En la crítica del orden del capitalismo liberal se pueden producir diversos errores, causados por partir de posiciones dogmáticas, que conviene evitar, si no se quiere que el tiro salga por la culata. Errores referentes al análisis pueden ser, por ejemplo, la culpabilización de una clase determinada, o la creencia de que el hombre ha llegado a un comportamiento mecánico. El comportamiento que los hombres tenemos en el modelo actual de sociedad es más bien la de aquel que se queda pensativo, sentado al borde de la cama, pensando que algo le falta, que hay algo que no se le ofrece, pero sin saber muy bien qué es lo que le falta, ni cómo salir de la rueda en la que se halla. El hombre en nuestras sociedades no es un robot como lo es en las diversas anti-utopías (como “1984”, o “Un mundo feliz” o “Fahrenheit 451”) que se han escrito a lo largo del siglo XX. Precisamente por eso hay presente una crisis moral, y no un estado general de pérdida de la moral. La crisis moral no debe entenderse principalmente como una crisis de valores –independientemente de que esta se pueda haber producido también como consecuencia- como dice la derecha en referencia a lo que, en algunos casos, no son más que nuevas formas de auto-expresión, sino en una pérdida de sentido. El hombre ha alcanzado a ver el mundo como algo privado de sentido, no sabe quién es, ni si una vida en la que le es vendido, cuando llega a cada después de la jornada laboral, que debe cumplir día tras día, un consumo de subproductos, casi un subproducto de vida, es algo que vaya conforme con la multiplicidad de posibilidades que se halla en su seno. El hombre busca su libertad. Incluso cuando actúa según las pautas previstas lo hace porque cree que está siguiendo una elección personalísima. Nada ofenderá más a cualquier persona, y además subjetivamente no es cierto, aunque objetivamente tienda a suceder así, que el que se le afirme que no vive libremente. El entendimiento, pues, de la actitud del hombre, no debe ser la de que éste ha perdido su conciencia o esta le deje de suponer un interrogante, sino que se halla perdido ante la multiplicidad de señales y mensajes que le manda el sistema.
Esto, desde luego, es clave también en lo que sucede en las interacciones sociales, donde más que una maquiavélica casta de empresarios y políticos -que no es tal, aunque se utilicen efectivamente medios de manipulación, y se estudie e intente optimizar su efectividad- de modo general se produce una espiral, un ciclo, cuyos actores no se entienden a sí mismos. La creación de una oferta va acompañada de medios de publicidad, aunque se piense simplemente en cubrir una determinada necesidad que nadie ha sabido ver, y esta publicidad crea una necesidad que no había partido de la demanda, de objetos que la gente no sabrá muy bien para qué quiere. La demanda, a su vez, dará a la oferta nuevos nichos de mercado a descubrir. De este modo, sin que la generalidad de los actores actúe, al menos en lo esencial, de modo ilegítimo, se perpetua la creación continua de necesidades que nadie había sentido, y que nadie, o un sector muy minoritario –minoritario no necesariamente quiere decir elitista- sentiría de un modo autónomo o no inducido, y que trae consigo la necesidad de que los avances de la técnica se dediquen a la producción de nuevos objetos, pero no a la liberación del trabajo, a la liberación de horas que, en una situación en la que se hubiese superado este escenario, servirían a la auto-expresión y a la auto-formación personal, en multitud de actividades que cada cual podría escoger según su gusto. Se ha creado un hedonismo de la ganancia y el consumo que, lejos de ser, como la voluptuosidad nietzschiana, un medio de liberación, es un medio de esclavización.
Esto, ojo, sucede también en la conversión de la cultura en un objeto más de mercado. El consumo de cultura no por disponer de un instrumento crítico, o por la auto-formación personal o estética, sino por objeto de adorno –por, criticaría Sartre, una filosofía de domingos por la tarde- o porque tal libro, compositor, cuadro o país está de moda. La cultura del best-seller, o la cultura del turismo de masas en la que masas aborregadas de turistas siguen a un guía y ven tres países en cuatro días, de los que después hablarán muy ufanamente. La conversión de la cultura en objeto de mercado es especialmente útil desde el momento en que la cultura es la instancia natural, la única posible, de crítica de los poderes, o de creación de un mundo bello, finalidades que resultan necesariamente convergentes.
