Celebraciones

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Tengo envidia, verdadera envidia sana, de los buenos católicos. De los católicos que viven alegres en su fe, comprendiendo el sentido de la misma, y actuando de manera coherente. Son católicos que, aunque sepan la verdad de que el hombre nunca es perfecto, y es siempre perfectible, y de que no se debe caer en un estado de auto-complacencia, tienen todo el derecho del mundo a una serenidad, a una paz interior bien ganada.         

Esta envidia sana y esta admiración es todavía mucho más grande cuando compruebo que estas personas son personas bien formadas, con la cabeza bien amueblada, que no llegan a sus convicciones sólo a través de sus sentimientos, o de lo que les dijeron sus padres –siendo ambas cosas muy importantes- sino también a través de su inteligencia. Realmente, no hay nada peor que la fe del carbonero, porque además de que el hombre no debe caer nunca en ser un sujeto irracional, o que entre el carbonero y el fundamentalista la diferencia es pequeña, quien no aprende la verdadera consistencia de su fe realmente, valga la redundancia, no sabe en qué consiste su fe, no cree en nada realmente, y, del mismo modo que creyó, con la misma facilidad deja de creer por cualquier influjo exterior, sobre todo cuando el ambiente se ve dominado por una pseudo-cultura de ataque a la religión, aunque esta pseudo-cultura esté trufada de argumentos falsos. En el sentido del catolicismo inteligente, es fácil citar figuras históricas, que van desde el leidísimo Tolkien, el siempre irónico Chesterton, el converso Papini, el anglofrancés Belloc, el gigante Bernanos, los siempre disfrutables –en el mejor sentido- Maurois o Mauriac, los sociales y críticos Mounier o Marcel, los clásicos teólogos españoles, los sentidos místicos, o el abierto López Aranguren, por sólo mencionar algunos ejemplos. 

(Permítaseme desde aquí hacer referencia, y recomendar la lectura, de algunos bloggs, en este mismo sentido del catolicismo inteligente,  de escritores que he ido leyendo, a partir de la lectura del blog de Aquilino Duque –vinamarina.blogspot.com- escritores que demuestran gran firmeza en sus principios, una gran inteligencia, y una intensa alegría vital, como demuestran los ejemplos diversos de Enrique García-Máiquez, Rocío Aladrida o Enrique Baltanás, por sólo mencionar tres de ellos.)

El problema es que la mayor parte del catolicismo social no es así. Esto es algo que podemos  comprobar con lo que sucede con las celebraciones religiosas. Aquí debe entenderse celebración en el sentido de fiesta, no en sentido de misa, aunque, con frecuencia, las celebraciones –por ejemplo, caso típico, las fiestas parroquiales- incluyan misas. En las celebraciones tiene cada vez menos importancia la religión. Han dejado de ser un vehículo de conducción de las creencias populares, una tradición, para pasar a ser un Nombre, un instrumento para la fijación en torno a un orden social. Hoy vemos que gentes en principio católicas, pero que no conocen su religión, que no creen en varios de sus dogmas, que se ven bombardeados por pseudo-productos culturales que atacan a la Iglesia y a la religión mucho más allá de lo que estas puedan tener efectivamente de criticables –pues atacar a lo religioso hoy vende- sacan emocionadas sus estampitas cuando llegan las fiestas del patrón o patrona, abren contentas sus casas, o aplauden que alcaldes –que muchas veces tienen convicciones agnósticas, o ateas, o de cualquier otra religión, o tienen una actitud propia en lo que se refiere a la religión- estén presentes en las funciones de misa o presidan la procesión. O vemos a personas no creyentes, o que organizan su vida el resto del año en torno a criterios nada cristianos, que llegan a pelearse –algo muy cristiano, sí- por llevan en andas a la Virgen. Sinceramente, estas situaciones me parecen esquizofrénicas. La religión ha quedado convertida en algo social. Erra quien dice que la religión debe ser algo meramente privado, porque ya la misa es una manifestación puramente social, y porque parece evidente que si tenemos una convicción acerca del orden metafísico y social, esta convicción debe inspirar nuestra vida. Pero no es menos errada la posición actual en que la religión es un mero folklore, un mero producto de muestrario. Como dijo Kierkegaard, nada sabemos, así que se cree o no se cree. Aut aut. Pero lo que no puede hacerse es convertir los elementos de fe en meros elementos de orden social, vaciados de su contenido. Hoy las procesiones son sólo algo más que cabalgatas.  

