Yo no sé ustedes, pero yo, cuando veo una casa ajena, sobre todo si es en un lugar que no conozco, o una casa cuyos dueños no conozco, pienso en la persona que vivirá dentro. Una persona, una familia, a la que no conocemos, pero que es igual que nosotros, siendo al mismo tiempo muy diferente. Una persona que hace su mundo, que se comunica con otras personas, que puede tener buen o mal carácter, que tiene distintos gustos o preferencias. Esto me sucede más si la casa en cuestión es una casa de pueblo, grande o pequeña, palaciega o humilde, pero hecha y vivida por la persona como imagen de sí misma. Distinto me sucede si hablamos de un edificio de viviendas. Ahí me cuesta percibir lo peculiar de cada cual. Me parece ver celdas todas iguales, individualidades perdidas en la colectividad. Necesitaría, creo, entrar el edificio, o ver el piso por dentro, en una de esas fotos que acompañan muchas veces los anuncios inmobiliarios, para volver a ver a la persona, y no al mero vecino del inmueble. Porque dentro del edificio cada puerta sería un umbral hacia otro mundo, una promesa de algo distinto que conquistar. Y, sin embargo, en una casa de pueblo, ya la fachada tiene un no sé qué de nostálgico. La fachada es como la cara de la casa. Igual que la cara es el espejo del alma, la fachada es el espejo del alma de la casa. No por nada muchas veces se ha jugado a representar la puerta como una boca y las ventanas como ojos. En esos momentos me gustaría ser Dios. No por la arrogancia de ser todopoderoso. Dios es el único ser que puede ser todopoderoso sin ser prepotente. Sino por poder conocer a todos los hombres, y entrar en solidaridad con ellos.
Y, sin embargo, trascendiendo el ámbito del edificio, un ámbito mucho más grande, el del pueblo o la ciudad, me vuelve a apelar al corazón. Porque si bien las ciudades tienden hoy a ser colectividades amorfas, y lo social, como dijo Hannah Arendt, disuelve tanto lo público –como ámbito de excelencia- como lo privado –como instalación en el mundo- la ciudad es el ámbito donde se relacionan las personas, donde establecen lazos y vínculos de todo tipo, donde surgen esas pequeñas cosas de la vida que –igual que la casa o el jardín, otras pequeñas cosas, por muy grandes que puedan ser- sin ser nada especial hacen de lo nuestro, de lo de ustedes, de lo de ellos, de lo mío, de lo de usted, de lo de él o ella, algo que es, que será siempre especial. ¡Y en los pueblos las tradiciones, hoy perdidas, hoy confundidas con las fiestas parroquiales, antaño hijas y madres del pueblo, donde todos participan, a la vez, pero no como una masa, sino como eso, como un pueblo!
En estas pequeñas cosas se halla lo tradicional. La tradición no es algo que venga impuesto desde arriba, algo petrificado, algo defendido por algún historiador de mente trasnochada. Eso no será tradición. La tradición son las pequeñas cosas que surgen del pueblo, que hacen el pueblo, que heredamos de nuestros padres y legamos a nuestros hijos. Pero la tradición no debe ser algo petrificado. La tradición no es la Tierra y los Muertos, no es un organicismo compulsivo. La tradición es amar la Tierra, amar los Muertos, pero no permitir que estos se impongan a los vivos, no hundirnos en una nefasta voluntad de servidumbre. La tradición es la libertad, porque es lo que hacemos nosotros, lo que no nos viene desde arriba, aunque sí nos pueda, y nos deba, inspirar lo de fuera. La tradición es el valle, pero también salir del valle, no salir del valle es nacionalismo. La tradición cambia en su continuidad. Es justo lo que se halla entre la Tierra y los Muertos y la última moda.
En los tiempos modernos los hombres están perdiendo lo que les es propio, las pequeñas cosas. Las necesidades de racionalización y secularización a las que obedecen las sociedades modernas hacen de los hombres eternas copias de sí mismos. Pueblos que son barros de ciudades. Gentes viviendo en casas iguales. Organización de los tiempos de trabajo y ocio. Perdida de lo rural. Conversión del campo en un gran solar. Hoy, la lógica según la cual lo material debe sufrir una continua y perenne, una ilimitada expansión, convierte al hombre en un engranaje más de la máquina, y elige por él su consumo y sus ocios. Se arruinan los fundamentos de nuestra vida. La casa que se construyó un día para que diese, en torno a la lumbre, hospitalidad a las generaciones que la fuese a hacer suya. Las pequeñas cosas de las que se nutren nuestros sentimientos más nobles. La gracia, la leyenda, la magia, la entrega, la veneración, la admiración, el desinterés.
En las pequeñas cosas debe encontrar un consuelo quien piense sobre la perversa condición que ha adquirido el mundo. En esa pequeña bondad de las cosas cotidianas, o en ese valor que hay en la vida de muchas personas anónimas. La gracia es una grandeza discreta. El problema es la ruina de la gracia. Ante esta ruina de la gracia es que se divide la sensibilidad conservadora. La sensibilidad conservadora se refiere, en principio, a un deseo de conservación de status, sea el nuestro propio privilegiado o no, en cuento este status remite a la continuación de elementos que podemos reconocer y que sentimos como nuestros. Esto es, a la tradición. Pero respecto a la sensibilidad de status, y respecto a la tradición, surgen dos problemas. El primero es que la sensibilidad de status, en el orden contemporáneo de capitalismo industrial, en cuanto al orden social entra en conflicto con la sensibilidad de status en cuanto al orden de lo propio. La segunda es el problema del nominalismo de una tradición, de la conversión de una tradición en Nombre.
