Yeltsin y Clinton regocijándose

El viraje de Primakov

Sertorio se vuelca con un gran análisis histórico sobre las raíces de la guerra de Ucrania.

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¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Esta cuestión debería ser contestada con un poco de seriedad. Sin embargo, lo que el europeo común escucha o lee no responde a esta pregunta, ya que la propaganda atlantista nos ensordece con respuestas tan inverosímiles como que la Rusia del pragmático y prudente Vladímir Putin está gobernada por un loco, una especie de Nerón eslavo, un Iván el Terrible que ataca a las indefensas naciones vecinas por su imperial capricho y por una vesánica sed de sangre. Por supuesto, sobre todo en los ámbitos de la derechona más cornúpeta, nos asustan con el espantajo de un Putin comunista, agente del KGB, que pretende nada más y nada menos que restaurar la URSS. Sin embargo, la Rusia de Putin (que fue bautizado clandestinamente en la era soviética) es el país donde más iglesias se construyen, donde con más fuerza resurge la religión cristiana y donde la ideología de género y el cosmopolitismo liberal son firmemente negados. ¿Será por ese leninismo delirante por lo que Rusia desarrolla un sector privado cada vez más influyente en su economía, y marcas como Zara poseen cientos de tiendas en toda la geografía de la inmensa Federación, establecimientos que ahora deben cerrar como tributo a la rusofobia de los antirracistas? Las cosas que uno tiene que oír son asombrosas: por ejemplo, que el Kremlin nos amenaza a todos con un desastre nuclear diez veces superior al de Chernóbyl por su ataque a Energodar, la enorme central nuclear del Dniéper. No se puede insultar más a nuestra inteligencia: si Energodar estallara, uno de los países que se vería más afectado sería la propia Rusia, estado limítrofe con Ucrania a lo largo de una muy extensa frontera. En cambio, nadie habla de los más de trece mil muertos que los bombardeos y atentados ucranianos han causado en las dos repúblicas del Donbás desde hace ocho años, ni hay el menor recuerdo para menudencias tales como los cuarenta y ocho activistas prorrusos quemados vivos por nuestros aliados democráticos en la Casa de los Sindicatos de Odessa, el 10 de abril de 2014: así celebraron la Revolución del Maidán los amigos de la Open Society, de la Unión “Europea” y de los Derechos Humanos. Y tampoco falta quien presenta a Ucrania como víctima del comunismo ruso, cosa absolutamente infame, ya que si alguien sufrió el marxismo en sus carnes fue Rusia. Baste con recordar que el Holodomor no fue un fenómeno únicamente ucraniano: en las regiones rusas del Volga, del Kubán o de los Urales se produjo una hambruna tan terrible como la que en aquel tiempo padeció Ucrania. El Holodomor no lo perpetraron los rusos, sino los comunistas. Y, en Ucrania, fueron los bolcheviques locales quienes obedecieron y ejecutaron las órdenes de un georgiano, Stalin. Sin embargo, parece que nunca existieron los ucranianos Brézhnev, Shcherbitski, Podgorni y demás personajes del clan de Dniepropetrovsk (Dnipró), que gobernaron la URSS entre 1963 y 1986 como si fuera su cortijo.

En fin, sería tarea de un equipo de recolectores de disparates el tratar de contrarrestar todo lo que la prensa “libre” escribe sobre Rusia. No hay tiempo ni ganas para ello; es arar en el mar. Nos interesa más saber cómo nos ha podido pasar esto, qué es lo que ha llevado a Rusia a enfrentarse con ese club de multimillonarios al que llamamos Occidente.

1– EL DESENCANTO (1991–1999)

Todavía muchos recordamos aquella Navidad de 1991, cuando vimos alzarse la enseña de Rusia en el Kremlin; el sueño que el general Wrángel —último jefe del Estado ruso— expresó en sus Memorias, ver caer a la bandera roja en la ciudadela de los zares, se cumplió literalmente a los setenta años de la evacuación de Crimea: el régimen soviético desaparecía y Rusia recuperaba su plena independencia. Nunca está de más recordar que, hasta 1937, el régimen bolchevique fue conscientemente antirruso y que la propia palabra Rusia era tan “incorrecta” y “ofensiva” como lo es España entre la izquierda “española”. Fue Lenin quien dio origen a la actual guerra, al incorporar la provincia de Nueva Rusia a la Ucrania roja. Su fin era, no se nos olvide, disminuir el poder de Rusia dentro de la Unión Soviética; por eso, en los años iniciales del régimen comunista, los dirigentes de primer nivel de etnia rusa eran mucho menos numerosos en la élite bolchevique de lo que su proporción entre los habitantes del país nos haría suponer.

