Es sabido que el Frente Popular fue una idea de la Komintern, la Internacional Comunista, para crear alianzas entre partidos de diferentes grados de la izquierda, con la excusa de luchar contra el fascismo, entonces solo mussoliniano; pero con el propósito de tomar el poder, obviando por el momento el nombre de comunista o socialista. El evidente fin era terminar haciéndose o intentar hacerse con él, en concreto los comunistas, cual se vio en España y Francia en los años treinta, y tras la Segunda Guerra Mundial, con diferentes nombres en la Europa del Este, donde con el filantrópico apoyo ruso sí que consiguieron sus fines hasta la implosión del comunismo de Estado europeo a finales de los noventa del pasado siglo.
En España, en 1936, los comunistas insistían en una “República de nuevo tipo”, que aún no sería socialista siquiera, no ya comunista, pero que quería llegar a serlo. En Francia medio funcionó también, con el fantasma de la derechona avasalladora a la que había que eliminar de la democracia por las buenas o por las malas. Igual que aquí. El Frente Popular era, pues, una mescolanza de proyectos de izquierdas sin más punto de salida que su enemistad hacia el sistema liberal, gracias a cuyas premisas abiertas se quería llegar al poder simplemente para destruirlo. La idea no es original.
En las pasadas elecciones francesas, y a propósito de la creciente fuerza de las gentes de esa señora de gesto tristón llamada Le Pen, un chuleta preparado y oportunista llamado Macron ha apiñado en derredor a todas las tendencias que, sobre todo, iban contra el partido Rassemblement National, antes de estar de acuerdo en nada creativo. Macron ha llegado a la presidencia con el voto del histriónico Melenchon y sus huestes, que lo odian, y con el de la poderosa minoría islámica que no lo odia menos. Pero todos abominan más aún de Le Pen y su programa, con razón o sin ella. Ahí tienen también la alegría del siniestro sultán turco alegrándose del triunfo del “centrista”. El voto a Macron ha sido pues circustancial, contradictorio, desmoronable y sobre todo a la contra de algo, más que a favor de algo. En esos “a favor” estarán los que sí han votado al edípico candidato, pensando en su programa, y que vendrán a ser poco más de la mitad de sus sufragios totales.
No cuesta pensar que si los islamistas, ahora macronianos, llegaran al poder, machacarían sobre todo a sus izquierdas, actuales compañeras de viaje, pero furiosas enemigas ideológicas. Nada más lejano a la estatalización o la socialización que los países islámicos. Ningunos otros estados proclaman la caridad como sustituto de la justicia. A su vez, si las izquierdas llegasen a controlar, el opio del pueblo pasaría el mismo mal rato que pasaron y pasan las religiones donde esa izquierda fue o es hegemónica. Islam muy incluido, por ser aún más opiáceo. Y, sin embargo, en Francia han votado juntos, en ese islamogauchismo que apenas ha llegado aún a España, pero que en Francia es un hecho, cual ya ha comentado acertadamente Marie d’Armagnac en un artículo aparecido en este mismo periódico hace poco.
Pero sí hay una siniestra causa común en esas dos tendencias que ahora han apoyado al niño bonito del tupé plasta de vaca, y es su obsesión por destruir el estado de derecho partiendo de echar abajo la división de poderes. En ningún lugar como en los países islámicos y en los autodenominados progresistas se desbarata en primer lugar esa independencia de los tres poderes de la nación. Montesquieu ha muerto, que dijo nuestra víbora política preferida, y es lo que se pretende, lo que se necesita para ocupar todo el poder. Fíjense en los ricos países petroleros de oriente medio, donde la religión del amor mantiene a gobernantes verdaderamente absolutos, donde la riqueza está por consecuencia en escasas manos, y la miseria y la falta de derechos impera en las clases menesterosas, muchos de ellos traídos de países como Filipinas o Bangla Desh, y que bastante tienen con un sueldo más o menos fijo. La diferencia de poderes inexiste en esas tierras y con esas creencias. Eso es cosa de estados decadentes que mira por dónde avanzaron e hicieron más equitativo el reparto de bienes dentro de la irrefrenable tendencia humana a la codicia y el lucro. Lucro que bien disfrutan y han disfrutado a su vez las élites rojas en cuanto se han encaramado al gobierno, por parcial que este sea, y de lo cual tenemos piadosas muestras en nuestros podemitas hispanos, quienes se han agarrado a sus pingües prebendas en cuanto han podido y luego no las abandonan por más que los revuelquen en votaciones y proyectos. Comprensible, por otra parte. ¿Dónde iba a ganar esa harka de indocumentados la mitad de la mitad de lo que les pagamos?
Volviendo a Francia, es comprensible que, en las próximas elecciones legislativas, todas esas tendencias –a la contra de algo pero a favor de nada– que han apoyado al niñato enócrata se dispersen en favor de un programa algo más definido y con proyectos propios y distintos entre sí. Quizá entonces, el Rassemblement National –que sí es un grupo homogéneo y con ideas, por discutibles que puedan resultar–, consiga proporcionalmente mejores resultados que en las presidenciales, una vez desaparecida esa alianza Frankenstein macronesca. Ella resulta tan ilógica en sus proyectos comunes como la que tenemos gobernando en España, pero es muy similar en cuanto a que por el momento beneficia a los diversos grupos que rebosantes de vesania y oportunismo la constituyen.
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