavía una simple voz aislada. Esperemos que deje de serlo en el futuro.
5. Una cita en la encrucijada: entre la obediencia y la rebelión
Y, mientras tanto, la vida sigue y el relato oficial se afianza. En España, andamos entretenidos ahora con el tema de las mascarillas (la sabiduría popular que se escucha en las terrazas de los bares ya tiene analizado el tema: cuando no las había, se decía que no hacían falta; ahora que las hay, se dice que son imprescindibles. Criterio científico a tope). En cuanto a la Élite que liberó el coronavirus en Wuhan y que transita en sus jets privados entre Ginebra, Londres y Nueva York, el plan les está marchando realmente bien. El Instituto Tavistock ha hecho un buen trabajo de diseño y análisis. La sociedad humana es mucho más moldeable y dirigible de lo que querríamos creer. Experimentos clásicos y bien conocidos lo demuestran: el experimento de Solomon Asch, el de Stanley Milgram, el de la cárcel de Stanford; sin olvidar las siempre fecundas enseñanzas de Skinner (no olvidemos que un conductismo radical fue la filosofía que Huxley imaginó como base teóricopráctica para su Mundo Feliz). Y sin olvidar tampoco el Efecto Hawthorne: los obreros de la fábrica rinden más cuando sienten que son observados y estudiados. Para lo cual se necesita, claro, un Gran Observador. Tal vez un Gran Hermano. Tal vez, en fin, y para decirlo de una vez, un Gran Amo y Señor.
Decía Mark Twain que “es mucho más fácil engañar a los hombres que convencerles de que han sido engañados”. Una gran verdad, ciertamente. Y en esas andamos ahora mismo: muchos, acostumbrándose a vivir en el gran engaño del Covid-19; algunos, luchando para que sus conciudadanos reaccionen y se den cuenta de él.
Y es una batalla en la que la derrota es un lujo que no nos podemos permitir.
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