Pero en 1991, después del desplome del régimen soviético, Rusia tenía la ocasión de empezar de nuevo, de reorientar su rumbo histórico después del naufragio de la herrumbrosa nave del comunismo. Ya en su discurso de Kíev del 19 de noviembre de 1990, Borís Yeltsin, el nuevo y peculiar dirigente de la restaurada Rusia, afirmó ante los ucranianos que ser un imperio sólo les había traído desgracias a los rusos y no los había vuelto ni más prósperos ni más libres y que, como consecuencia de todo ello, su país renunciaba a toda política imperial y se iba a concentrar en reformarse a sí mismo y en convertirse en un buen alumno de Occidente. De 1991 a 1999, el gobierno de Yeltsin liberalizó la economía, abrió el país a la supervisión y el asesoramiento extranjero, y asumió en política exterior la llamada Doctrina Kózyrev, que se resignaba a reconocer la derrota de la Unión Soviética, la hegemonía de Estados Unidos en el mundo y la inevitable subordinación de Rusia a las políticas de Washington. Los lectores de cierta edad recordarán de aquel tiempo las bufonadas de un cada vez más decadente Borís Yeltsin junto a Bill Clinton o Helmut Kohl. Los rusos, sin embargo, tienen otra memoria bastante más siniestra de las reformas liberales de Chubáis y Gaidar. Todo el colosal complejo de empresas públicas sufrió un proceso privatizador parecido al de la Desamortización de Mendizábal en España, donde la propiedad del Estado acabó en manos de una camarilla de millonarios, que llegó a controlar el Kremlin en la época de los Siete Oligarcas (llamada así por referencia al gobierno títere de los Siete Boyardos, impuesto por los polacos en 1610–1612). El hundimiento del ya modesto nivel de vida, el desastre militar de la primera guerra de Chechenia, la destrucción de empleos, la ausencia de las garantías sociales básicas, la extensión de las mafias, de la corrupción y la degradación general del país hasta extremos tercermundistas marcan el período del idilio de Rusia con su modelo occidental. Sin duda, Yeltsin era el hombre de las democracias liberales y su gobierno les demostró a los ciudadanos del momento postsoviético lo que podían esperar de las políticas “europeas”. Para que nos hagamos una idea de la situación, el 71% de los rusos lamentaba la extinción de la URSS en 2001, tras diez años de políticas occidentales[i]. Además, el 56% consideraba a la OTAN un bloque agresivo, porcentaje que alcanzaba el 68% entre los rusos con estudios superiores.

En 1993, Yeltsin bombardeó la Casa Blanca (el parlamento ruso), en revuelta contra sus excesos dictatoriales, y mató a decenas de personas bajo el aplauso unánime de Occidente. No hubo ni la menor protesta entre los miembros de la OTAN y de la naciente Unión “Europea”. Las sedes parlamentarias no son sagradas si la mayoría no vota lo que debe. En las elecciones de 1996, con el pueblo harto de las delicias de la democracia liberal, se acercaba el inevitable triunfo de los comunistas de Gennadi Ziugánov. Un Yeltsin cardiópata y alcoholizado veía la hora de la rendición de cuentas. Con él también caerían los oligarcas. Bill Clinton puso a trabajar a destajo a todos los spin doctors disponibles para que la propaganda de Yeltsin lograra una victoria pírrica sobre los comunistas. Por supuesto, también hubo un fraude electoral bastante escandaloso, pero, como en Estados Unidos en 2020, fue por el “bien de la democracia”.