No se debe ver, además, a los hombres como masas. Se puede entender, está claro –otra cosa sería no ser objetivo- que en ocasiones el hombre actúa como masa. Pero, si se quiere la libertad del hombre, se habrá de recordar lo ya dicho por Isaiah Berlin de que para que el hombre sea libre primero debe ser libre. Para que el hombre sea libre primero debe tener libertad de conciencia, y debe ser tratado como un hombre libre. Se debe asistir al hombre a formarse una conciencia crítica y autónoma, pero no debe aplicársele una compulsión por la cual su conciencia piense en una u otra dirección. Esto limita mucho los medios por los cuales la sociedad de consumo debe ser superada, pues no se debe superar la sociedad de consumo para generar cualquier otro tipo que nos venga a capricho, sino por lo que esta tiene de negación de la libertad del hombre. El medio, así, no puede ser una Revolución, que cambie un modelo por otro. Un Todo por otro Todo. Así no se resuelve nada, pues la libertad humana continuará secuestrada.
Los medios que desde el poder político se poseen para dar cauce a la libertad del hombre son, pues, escasos. No pueden ser medios que, queriendo evitar una coacción del mercado, supongan una igualmente odiosa, pero más peligrosa, por disponer de un poder al cual resulta más difícil oponer resistencia, del Estado. Por otra parte, es sabida la importancia cada vez menor del ámbito estatal en el mundo de la globalización, o, mejor, de la glocalización. Desde una unión entre los distintos Estados se pueden controlar los flujos financieros, o impedir la deslocalización y el cierre de empresas cuando estas no tengan perdidas, o dejar claro que la competitividad, con todos sus costes sociales, no es el valor más importante a lograr, o disminuir el poder social del capital. Poco más. El ámbito local puede servir de plataforma para construir una importante democracia participativa, que alcance también, sobre esta base, otros niveles. Si se parte de que el hombre sólo puede ser libre si así se le considera, no puede negarse la importancia que tiene, como método, la democracia participativa, al asumir los ciudadanos aquí su responsabilidad política. Se puede también hacer, a nivel nacional, un esfuerzo mucho mayor que el actual por generar un ciudadanía formada e intelectualmente competente, capaz de ejercer una importante función de crítica, no sólo respecto del poder público, sino también de auto-crítica respecto de sus actitudes personales. También debería el Estado mostrar una actitud de prevención frente a la publicidad, sobre todo cuando esta sea publicidad abusiva, o se base en la venta de un determinado modelo de vida. Nada más se puede, ni se debe, hacer desde el poder público. Es poco, sí. Y este poco requiere hacer muchas cosas muy difíciles. Pero el poder público no está legitimado, excepto casos concretos como productos viciados o daños a terceros, por ejemplo, para intervenir en un intercambio, o decirle a alguien lo que debe consumir y lo que no.
Cada uno de nosotros debe volverse un disidente, y hacer pública esa disidencia. Una de las dificultades del cambio en las sociedades occidentales es la marginalización a la que se ve sometida la disidencia por la ocupación cada vez mayor del espacio público por parte de los poderes públicos. La deslegitimación, la relegación a anécdotas que no deben, ni virtualmente pueden, interferir la marcha social, a la que se han visto sometidos los medios de protesta pública. Una vez más, el espacio social, que amenaza con hacer desaparecer los ámbitos público y privado. La regulación a la que se ven sometidas huelgas o manifestaciones, por ejemplo, que las esteriliza, o las conduce, en el mejor caso, dentro de un cauce previsto, programado. Se está llegando a una situación en la que la afirmación teórica de la posibilidad de cambio es su negación fáctica. Y, si bien al disidente nunca le gustaron los grupos, la disidencia siempre tuvo, en parte, una dimensión de acción colectiva. En todo caso, lo más importante hoy, recogiendo la expresión kantiana, es atender a una política de los corazones.
Para concluir, diré que la tragedia del hombre es que nunca será libre, pero sólo si su grandeza es que buscará siempre su libertad. Al fin y al cabo, esto ya asegura al hombre dos espacios de libertad, el de su propia lucha, y el momento en que el régimen esté cayendo pero aún no se haya consolidado el que le va a suceder.