Yo no sé si la mayoría de los católicos conocen el estado de prostitución al que socialmente se han visto sometidas figuras como las de Cristo o la Virgen que, si no se cree en ellas, deben ser tratadas con el máximo respeto, y si se cree en ellas, con la máxima veneración. Yo me confieso católico, o, al menos, cristiano –pues, habiendo sido hace ya varios años no creyente, aún no he “normalizado” mis relaciones con la Iglesia Católica, con lo que esto debe suponer tanto en fe como en deberes internos y externos- pero varios de mis amigos más cercanos son agnósticos o ateos, o creen en algo pero no saben muy bien en qué creen. Les respeto plenamente. Son personas cuya inteligencia y honestidad no me ofrece duda alguna. Quisiera que creyesen, creo que su postura es incorrecta, pero no puedo dejar de respetar posiciones que surgen de una convicción personal y son sostenidas de una forma coherente. Así pues, no juzgo, sería odioso, a las personas en razón de su fe, si bien excepciones por motivos evidentes puedan ser masones, satanistas o cienciólogos, o aquellos que se dejan abducir por distintos tipos de sectas destructivas. Pero, al igual que tengo pleno respeto por las persona de distintas convicciones, me indigna muy profundamente el estado de lerdez del catolicismo en su forma socialmente más extendida.

Hay, por otra parte, una confusión entre religiosidad y religión. Es sabido que dentro de una religión cabe religiosidades, formas de interpretar y vivir la religión, muy distintas, aunque pueden ser todas interpretaciones genuinas de la misma. Para ilustración, parece claro que Francisco Suárez y Emmanuel Mounier vivieron la religión de formas muy distintas, pero creo que a nadie le cabe la duda de que ambas formas fueron totalmente genuinas respecto al catolicismo. Es natural tener una religiosidad propia. Toda persona parte de unas experiencias, de unas lecturas, de una situación social y de instalación en el mundo, de una época, muy distintas. Estas personas no pueden, evidentemente, siendo muy distinta su perspectiva y su personalidad, acercarse a la religión de la misma forma. El problema es cuando se confunde la religión con la religiosidad. No es católico, por ejemplo, quien no cree en la Santísima Trinidad, o en la Inmaculada Concepción, o en la naturaleza divina de la persona de Cristo. Esta persona será algún tipo de cristiano, o algún tipo de místico que recoge la figura de Cristo, y todo esto será muy respetable, pero no creyendo en pilares fundamentales sin los cuales no se explica el catolicismo, será muy difícil el poder decir que una persona es católica. De igual modo sucede con quien, cumpliendo los preceptos exteriores de la religión católica, vive de un modo que no es en absoluto cristiano, ni para sí ni para los demás. De un modo muy extendido existe un triple hedonismo (de consumo, de ganancia, y sexual, que en su propia cruda carga sexual va contra el propio erotismo) que, en un estado de profunda trivialidad ambiente, no deja de alcanzar a muchas personas que se dicen católicas. Esas personas mal vivirán de acuerdo con la religión que dicen profesar. 

Esta situación esquizofrénica se debe, paradójicamente, a la naturaleza eminentemente eclesiástica, del catolicismo. Dentro del cristianismo, existen en torno al catolicismo y al protestantismo –que no es uno, sino muchos, pero que caracterizaremos aquí en sus manifestaciones hegemónicas de calvinismo y luteranismo- dos extremos en torno a la relación entre persona, Iglesia, mundo y razón. La diferencia básica entre ellos radica en la concepción de en qué estado queda el hombre tras el pecado original y en la relación entre Dios y la razón natural. En el protestantismo, con el pecado original se produce la caída del hombre. El hombre pasa a depender de modo absoluto de la gracia divina, sin intervención de la Iglesia, de modo que queda solo en el mundo. Si bien surge en el protestantismo una perspectiva más propiamente individual, funcional a una construcción racional de la fe, el hombre se enfrenta a un Dios inhóspito –que se traduce en el calvinismo en la predeterminación, desarrollo de la idea de Providencia en San Agustín, y en el luteranismo en el rigorismo moral- que aleja a Dios del hombre, hace de Dios un ser eminentemente voluntarista, y da lugar a posiciones que, curiosamente, tendrán una mayor tendencia al fundamentalismo que en catolicismo. En el catolicismo, el hombre no está caído, sino entorpecido. El hombre tiende al pecado, pero también es perfectible, no se concibe sólo como pecador. La salvación viene de la gracia divina, pero esta gracia divina no se concede arbitrariamente por Dios, sino que se gana por el hombre, en torno a la oración y las buenas obras. Dios no es voluntarista, sino que actúa a través del logos, palabra griega que se refiere tanto a palabra como a razón. Ahora bien, en el catolicismo hay una más difícil construcción racional de la propia fe, y un mayor atenimiento a lo que se formula por la jerarquía, de modo que hay un riesgo de que se genere otra forma de fundamentalismo, quizás menos violento, pero también más arraigado, en cuanto no parte de un actitud individual, sino de la obediencia. Si en el protestantismo es clave la teología de San Agustín –no confundir con los desarrollos del agustinismo político- como subjetividad, en el catolicismo es clave la teología de Santo Tomás, en cuanto a razón natural. En el protestantismo, la razón natural es la voluntad de Dios, en el catolicismo la voluntad de Dios no puede contradecir la razón natural. En el protestantismo, sobre la tierra, el hombre goza de una mayor libertad que en el catolicismo, pero esto es precisamente porque metafísicamente es menos libre. Mientras que el protestante es más dado a una posición tranquila de asunción de su propia fe el católico se debate entre la obediencia ciega a la Iglesia y, en el mismo sentido, pero en una manifestación positiva, la grandeza del cruzado. Sería un tema muy interesante para un estudio la relación entre razón y subjetividad en el catolicismo y el protestantismo. Creo, por otra parte, que habría que quedarse con el catolicismo, que no ve al hombre como caído, y lo ve como un ser libre, no dependiente de un Dios voluntarista –no empero, frente al protestantismo puritano, el catolicismo ha sido siempre una religión alegre- pero acogiendo la subjetividad del protestantismo. Esto posiblemente podría hacer estudiando el acercamiento a la fe de los místicos católicos, en su subjetividad, y estudiando también la dialéctica en la que entran San Agustín, Santo Tomás y la recepción de sus respectivas filosofías.