Yeltsin se extinguía entre crisis cardíacas y episodios de alcoholismo agudos y, como Brézhnev al final de su mandato, era un muerto viviente, una estantigua que servía para sostener el precario equilibrio de un tinglado que se venía abajo. Sin embargo, ese hombre antes enérgico y arrollador, excelente para demoler pero incapaz de construir, se había dado cuenta de que la palabrería liberal no es moneda que cotice en la política exterior. Con inoperante melancolía, los gobiernos de Yeltsin contemplaron el giro de los países del Este hacia la OTAN, tras la disolución del Pacto de Varsovia. Aunque no existía ninguna amenaza, la Alianza Atlántica continuaba reforzándose y expandiéndose contra Rusia. Conviene recordar que semejante movimiento siempre causará inquietud en Moscú por una razón histórica muy fácil de explicar: en los últimos cuatrocientos años, todas las invasiones de Rusia han provenido de Occidente: polacos, suecos, franceses y alemanes han traído la guerra desde el oeste; de ahí la obsesión de Stalin en Yalta por crear una barrera de estados–tapón que hiciera imposible un ataque como el de junio de 1941. Estados Unidos, simplemente, ignoró a los rusos, a los que pensó que bastaba con soltar unas limosnas para que se aplacaran. Desde 1991 hasta el día de hoy, la política de Washington con Rusia, a la que el hipócrita y vanidoso Obama trataba como un país pequeño, ha consistido en el menosprecio, la subestimación y la absoluta ignorancia de sus prioridades de seguridad. La OTAN continuó expandiéndose hacia el Este y, además, en la primera guerra de Chechenia, se vio la mano de Estados Unidos, Gran Bretaña y Arabia Saudí en el entrenamiento, armamento y financiación de los yihadistas. Un joven Vladímir Putin era en aquella época el jefe de los servicios secretos y nunca olvidaría las enseñanzas de aquel conflicto.

Fue Yeltsin, no Putin, el que se dio cuenta de que ese estado de cosas no podía mantenerse. Kózyrev perdió su puesto (hoy, como buen liberal, vive en América y hace propaganda contra Rusia) y le sustituyó un diplomático de mucha más personalidad y calado: Yevgeni Primakov, que empezó por oponerse al dominio incontestable del eje unipolar de Washington, que ya actuaba sin molestarse en preguntar a las grandes potencias su opinión. Pero América y su brazo ejecutor, la OTAN, continuaron haciendo caso omiso de una Rusia a la que se menospreciaba abiertamente. Las ofensas y los desplantes se acumulaban ante una potencia que lo único que deseaba era incorporarse al conjunto europeo de naciones, sin darse cuenta de que eso era precisamente lo que Washington jamás iba a tolerar, que Rusia se convirtiera por sus recursos y sus capacidades estratégicas en lo que tendría que ser: la potencia natural de Europa. Al revés, había que empujar a Rusia hacia el espacio asiático y, sobre todo, enfrentarla con dos países clave a la hora de cercarla: Ucrania y Georgia. En The Grand Cheesboard. American Primacy and Its Geostrategic Imperatives, obra de Zbigniew Brzezinski (1997), el arquitecto de la política atlantista contra la URSS, primero, y contra Rusia, después, expresa de manera sencilla y nada velada las intenciones de Occidente, la expulsión de Moscú del espacio europeo: “La pérdida de Ucrania era esencial geopolíticamente, porque limita de forma drástica las opciones geoestratégicas de Rusia. Incluso sin los países bálticos y Polonia, una Rusia que retuviera su control sobre Ucrania podría todavía buscar la dirección de un firme imperio eurasiático, en el que Moscú podría dominar a los pueblos no eslavos del sur y del sureste de la antigua Unión Soviética. Pero sin Ucrania y sin sus 52 millones de hermanos eslavos, cualquier intento de Moscú por reconstruir el imperio eurasiático dejaría probablemente a Rusia enredada en los conflictos nacionales que se incuban en los pueblos emergentes no eslavos” (p. 92 de la edición de 2016). Sembrar la cizaña entre las dos potencias es una prioridad del atlantismo, gobierne quien gobierne en el Kremlin. Expertos como George Kennan advirtieron de que esta estrategia echaría a Rusia en manos de los enemigos de América, pero nadie hizo caso del hombre que diseñó la política de la contención durante la Guerra Fría. Por eso, incluso las peticiones rusas de una finlandización o neutralización de Ucrania han sido rechazadas. Y por la misma causa, la Unión llamada “Europea” se negó a admitir en 2014 que Kíev siguiese con su asociación económica con Moscú, que no era incompatible, en principio, con mantener una alianza mercantil con Bruselas. Los regalos de Europa tenían como contrapartida la hostilidad hacia Rusia. Como el gobierno ucraniano democráticamente elegido no aceptó esas condiciones (el Partido de las Regiones, prorruso, dominaba la Rada ucraniana), las oenegés de Soros, aplicando a la perfección las técnicas subversivas de Gene Sharpe y con la ayuda de las embajadas y las televisiones occidentales, ejecutaron el golpe de Estado del Maidán.

