Frente al actual sistema democrático, aparecen en el horizonte diversos tipos de populismo. Este populismo actual se manifiesta en un tratamiento restrictivo o, directamente, en una negación de los derechos de expresión, reunión, manifestación y conciencia, así como un recurso a los más bajos instintos de unas clases populares que, por su gregarismo e incultura, que dificultan el desarrollo del pensamiento crítico, actúa, en su comportamiento público, como una masa. Estos populismos se sostienen sobre la triple base de un maniqueísmo en el cual son demonizados todos aquellos identificados, con o sin razón, como ricos, poderosos o enemigos del pueblo, la ejecución de políticas de redistribución que benefician a una clientela, identificada como pueblo, y la presentación de esto como una revolución, en el sentido de cambio cualitativo de las condiciones sociales.
El método mediante el cual consiguen un extenso apoyo popular es el de un intenso adoctrinamiento. Este adoctrinamiento empieza desde muy pronto, con la formación en cursos primarios y el encuadramiento de la primera juventud, en torno a una ideología, de modo intencionadamente acrítico, y se extiende a los más diversos ámbitos de actividad y a las más diversas edades. Lo más relevante en la definición del discurso populista es que trata a las personas como menores de edad, pero no en un sentido escéptico o misantrópico, producido por la decepción, sino como llamamiento a una parte primaria y unidimensional de la persona, actuando como un discurso pseudo-revolucionario al servicio de unas determinadas elites sociales y políticas. En los ejemplos actuales de populismo también se da, en muchas ocasiones, una ideología etnicista, que entronca con el mito del hombre salvaje, o del nativo original.
Ha existido, a lo largo de la Historia, una multitud de discursos populistas, definibles según los parámetros clásicos como de izquierda o derecha. El orden liberal gozará siempre de una clara superioridad moral frente a los populismos. Quede por dicho que tengo muchos puntos de fricción con la ideología liberal, ya que es la base del sistema capitalista en el que nos movemos. Pero hay un descubrimiento –o una creación, si se quiere- del liberalismo, que es precisamente la que está en su base, que creo que debería ser hoy adoptada por cualquier ideología o manifestación política que tenga visos de respetabilidad: el descubrimiento de la libertad, y de la dignidad, del hombre en cuanto hombre. No del hombre en cuanto obtiene una libertad espiritual estoica o cristiana, ni del hombre en cuanto desempeña una función dentro de la polis, o recibe unos privilegios o unos fueros del orden feudal, sino del hombre en sí mismo y por sí mismo.
Así, al no tener el hombre atribuido un determinado orden, sino poder buscar su auto-realización en distintos modos u opciones de vida, en el orden liberal se alcanza un status por el cual todos deben poder elegir su opción de vida, al mismo tiempo que todos deben respetar la opción de vida elegida de modo diferente por otros. A este respecto, se articulan una serie de mecanismos que se traducen en la garantía y el límite de los derechos y libertades de los distintos individuos. Ahora bien, en ese orden liberal, ya desde el momento de su creación, surgirán una serie de contradicciones. La civilización burguesa se basa en una contradicción abierta. La teoría liberal, al crear un hombre que, como hemos dicho, no queda asociado a ningún orden concreto, lo define en términos abstractos, y aquí surge, tanto en la teoría liberal política clásica –que podemos ejemplarizar en Locke- como en la teoría liberal económica clásica –aquí Adam Smith- una antropología eminentemente económica: el hombre se mueve en función de intereses privados entendidos como intereses económicos. Esto a su vez se vincula a la creación de una instancia social como ruptura de los ámbitos público y privado. El liberalismo trae el contrato social por el cual el mundo queda constituido como una asociación de productores. Por otra parte, en su voluntad de disociar al hombre de cualquier orden concreto, el liberalismo desconfía, de modo mucho más sobresaliente en su versión clásica, de los cuerpos intermedios, tanto aquellos legados por la tradición, como aquellos generados ex novo, como pueden ser los partidos políticos o las asociaciones civiles, en cuanto se entendía que eran entorpecedores de la voluntad general, cuya génesis debía producirse sólo en términos de preferencias individuales. El hombre, además, queda entendido como individuo, como la otra cara de la moneda de la colectividad, pero sin nada propio que le caracterice. El hombre sólo poseerá la particular, que no será más que una parte de lo colectivo.
La consagración que la civilización burguesa, por otra parte, hace de los valores económicos es un torpedo a la línea de flotación de la libertad del hombre entendida como libertad de optar entre distintos modos de vida. La importancia de lo económico no sólo genera un modelo, el de productor-consumidor, como hegemónico, pudiéndose seguir otros, sino que genera una serie de estructuras que hacen difícil el que se pueda escoger entre otros modelos distintos, que van de la publicidad –no sólo de productos, sino también de modos de vida y criterios de valoración- hasta la hipoteca, o las presiones sociales, de propios y extraños, que condenan, o contemplan como extraños, modos de vida heterodoxos y no funcionales a la marcha del sistema.
Se puede decir que la esencial contradicción sobre la que reposa la civilización burguesa es que, siendo la primera civilización que concede al hombre una libertad inmanente, es también la primera en la que esta libertad se ve alienada. Esto, de un modo más general, es, no obstante, algo común a la Historia de la libertad. Las instituciones que a lo largo de la Historia ha creado el deseo de libertad se han convertido, cuando se han consolidado, en modos de negación de esta. Ese es el destino de órdenes tan distintos como el feudal o el socialista. La búsqueda de la libertad no se traduce, en términos teóricos, sólo de un modo negativo, de crítica de lo dado, sino también de un modo positivo, como proposición de un modelo social, político, económico, a cuya base necesariamente se halla un modelo antropológico, una concepción del hombre. Ahora bien, este modelo antropológico atribuye al hombre determinadas cualidades, la persecución de unos fines dados, cuya hipostasía concluirá en la transformación de las estructuras por las cuales se había de hallar la libertad en modos de negación de la misma. La unidimensionalidad que la teoría crítica ha predicado del modelo capitalista, privado o de Estado, es, así, algo común a los distintos modelos sociales que se han ido sucediendo a lo largo de la Historia, si bien en el modelo capitalista, por la abstracción que hace de las realidades concretas, tendentes a la pluralidad, esto se manifiesta con mayor claridad.