En el catolicismo sucede muchas veces que las posiciones sostenidas por la jerarquía de un modo histórico puntual  -hay que distinguir entre las posiciones históricas y la esencia de la religión, la Palabra, siendo las posiciones históricas el intento de presentar la misma a los modos cambiantes de sociedad, que ofrecen distintos conocimientos, expectativas, valoraciones, etc.- vayan por muy distinto camino que la vida de los fieles. Así, por poner dos ejemplos, la jerarquía eclesiástica suele hacer afirmaciones, poco matizadas sobre el preservativo o el aborto, los católicos aceptan esas afirmaciones como posición de la Iglesia, pero luego aceptan, o practican, que socialmente se de el aborto a mansalva o haya un intenso hedonismo sexual. Creo que es menester una aclaración de las conciencias, en el sentido de que no se puede pedir al hombre que escale el Everest pero, pudiendo subir la montaña que hay al lado de nuestro pueblo, luego nos conformemos con ir todo el rato por el cómodo llano. La Iglesia no puede plantear como exigencia legislativa o social conductas super-erogativas, es decir, conductas que exijan del hombre más de lo que se puede esperar de éste en cuanto hombre. La Iglesia puede, y debe, avisar de la gravedad moral que tiene el aborto o el hedonismo, pero no puede esperar que se legisle de modo que toda manifestación de aborto –con independencia de plazos o condiciones- sea prohibida o que no se extienda el preservativo a países con graves problemas de SIDA. Ni siquiera puede la Iglesia esperar, en términos realistas, y ni siquiera tengo claro que deba pedirlo, o que en eso consista el cristianismo, que el hombre se convierta en un puritano, aunque sí que debe exigir, en torno a esto, que la gente practique su sexualidad de forma responsable, que esta se de como una manifestación de una realidad de amor y una necesaria expresión de la personalidad humana, y no como un uso de las personas para el propio goce. Lo mismo sucede con el aborto. No se puede hablar del aborto como holocausto, pues, incluso en los casos más graves, con un estado del feto muy avanzado, hay que comprender la posición existencial de la madre, que ve como una parte íntima de sí misma le es ajena, pero sí se debe pedir que la gente se de cuenta de que el aborto no es una mera operación quirúrgica, o que haya un mayor control, tanto de forma legislativa, como de facto, por parte de las autoridades. Lo mismo se aplica en la ética económica o la ética política. Al fin y al cabo, como dijo, entre otras personas que sorprenderían a los bienpensantes políticamente correctos, Jose María Pemán, no se debe llegar a esa situación –tan frecuente en su época, e incluso ahora, sólo que de otro modo- donde importan más tres centímetros menos de falda que el hecho de que un banquero tenga una actitud bastante poco ética.  