La capacidad del Kremlin para aguantar los desplantes de Washington alcanzó su límite el 29 de marzo de 1999; cuando el avión de Yevgeni Primakov volaba hacia Estados Unidos, se recibió la noticia del ataque de la OTAN contra Serbia, que se ejecutó sin consultar la opinión de Moscú. Indignado por el procedimiento de los hechos consumados, que agredieron a un aliado histórico de Rusia, Primakov ordenó al piloto que diera la vuelta y retornara a casa. Esto se conoce como el Viraje de Primakov, y marca el principio del distanciamiento y de la desconfianza de Rusia hacia un Occidente del que pretendía formar parte.  

2– LA RESTAURACIÓN (2000–2022)

Por su extensión, por sus recursos, por su capacidad militar, Rusia es un imperio, está condenada a serlo. No lo puede evitar. En el año 2000, ante la indiferencia de casi todos, llegó al poder un desconocido Vladímir Putin, cuya inteligencia, voluntad y pragmatismo le han convertido en el restaurador del Estado ruso, del orden, de la dignidad y de la prosperidad internos. Y también del respeto externo. Por eso, la democracia soberana que es la Rusia de hoy excita la histeria de los encorbatados pigmeos que condenan a Putin.

Entre 2000 y 2005, Putin continuó buscando un acuerdo con Europa, una mutua asociación que podría ser beneficiosa, tanto en lo político como en lo económico, para los rusos y para los europeos. Alemania, por ejemplo, iba a poder recibir energía barata y materiales estratégicos en unas condiciones mucho mejores que buscando en otras latitudes. El canciller Schroeder lo comprendió, actuó en consecuencia y eso le costó el poder. Desde la llegada de Merkel al gobierno alemán, la hostilidad hacia Rusia y la subordinación canina a Washington han sido los principios esenciales de la diplomacia germana, cuyo canciller es un caniche de la Casa Blanca. Hoy, vemos con asombro cómo los alemanes ponen en peligro toda su estructura económica y energética para encadenarse a Washington en una alianza que será ruinosa para Berlín y, por consiguiente, para Europa.

Esta política de asociación entre Rusia y Europa se vio sistemáticamente boicoteada por los americanos y su legión de cipayos europeos. En 2001, Putin fue tan ingenuo que dejó a los Estados Unidos establecer bases militares provisionales en Uzbekistán y Kirguistán para su campaña contra los talibanes, que tan patética resolución ha tenido hace un año. Todavía está esperando a que los yanquis desmantelen las bases. En 2004, las revoluciones de colores le demuestran que América sigue siendo muy hostil a Rusia y que va a imponer gobiernos vasallos en su área de influencia. En ese mismo 2004, la OTAN se extiende a los países bálticos. Recordemos que Putin, poco tiempo antes, llegó a considerar el ingreso de su país en la Alianza. Pero si hay algo que las potencias anglosajonas jamás permitirán es una Europa independiente de sus garras, asociada a Rusia, capaz de conformar un bloque geopolítico autárquico y soberano. Para el año 2005, todas las ilusiones del presidente ruso se habían volatilizado: “Hemos mostrado debilidad. Y los débiles son golpeados”, dijo a sus conciudadanos el 4 de septiembre de 2004. En su famoso discurso de Múnich de 10 de febrero de 2007, el presidente ruso anunció su oposición a un mundo unipolar, coto privado de América; por otro lado, afirmó la soberanía rusa y el dominio sobre sus recursos naturales. En 2008, ante las provocaciones de Georgia, cuyo ejército estaba entrenado por los americanos, Rusia intervino en Osetia del sur y a punto estuvo de entrar en Tiflis; por primera vez el Kremlin había abandonado su política tradicional de mantener el statu quo con los países de su esfera de influencia. Desde entonces, las tensiones se incrementaron. En 2008, en la Cumbre de Bucarest, ya advirtió el líder ruso de que la entrada de Ucrania en la OTAN se haría sin Crimea y sin sus regiones orientales. Nadie le quiso hacer caso. En 2014 se produjo la primera crisis de Ucrania, de la que ya hemos hablado en otros artículos. Ahora estamos en la segunda y puede que definitiva. Durante ocho años, Rusia ha soportado los atentados y bombardeos ucranianos en las repúblicas de Donetsk y Lugansk. Tiempo en el que ha advertido una y otra vez a Kíev de que no se toleraría una Ucrania adscrita a la OTAN. Año tras año, Putin mandaba señales más que evidentes, pero muchos analistas pensaban que no haría ahora lo que no se atrevió a ejecutar en 2014, porque sabían de su prudencia y de su pragmatismo. Y así, Zelenski fanfarroneaba sobre un rearme nuclear de Ucrania, amenazaba con una reconquista militar de Crimea y del Donbás y pedía la adhesión a la Alianza Atlántica. Y Jens Stoltenberg, el Secretario General de la OTAN, galleaba como un jaque zarzuelero diciendo eso de que cuanta menos OTAN exigía Rusia con más OTAN se iba a encontrar. Putin aguantó que Biden le llamara asesino y que prácticamente todas las cancillerías europeas atacaran un día sí y otro también a Moscú. Y, sobre todo, soportó las desafiantes maniobras de la OTAN en el Mar Negro. Cuando Zelenski, un hombre de Soros, dio sobradas muestras de sus intenciones atlantistas y redobló los bombardeos contra el Donbás, Putin nos sorprendió a todos atacando a Ucrania. Europa, fiel a sus principios, insulta, boicotea y amenaza a Rusia, a la vez que nos inunda con muy mala propaganda, pero se cuida muchísimo de asomar la patita por la frontera de una Ucrania a la que ha abandonado. Pero el objetivo de Brzezinski se ha conseguido: la enemistad entre dos pueblos que surgieron de la misma raíz étnica y cultural, entre dos naciones ortodoxas. Y no sólo eso, su mayor triunfo es la entrega de la independencia energética de Europa a Estados Unidos. Escapamos del oso ruso para entregarnos a la anaconda yanqui. Somos más colonia que nunca.

