Me resultan sumamente curiosos los conservadores monárquicos, sobre todo por los argumentos que utilizan, o por los argumentos adversos que eligen responder. Me llegan a producir un sentimiento de ternura, de una ternura irónica. Son, por una parte, muy ilustrativos de lo que es el tono general conservador. Una institución es buena, nos dicen, si no se habla mal de ella, o aparentemente nadie está en contra. Oh, sí, interesante punto de vista. Desde luego, es importante pensar si una institución tiene o no respaldo social. Ninguna institución puede mantenerse, y si se mantiene será de forma falseada, si no hay un consenso social no sólo respecto a la existencia misma de la institución, sino respecto a los principios que subyacen. El consenso social, por supuesto, puede variar. Aquí entra la metapolítica. Así como una institución cualquiera puede evolucionar creativamente. Faltaba más. Pero creo que no pido mucho si ruego que se reconozcan dos límites: no se puede prestar y no prestar al mismo tiempo respaldo a una institución, y una institución no puede metamorfosearse hasta convertirse en su contraria, diciendo al mismo tiempo que es ella misma. Además, respaldar una institución, habiéndose perdido el sentido de los principios que la sustentan, en una institución donde juegan tanto la personificación y el prestigio como en la Monarquía, es algo que me huele, no sólo a papel couché, sino también a voluntad de servidumbre.
Por otra parte, ¿se puede justificar un orden meramente por el asentimiento? Y no es sólo que pueda darse un consentimiento acrítico, esto al final, en ocasiones, casi es lo de menos, sino las formas muy diversas que se pueden emplear para lograr el asentimiento. ¿Cuáles son los argumentos en contra de la Monarquía? Estos argumentos, no pasan, como se empeñan para la comodidad de su contra-argumentación, en si tal consorte morganática ha roto el protocolo o llevaba un sombrero blanco y no beige. Sinceramente, no veo ningún problema, como mujeres, en Kate Middleton o Leticia Ortiz (ya sé que la primera no es consorte, todavía). Ambas son mujeres elegantes, guapas y educadas, a las que creo que nadie importaría conocer, que nadie desdeñaría como pareja. El problema no reside en ellas. Hacer de ellas el problema es no salir del peñafielismo, ese “pensamiento”, que, abstrayéndolo al absurdo, echaría abajo una dinastía por un vestido mal llevado. Las habladurías que vayan más allá de esto, sobre tal o cual personaje, me parecen, si no están muy asentadas sobre la prueba o la evidencia, y no sólo en el caso de la Monarquía, sino como conducta personal, particularmente innobles. El problema es de Teoría del Estado. Una Monarquía es un determinado tipo de régimen político, y también la sucesión de personas sobre las que ha caído el trono o tienen derecho a reinar, en resumen, una institución política, y como tal debe ser juzgada y entendida. La Monarquía, esto ya lo dije en estas mismas páginas, es un régimen político esencialmente desigual, pero es también por esta desigualdad por lo que se legitima, ya que el Monarca, en una posición de unicidad, es esencialmente representativo.
No se trata, por tanto, de habladurías sobre los Reyes, los Príncipes y las Princesas, sobre los que en España no hay nada que decir, más allá del mero rumor, y donde la Monarquía ha tenido un papel clave en una transición que, con todas las disfuncionalidades que pueda haber traído consigo, ha traído también lo poco de democracia, paz o libertad que tenemos. Se trata de que no puede haber una desigualdad de derechos, sino hay una desigualdad de deberes, y que esa desigualdad tendrá que ir en relación con la naturaleza de la institución de la que hablemos. Lo mismo que pasa, exactamente igual, en todas las profesiones con estatuto propio, como los políticos, los funcionarios, o los médicos, con la excepción tan importante de que Rey sólo hay uno y reina por encima de todos. El problema también es que en el fondo hay una incompatibilidad entre los valores de la sociedad moderna y los valores que encarna una Monarquía por el mero hecho de ser Monarquía. O cambia la sociedad moderna, que debería cambiar también por muchas otras razones, más profundas, o se cambia la Monarquía.