Lo que quiero decir, en resumen, es que estamos en un escenario, en que, por hacer la Iglesia exigencias morales, e incluso exigencias legislativas o sociales, que, más que a la fe, responden a una abstracción teológica de la realidad –aquí Santo Tomás, la perversión de la razón natural, el inmovilismo de los tomistas- los católicos, por la naturaleza institucional del catolicismo, las pueden dar como buenas, pero al mismo tiempo, siendo conscientes de lo difícil –incluso, en ocasiones, lo absurdo- de aplicarlas en su vida, no van tampoco donde radica el problema, donde la Iglesia sí tiene razón, es decir, al hecho de que el mundo vive en la posición contraria, en la de que cualquier conducta que no dañe de modo directo, e incluso muchas veces dañando de modo directo, a los demás es valida. Sucede de modo parecido con los políticos y con muchos intelectuales que se declaran católicos. Cuando se les entrevista, sobre todo por medios afines, afirman la importancia de la fe católica en la vida pública, pero en su actuación ni intentan aplicar la posición de la jerarquía, aunque consideren esa como “la que vale”, ni, aunque, y precisamente porque esa es “la que vale”, apuestan por una que valga menos. El catolicismo, en su manifestación social tiene un riesgo muy importante de oscilar entre la hipocresía y el infringimiento. Es una religión que tiene gran facilidad de convertirse en Nombre, pues en ella importa mucho lo que dice la jerarquía, la obediencia exterior a la jerarquía, y el cumplimiento de los preceptos exteriores –es una religión donde lo propiamente eclesiástico tiene mucha importancia- y no tanto la religiosidad personal, donde el hombre se ve siempre salvado por la fe y por la posibilidad del arrepentimiento.

Hay que matizar, empero, todo lo dicho. El cumplimiento en la vida propia de la moral cristiana y la religiosidad personal no es algo de poca importancia en la religión católica –ninguna autoridad de la Iglesia ha afirmado eso hasta ahora, por lo menos hasta donde yo sé- y la capacidad de arrepentimiento es manifestación necesaria de que el hombre es perfectible, y de que el pecado original entorpece al hombre, pero no le condena. También ha de decirse que uno de los deberes exteriores del catolicismo, la asistencia a misa, cada vez se cumple menos, si bien, dado lo que supone de convicción y compromiso personal, y que quienes no van a misa se llaman a sí mismos, aprovechando como justificación una categoría sociológica, católicos no practicantes, bien podría ser una continuación de “segunda generación” de la misma tendencia a la afirmación exterior, pero no personal, del catolicismo. Lo que sobre todo se intenta decir aquí es que la Iglesia, entendida como comunidad de los fieles, debe liberarse de pesos muertos, y redoblar los esfuerzos de conseguir una importante sinceridad y espiritualidad interior.  

La Iglesia no puede hacer de temas institucionales, como la financiación o la educación, sus principales temas. En la primera se arriesga, y es lo que sucede, a vender su silencio, a callar a cambio de una parte de los presupuestos del Estado (ya sé que lo que se concede a la Iglesia es aparte, que los impuestos se pagan íntegros, pero creo que se me entiende lo que quiero decir). Respecto a la segunda me da la impresión de que mucha gente elige que sus hijos sigan la asignatura de religión más por convención social que por convicción arraigada. Si tanta gente fuera, no ya católica, sino cristiana, como la que elige esa opción, o si la asignatura de religión tuviera realmente alguna influencia sobre los estudiantes, realmente no se explicaría la situación general de la sociedad. Además, si realmente deseasen para sus hijos el aprendizaje de qué es el catolicismo, aprovecharían la vida de la parroquia, bien para que en ellas se diesen –más allá de las situaciones puntuales de la comunión y la confirmación- clases de doctrina, bien por la educación que les daría el participar en ella. Sería siempre más útil que el convertir la religión en una asignatura maría. No abogo por la exclusión de esta asignatura de la educación, simplemente pienso que si la creencia es cierta, no es tan grave, y si no lo es, será una prueba para demostrar la sinceridad de los católicos además de que, en ese caso, primero habría que hacer una labor de llamada a las conciencias. Porque la formación de los católicos sobre en qué consiste su fe, y en que consisten las otras fes, y en la Historia de la Iglesia, es importantísima, por lo menos para que estos sepan de qué hablan o sobre qué piensan cuando hablan o meditan sobre la religión. Para que el primer best-seller, y van muchos, que salga al mercado, no pueda tener consecuencias devastadoras. Para que se tome en su justa medida una leyenda negra mucho más arraigada, arraigada durante muchísimos años, potenciada por la moda actual de la critica de la Iglesia por criticar a la Iglesia, impulsada desde hace tiempo por un laicismo disfrazado de religión.

Quiero dejar muy claro que no estoy juzgando conductas o personas particulares. No soy quien para hacer eso, pero sí creo estar legitimado, como toda persona que esté dispuesta a asumir las responsabilidades intelectuales y morales de las armas de la crítica, para criticar una mentalidad social muy extendida. La actitud del catolicismo tendrá que cambiar mucho si quiere contribuir a que este mundo no se vea convertido en un yermo de las almas.  

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