 Las guerras se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo acaban, aunque una cosa es segura: la alianza entre Rusia y China, la consolidación de un abrumador bloque militar entre estas dos potencias e Irán, es responsabilidad exclusiva de Occidente, que rechazó a Rusia cuando la pudo incorporar como un socio. Obama y Biden han acrecentado el poder de China como Pekín por sí solo jamás lo hubiera podido conseguir. Ya empezamos a pagar las consecuencias de la arrogancia de Washington y de su vil famulato europeo. Y lo que nos queda. Al igual que Aleksandr Nevski en 1240, Putin ha tenido que elegir entre el tributo a los tártaros o la esclavitud germánica y la destrucción de la maltrecha Rus. Y como sucedió en aquel tiempo, la actitud de los occidentales le ayudó a decidirse. Veinte años después, el viraje de Primakov en el Atlántico ha terminado con un aterrizaje en China. Lo lamentaremos. La propaganda atlantista agita el fantasma de sus sanciones, pero éstas son absolutamente previsibles, duras a corto plazo, pero no afectan demasiado a la economía de Moscú. Para empezar, porque Europa no puede sobrevivir sin el gas, el petróleo y el trigo de Rusia, que se sigue importando y pagando en dólares. Rusia hace caja mientras la boicotean. Por eso, de las tan cacareadas sanciones del SWIFT se ha eximido a los bancos rusos que gestionan los pagos del gas. Rusia y China, que desde 2015 están en un avanzado proceso de desdolarización de su economía, acelerarán su ruptura y es muy posible que perfeccionen los sistemas paralelos al SWIFT que ya estaban en marcha antes de la crisis ucraniana. Conviene también observar que las sanciones a Rusia las han puesto en práctica Estados Unidos, sus vasallos de la OTAN, Japón y Australia. Ni China, ni México, ni Brasil, ni la India, ni Irán, ni Sudáfrica ni la mayor parte de los estados del mundo han pasado de la condena del ataque ruso. Creer que un político como Putin, prudente y muy conservador en sus jugadas, se haya metido en esta aventura sin haber previsto todas las consecuencias posibles de sus movimientos es algo que sólo se les puede ocurrir a los periodistas de Occidente. Para algo se paga a los estados mayores.

[i] CLOVER, Charles, Black Wind, White Snow. The Rise of Russia’s New Nationalism (Yale, 2017), p. 268.

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