Esperanza Ruiz, gran columnista de La Gaceta y autora del exitoso libro Whiskas, Satisfyer y Lexatin, lanzó el otro día en X la brillante idea de que el artículo de Sertorio, "Viernes", publicado en el N.º 2 de nuestra revista en papel (y en digital), tendría que ser de lectura obligada en los colegios.
En espera de que el Ministerio de Educación dé la oportuna orden en tal sentido, y visto que aún quedan algunos pocos lectores por adquirir dicho número, nos complace poner seguidamente dicho artículo a su disposición.
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VIERNES
Sertorio
“Robinson tuvo que naufragar y acabar en una isla desierta para ser uno de los mitos fundadores del individualismo liberal. En la Europa del siglo XVIII nadie flotaba a la deriva en el mar de la historia. La sociedad tradicional era un conjunto de arraigos, de dependencias, de fidelidades de las que dependía la supervivencia de la comunidad: un todo orgánico, una inmensa familia, un ser casi biológico, en el que el espíritu de la tierra y los muertos confirmaba la costumbre sin necesidad de constituciones escritas.”
Todo parte de una gran novela. El individuo, esa ficción, ese delirio sobre el que llevamos ergotizando tres siglos, fue producto del ingenio literario y no de la naturaleza, donde no se da. Para el lector de los siglos XVIII y XIX, que leía las primeras páginas de un tratado de economía política o de derecho, el ejemplo de Robinson Crusoe, el hombre que se vale por sí mismo y consigue optimizar con su libre iniciativa los escasos recursos de una isla desierta, era la parábola favorita del liberalismo europeo y americano, del que el genial Daniel Defoe fue profeta. Otras fábulas afortunadas acompañaron el nacimiento del mito, como la mano invisible, el mercado o el derecho a una quimera: the pursuit of happiness. El hombre racional, independiente, libre, sin ataduras, abstracto, náufrago sin historia y sin arraigo, será el antepasado totémico del homo œconomicus contemporáneo: apátrida, mónada de producción y consumo perfectamente intercambiable por otra. El pequeño inconveniente es que la aventura robinsoniana exige el naufragio, la soledad, la ausencia de lo social. Pero hasta el adusto inglés acaba encontrando un Viernes. El náufrago ilustrado coloniza al buen salvaje, al inocente Calibán que cae en sus manos, le da un nombre —manifestación absoluta del poder, algo que sólo se puede hacer con un recién nacido o con una mascota—, lo reduce a sus categorías morales y lo somete a un paternalista proceso de aculturación que lo descanibaliza. Y en esto se demuestra que el propio Robinson no es un individuo que surge ex nihilo, sino una persona con raíces culturales: sin la herencia de un milenio de cristianismo, Robinson se habría comido a Viernes. Sin su crianza y aprendizaje en la cuna de la división del trabajo y la técnica, no habría explotado de forma tan rentable a su fámulo.
Robinson Crusoe fue un libro de un éxito enorme y merecido en la Europa de las Luces y apenas hay ensayista de aquel tiempo que no lo haya citado. Bernardin de Saint Pierre o el propio Chateaubriand, por no hablar de Rousseau, encontrarán inspiración en este clásico que tantas infancias amenizó. Pero Robinson tuvo que naufragar y acabar en una isla desierta para ser uno de los mitos fundadores del individualismo liberal. En la Europa del siglo XVIII nadie flotaba a la deriva en el mar de la historia. La sociedad tradicional era un conjunto de arraigos, de dependencias, de fidelidades de las que dependía la supervivencia de la comunidad: un todo orgánico, una inmensa familia, un ser casi biológico, en el que el espíritu de la tierra y los muertos confirmaba la costumbre sin necesidad de constituciones escritas. Robinson Crusoe era el Juan Bautista de un nuevo orden, que estaba dispuesto a fundar su paraíso sobre las ruinas del mundo tradicional. Paradójicamente, quienes se convirtieron en adalides del individualismo eran personajes sólidamente organizados en guildas y sociedades, accionistas de bancos y fundadores de las primeras compañías de seguros, respetables figurantes de un regentenstuk de Rembrandt o Hals. El dinero siempre ha necesitado leyes, gendarmes, cárceles, Estados, jueces. Robinson era la imagen que el burgués del XVIII y del XIX tenía de sí mismo, una idealización del individuo que permitía a unos pocos explotar sin piedad a una masa de millones de Viernes de piel blanca y religión cristiana. De este lamentable skin privilege los universitarios yanquis no tienen noticia ni exigen reparaciones históricas.