No creo sinceramente que haya una tradición a la que regresar. Hay valores tradicionales que heredar, también elementos como costumbres, libros, canciones, monumentos, etc., pero no hay en sí una tradición. Somos hijos de una revolución, y antes de esa revolución no había una tradición, sino una tiranía, la de la Monarquía absoluta, que había fagotizado la sociedad tradicional. La Monarquía absoluta era la fórmula según la cual, no sólo el poder más alto recaía en el Monarca, sino que no había ningún poder que le respondiera, salvo las leyes del Reino, que hacía el Monarca, y las leyes de Dios, que operaban para su conciencia, aunque –en todas las teorías, en caso muy excepcional- pudiesen llevar a la justificación del tiranicidio. Los distintos casos de Monarquía Absoluta que se conocieron en Europa eran muy diferentes entre sí, pero en ellos, si el Rey no llegaba a todas partes, era por un problema técnico. Así, es cierto que el Rey debía contar con otros poderes, como agentes reales o cuerpos intermedios, pero estos agentes y estos cuerpos eran de formación oligárquica, y en muchos casos, debido a la dificultad del Rey para alcanzar todo el reino, usurpaban el poder real, no para crear espacios de libertad, sino por intereses particulares, que ni siquiera tenían la concepción global de la razón de Estado. Una aristocracia afeminada que, con permiso de Su Majestad, ejercía un poder despótico en sus señoríos. “Pequeños propietarios” agobiados de impuestos y perpetuamente sometidos a la amenaza del hambre. Gremios que hacía tiempo que habían dejado de proteger al artesano y se habían convertido en ariete de una clase cerrada de maestros contra oficiales y aprendices. Se puede hablar de una sociedad tradicional, cristiana pero con ribetes paganos –aún desde una perspectiva cristiana se puede contemplar un cierto paganismo como manifestación de la libertad popular- durante la Edad Media, sobre todo la Alta Edad Media, cuando los bárbaros habían dejado de ser tan bárbaros, y el Renacimiento pero, con un mínimo rigor, en la época del barroco sólo hablaremos de tiranía, malévola o benévola.
Se puede criticar la génesis y el desarrollo de las Revoluciones Burguesas, su significación social e intelectual, pero creo que poco ganaremos pintando un mundo idílico al que volver. No hay un antes al que volver, sino un ahora en el que defender la libertad a partir de la defensa de las realidades concretas legadas por la tradición, y que nosotros levantemos, también algo de las libertades modernas, frente a los herederos bastardos de la modernidad. Ya es bastante doloroso que la Historia haya avanzado a golpes de tiranías y revoluciones, ambas burlas de las realidades concretas, vitales, tradicionales, como para ensañarnos en darnos de golpes contra un muro. Si creemos en la tradición como libertad, si queremos ser una alternativa intelectualmente consistente, capaz algún día de atraer los ojos vueltos del espectáculo de la modernidad, los anti-modernos haremos muy mal en hacernos identitatios, en señalar, aunque en ello haya arcones de sabiduría, porque el PP no defiende un modelo cultural propio –como si no fuera simplemente porque el PP, por su génesis y su composición, oscila entre maricomplejines defensores de los valores “progres”, porque quienes estar más al día que nadie, o el franquismo, esa mezcla de dictadura militar de fanfarria y ordenancismo moderno- sin caer en la cuenta de que quizás sea preciso antes un cambio de cosmovisión profundo en los sectores sociológicamente conservadores. Es algo casi igual a la incoherencia del banquero o ejecutivo que protesta contra la sordidez de la sociedad de consumo. Los conservadores harán muy mal si, junto a la defensa de los valores que les son propios, no entran en una crítica del capitalismo que es motor de la neurosis que es nuestra sociedad de consumo, no desvelan las mentiras que hay detrás del desarrollo sostenible –profundizar la escisión entre hombre y naturaleza, campo y ciudad, modernidad y tradición, en un desarrollo económico perpetuamente sostenido- o de la responsabilidad corporativa –poner una tirita después de mutilar un brazo-, no entran en una re-consideración seria del problema ecológico, de las relaciones internacionales, o no toman algunos aportes que les puedan resultar heterodoxos, como la crítica foucaultiana de la biopolítica y de los epistemes, de la teoría crítica de la sociedad masa, el pensamiento de Hannah Arendt, no sólo sobre el totalitarismo, la teoría de la organización de algunos revolucionarios, como por ejemplo Gramsci, el existencialismo –no conozco mejor defensa de la religión y de la libertad que el existencialismo de Unamuno- o el personalismo de Mounier.