Muchos monárquicos modernos critican a los monárquicos que sostienen que la Monarquía proviene de un poder divino. Pero lo cierto es que, aunque esto no sea así, si la Monarquía no posee un carisma especial, es difícil saber qué puede legitimarla. La Monarquía se basa en la desigualdad, y esta desigualdad es la que la legitima, pues el Rey ha nacido para ser Rey, pero ha nacido “fuera” de la Nación, por lo que, al mismo tiempo que no es una parte de la Nación, tiene un vínculo especial con ella. Si la Monarquía se forma de otra manera, esta desigualdad pervive, pero ya no la hace representativa, pervive sólo como privilegio. Si la Monarquía se forma por principio o por hábito por una parte de la Nación se pervierte, y sobre cornudos, por la desigualdad, somos apaleados, porque esta no legítima nada. El problema no es en principio la desigualdad. No pertenezco a la Revolución, sino a la Contrarrevolución, y la desigualdad puede claramente ser justificada por motivos estéticos. La estética es de suma importancia. El problema es que los monárquicos son hoy unos simpáticos animalitos que quieren ser siervos a toda costa, y hablan de una Monarquía republicana, o una Monarquía nueva, como si esta Monarquía no fuese más que un potingue que aúna las dos formas de Estado, y ninguna de sus ventajas. Pero los mismos Monárquicos dejarán de serlo cuando Leonor se case con un Pérez y su hermanita con un Rodríguez. El colmo sería rendir pleitesía a la ilustre dinastía de los Pérez. Pero ya se sabe que ya no existe aristocracia. La supuesta “aristocracia” actual se divide entre títulos de a lo sumo 200 años concedidos a gordos fabricantes y financieros y títulos concedidos a marquesitos mariquitas de peluca empolvada que eran amantes de Reinas y Reyes. Ya no queda nada del incorruptible hidalgo, del idealista cruzado, del heroico caballero andante o del religioso templario.
La nueva Monarquía
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