Yo no voy a repetir lo que ya escribí en su día sobre Dionisio, tanto en prosa como en verso, por no hablar de las cartas que le mandé, que fueron algunas, o de las conversaciones, que fueron bastantes. Cuando publicó Escrito en España, en Argentina si mal no recuerdo, me decía en Madrid que con aquel libro pretendía algo así como echarle un pulso al régimen. El régimen podía impedir la publicación de un libro, pero no su difusión, y de la difusión de escritos como el de Ridruejo fuimos muchos los que nos ocupamos por activa o por pasiva.
Lo que Ridruejo pretendía con aquellos escritos tan inofensivos era lo mismo que otros buscaban con la acción directa. Uno que fue cocinero antes que fraile, Pío Moa, no tiene empacho en confesar que el propósito de él y sus amigos era que el régimen que blasonaba de paternalista no tuviera más remedio que mostrarse represivo. Hay que decir que éstos consiguieron lo que no consiguió Ridruejo ni conseguimos los que le seguíamos, aunque fuera a distancia. El régimen que templaba gaitas con la disidencia teórica no se anduvo con contemplaciones a la hora de hacer frente a la subversión práctica y procuró dar al terrorismo su merecido, aunque sólo fuera por asegurar la libertad y la seguridad de los que no estaban por la labor, que eran la inmensa mayoría de la nación.
La pluma y la bomba
En aquellas calendas, yo ejercía la disidencia desde la barrera, es decir, desde Ginebra, como por otra parte mi compadre Valente (llevé a la pila a una hija suya en representación de Vicente Aleixandre), y desde allá escribíamos versos mortíferos que publicábamos en “el interior” sin mayores dificultades. Unos eran más mortíferos que otros, desde luego, y cuando a Valente le publicaron los de la Revista de Occidente su libro La memoria y los signos, incluyó en él una elegía al poeta brigadista John Cornford que no le gustó a Robles Piquer, entonces al frente de la Censura, aunque no la prohibió, y una especie de sátira de la no violencia que no le pareció bien a Aleixandre, que vivía en Madrid, ni tampoco a mí y eso que vivía en Ginebra.
Con tiempo y democracia, el terrorismo lograría en “el interior” la respetabilidad de que ya gozaba en las naciones “civilizadas” y la Historia les daría la razón a los poetas que habían procurado hacer con sus plumas lo que los terroristas con sus bombas. Nada más lógico pues que en una España así, en una España de valores invertidos, se permita un currinche del estado mayor de la envidia –Ortega dixit– tratar de loco a Dionisio o a José Antonio, qué más da.
En vísperas de una Feria del Libro, me llamaron de un diario sevillano para que recomendara un título cualquiera y, sin pensarlo dos veces, recomendé Canciones, del poeta jerezano José Mateos. Me dijeron que ése ya lo habían recomendadootros y repliqué que el mío era un voto más a su favor. No valió mi argumento, pues preferían que cada entrevistado recomendara un libro distinto. “Pues entonces voy a recomendar un libro que con toda seguridad nadie ha recomendado: las Obras completas de José Antonio Primo de Rivera”. – “Sí, desde luego que nadie ha recomendado ese título, y ¿nos puede decir en pocas palabras los motivos de su recomendación?” – “Pues porque su lectura haría mucho bien por la salud moral de un país que está muy necesitado de ella, y porque en ella aprenderían los españoles de hoy algo que no se encuentra por ninguna parte, a saber: limpieza de prosa y claridad de ideas.”
Un centenario sordo
Por los mismos días me encontré con un ingenuo que me preguntó si se celebraría con carácter oficial el entonces próximo centenario del nacimiento de José Antonio. José Antonio dio la vida por una España que conciliara la justicia social con el sentimiento nacional, y no tengo la impresión de que estén bien vistas esas cosas por unos políticos de ideas turbias y unos folicularios que, en la feria y fuera de ella, confunden la prosa con la broza.
Ese centenario se celebró por fin sin que muchos que habían hecho carrera con la camisa azul se rebajaran a participar en él, y eso explica que algunos que nunca vestimos camisa alguna, nos sumáramos a los que nunca cambiaron de camisa sin temor a que nadie nos tachara de oportunistas ni de aprovechados y sin otra finalidad que la de honrar con la mejor voluntad la memoria de uno de esos españoles que hacen bueno aquello de que “ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo”. Fruto de aquellas jornadas nació un libro que salió adelante entre las reticencias de los medios de confusión escrita y audiovisual y la antipatía o el desdén de la clase política en general y de sus intelectuales orgánicos, tránsfugas en muchos casos de las filas de Falange.
Como botón de muestra, mencionaré al director del Ateneo madrileño, antiguo jefe de centuria, que mandó retirar el retrato de José Antonio, aunque también es justo congratularse de que un notorio ex falangista que culminó su carrera en la presidencia de un sindicato vertical no protestara cuando alguien exhumó un rancio artículo suyo en Arriba sobre su amada –y provechosa- camisa azul, bien guardada en el desván de sus recuerdos o en el armario de sus esqueletos. Espero que por lo menos se tenga en cuenta el valor moral de rendir homenaje a José Antonio en una España que, por activa y por pasiva, reniega de sí misma, y nadie más valeroso que Jaime Suárez que, contra viento y marea y sin el menor apoyo oficial, sacó aquel libro adelante.
Dice Chesterton que “no es casualidad que la palabra “homenaje” signifique en realidad hombría”. “Homenaje”, según Corominas, es palabra que data más o menos de 1140 y procede del occitano antiguo omenatge, que significaba “vasallaje”, el vasallaje que se rinde a la “hombría”, que viene de “hombre”, como omenatge viene de ome. Cuando homenajeamos a alguien nos declaramos en cierto modo sus vasallos, pero al mismo tiempo que nos inclinamos ante su hombría afirmamos la nuestra, no sólo porque reconocemos los méritos de alguien que nos es superior, sino porque al hacerlo de modo libre, nos rebelamos contra eso que llaman la “opinión pública”, por otro nombre “envidia igualitaria”. Sería ingenuo e indecente esperar por ello ningún tipo de reconocimiento.
La filosofía que hay detrás de este concepto del homenaje es la del anónimo Soneto a Cristo crucificado: No me tienes que dar porque te quiera. Con esa idea se ha hecho a lo largo de tres mil años esa España grande que seguirá existiendo cuando nadie se acuerde de los sayones beodos que hoy se juegan a los dados su sagrada inconsutilidad.