Puede recibir nuestra simpatía, pero no podemos asentir intelectualmente a la afirmación de la necesidad de erradicar la razón y la técnica. Si hoy vivimos presos de la razón técnica, hay que recordar también que es hoy, gracias precisamente a la existencia de la técnica, cuando hay una posibilidad, cuando menos, de emancipación de la técnica. Pero esa emancipación es de su dominio, no de su presencia. La presencia de la técnica, lo mismo que de una base industrial –no confundir con la lógica del industrialismo es hoy necesaria para asegurar la existencia, en unas condiciones de cantidad y calidad que nunca hasta hoy habíamos experimentado, de bienes de primera necesidad –así como también bienes básicos para desarrollar nuestra vida, aún cuando vayan más allá de lo biológico, pues también nosotros vamos más allá- como el alimento, el vestido, la vivienda o la sanidad. El problema de la técnica es el problema de la localización de la técnica. Se ha pasado de la técnica local, parcial, como solución de un problema, a la técnica como criterio de organización social. En esto han incidido, de forma convergente, la mayor escala adquirida cada vez por la técnica en su perfeccionamiento, y la herencia ilustrada del progreso, que ha quedado convertido en un progreso material. Ante la técnica hay que adoptar una actitud responsable, de saber para qué y cómo se usa –por ejemplo, en la mejora de la comunicación y la sanidad, y no en la atención a la creación de necesidades falsas, de carácter superficial, que resultan siempre renovables- pero no a su erradicación. Otro problema es el de la concentración de la creación y la aplicación de la técnica. En cuanto a la razón, la razón es negativa de forma potencial, en cuanto, y de forma esencialmente motivada por la adopción de la técnica como criterio de organización, choque con las realidades irracionales que, por muy irracionales que resulten, son parte de lo que nos hace humanos y de lo que, siendo hijos de Dios, nos hace superiores a lo no trascendente, de modo que podemos escapar al determinismo. La existencia de lo que, desde una perspectiva científico-técnica, consideraríamos como irracional, es precisamente la garantía del uso consciente, o del no uso consciente, de la razón. La razón puede ser noble. La razón puede ser comprensión del mundo, o razón emancipatoria, o, de modo mucho más importante, logos divino.
El problema de las pequeñas cosas es su perdida. Hoy, la casa, con las imposiciones del mundo exterior, y la televisión y la radio bombardeándonos todo el día, ha dejado de ser un refugio frente al inhóspito afuera. En las relaciones familiares, o de amistad, o en el amor, se aplican cada vez más criterios funcionales al vaciamiento y a lo frío del afuera. Ya no es sólo que al afuera resulte alienante, es que la alineación ha llegado a nuestro ámbito más íntimo. Ya no es problema sólo de lo social. La intimidad, que tras el hundimiento de la dualidad público-privado, quedó como el único lugar donde el hombre podía ser hombre, aún con la perdida de los importantes atributos que radican en el dualidad mencionada, ha dejado de ser un lugar donde el hombre pueda sentirse seguro, sereno. Esto tiene una manifestación estética. La arquitectura moderna, incluso la residencial, es una arquitectura industrial, un arquitectura funcional, donde prima el aceite que debe engrasar la máquina. Ante esto, se puede adoptar un estoicismo, que sólo llevará a un estrechamiento cada vez mayor del ámbito de libertad del hombre, y que va frecuentemente unido a un conservadurismo del orden social, pues se acepta el orden social en su esencia, aunque se deploren sus manifestaciones. O se puede retomar la idea con la que se ha calificado a muchos autores como conservadores revolucionarios. El nombre de revolucionario, empero, no está, en mi opinión, bien traído aquí. La Revolución se remite a un poder ciego, por lo desbordante. No es precisamente por ser amantes de la tiranía, pues somos todo lo contrario, por lo que somos contrarrevolucionarios, sino precisamente porque la Revolución que la modernidad trae consigo, trae la tiranía en sí misma. Quizás haya que sustituir revolucionario por rebelde, apelando tanto a la rebelión, como subversión, como a la rebeldía, como actitud personal. Conservador rebelde es aquel, dándose cuenta de que la Revolución moderna se ha traducido en un poder impuesto desde arriba, frente a una tradición construida desde abajo, y deplorando la perdida de las pequeñas cosas, no se limita a tocar elegías con su lira, sino que se rebela, y acusa, las hondas causas económicas, sociales, culturales, y las critica, y propone nuevas formas sociales, incluyendo muchas que puedan parecer herejías al conservador estoico, o al conservador del orden social. Ahora, otra cosas es que hayamos de respetar las tradiciones postizas, que ya no responden al pueblo, sino que se le presentan como realidades dadas, como Nombres que pretenden aglutinar a la gente en torno al orden social siempre mutable de la máquina, bajo la falsa apariencia del mantenimiento de una tradición, y que buscan eliminar toda crítica.