De todos es conocida la historia: leyes de pobres, enclosures, infiernos industriales de Manchester o Birmingham, propietarios encomiando las virtudes morales del trabajo de los niños en las minas y en las hilaturas... Inglaterra, dominada por la misma oligarquía que hoy la enseñorea, es la primera en pensar en limitar el crecimiento de la pobreza no con el reparto más equitativo rede rentas y plusvalías, sino limitando el número de pobres, con los límites a su reproducción biológica. Ganadería de reses proletarias esbozada por vez primera por el reverendo Malthus y proseguida en nuestros tiempos por todos los cresos globales, que consideran el aborto filantropía. Ya en aquel tiempo los millonarios daban lecciones de moral: la Guerra del Opio se desencadenó en defensa de la libertad de comercio. Y, por supuesto, la fealdad a gran escala, lo funcional como icono de lo rentable, expresión máxima de la racionalidad liberal: Schinkel, el gran arquitecto neoclásico prusiano, visitó las ciudades industriales de la Inglaterra de los Blue Books y salió llorando de ellas. Era un hombre del Antiguo Régimen. La Revolución Industrial inglesa es la verdadera revolución liberal, mucho más que la de 1688 o la americana de 1776. La francesa, en realidad, fue el caos derivado de un vacío de poder. El liberalismo es sólo el brazo político del capital, aunque en nuestros tiempos éste haya encontrado en la socialdemocracia una estupenda válvula de seguridad.
El capitalismo exige orden disciplina, horarios, división del trabajo: Chaplin en Tiempos Modernos lo retrató con la precisión plástica del genio. La explotación de los yacimientos de plusvalía emplea capataces peores que los de las minas de Indias. El niño y la mujer se convierten en cotizados instrumentos del proceso productivo. Y la expansión de los mercados precisa la destrucción de las sociedades tradicionales: toda transformación del sistema productivo necesita sacrificios multitudinarios; muy pocas naciones (Prusia, Japón) consiguen mezclar tradición y modernidad. La mayor parte de las víctimas, China, India, la América hispana, el Congo… son arrasadas y destruidas de manera implacable. En España, las Desamortizaciones del XIX traerán la conversión de los campesinos en braceros hambrientos de tierra y de pan, la destrucción del patrimonio artístico, una deforestación aniquiladora y un estado de guerra civil permanente que acaba con la unión del Trono y el Altar, monolítica hasta 1808. Y todo para crear un raquítico y opresor capitalismo de comisionistas. Los liberales traen la libertad para los que se la pueden pagar, para la minoría de ciudadanos activos que pagan una alta contribución. El sufragio censitario fue un tosco antepasado directo de la partitocracia de hoy, donde la plebe vota o aclama a los candidatos que pagan los oligarcas, pero la filosofía es la misma. La democracia, en un estado liberal, siempre será formal, porque el verdadero poder reside en los consejos de las grandes empresas. Los mercados, esos seres míticos, deciden mejor que nosotros. Somos más influyentes como consumidores que como ciudadanos.
¿ Y qué es entonces, en esta sociedad de la vigilancia tan rígidamente organizada, el individualismo liberal? Un reclamo ideológico, una publicidad. Y, como muy bien observó Foucault en los Estados Unidos, un disolvente: un ácido nihilista que corroe toda forma de colaboración social, que destruye todo vínculo y raíz. Toda identidad. Viernes pierde su nombre, su dios y su memoria. Sólo así podrá servir a Robinson.