El gobierno de Berlín, movido por unos remordimientos centenarios, ha decidido declararse culpable del genocidio de los hereros y los namaquas en el lejano 1904. Alemania, pese a su breve historia como poder mundial, apenas setenta años, asume más culpas que otras potencias de trayectoria más extensa, que no parecen tan dispuestas como los germanos a asumir pasados atropellos. Pero Alemania es una nación esencialmente derrotada y vuelta contra sí misma; su caso no es comparable con otros países de Europa en los que el aborrecimiento de la propia identidad no está tan cultivado como en el caso alemán. Por ello debemos observar una serie de matices que sirvan para situar la cuestión. En primer lugar, las etnias de Namibia fueron objeto de un verdadero genocidio en el sentido estricto del término, es decir, fueron destruidas como pueblo. En segundo término, era inmenso el desequilibrio de fuerzas y de desarrollo técnico entre los alemanes y los nativos namaquas y hereros, lo que vuelve más repugnante la actuación germana. Y, posiblemente lo más fundamental en este caso, los nietos de las víctimas todavía viven, no estamos hablando de un suceso que haya tenido lugar hace más de doscientos años, sino que este hecho es "presente" entre la descendencia inmediata de las víctimas. Eso sí, si los alemanes creen que con esto se reconciliarán con los namibios, se engañan lamentablemente. A este reconocimiento seguirá una infinita cadena de exigencias que sólo servirán para alimentar el odio y el resentimiento de los africanos contra los europeos (se lo han puesto muy fácil a los demagogos tercermundistas) y para aumentar las partidas de gasto del Bundesbank.
Una consecuencia inmediata que tendrá el que los alemanes paguen por los crímenes de sus tatarabuelos es que un buen número de corruptísimos gobiernos africanos estarán dispuestos a exhibir sus genocidios particulares frente a las antiguas metrópolis, a ver si así
Las cuentas en Suiza de los Obiang, Biya, Bongo y demás sátrapas incrementan su cuantía.
las cuentas en Suiza de los Obiang, Biya, Bongo y demás sátrapas incrementan su cuantía. Dada la forma de gobierno habitual en África, una cosa es segura: el dinero con el que se pagarán los pecados del hombre blanco volverá a Europa en gran parte. Muy poco de ese desembolso se quedará en su destino. Pero este es un problema menor y que a los europeos no debería afectarnos. Conviene aclarar a los despistados que nosotros no hemos cometido esos crímenes y no somos responsables de nada. Como tampoco es culpa nuestra el estado económico y político de esos países, que llevan sesenta años de independencia y de supuesta mayoría de edad internacional. No hay peor muestra de racismo que la consistente en considerar que los africanos son aquello que nosotros, malvados neocolonalistas, queremos que sean, como si fueran incapaces de decidir por sí mismos. Al revés, nunca han faltado desde Europa campañas de apoyo a África ni fondos para ayudar al desarrollo. Otra cosa es lo que sus élites tribales hayan hecho con ellos. Lo que pasa en África es responsabilidad directa de sus dirigentes, de sus pueblos, de organizaciones nefastas como la ONU y de la casta financiera internacional: los europeos de a pie nada pintamos en este asunto. Su hambre no es culpa nuestra: la causan sus dirigentes. Por cierto, los chinos explotan ahora África con métodos que nada tienen que envidiar al clásico esclavismo, pero ellos, sin ningún deseo de autodestruirse, no se andan con los remilgos de conciencia. Buscan poder y lo obtienen.
Ya sabemos desde hace mucho tiempo que la condición de víctima es la más rentable en la política actual, degradada por los socialdemócratas a un charity business: permite estigmatizar al rival, obtener recursos económicos ingentes, formar colectivos artificiales de resentidos militantes y explotar con elemental demagogia la emotividad de las masas. A eso se une, además, el apoyo de las fuerzas que quieren destrozar la identidad europea,
Esa mezcla de gauche caviar y de capitalismo mundial que se beneficia de la industria de la culpa.
esa mezcla de gauche caviar y de capitalismo mundial que se beneficia de la industria de la culpa. Sin embargo, la victimización genera melancolía, resentimiento y dependencia. Una víctima es alguien que debe ser atendido, subvencionado y tutelado. Convertir a África en eterna víctima es condenarla a una posición de inferioridad y dependencia, aunque sirva para nutrir una presunta "superioridad moral" que, como en el caso de Zimbabue o Sudáfrica, sirve para justificar la violencia contra los blancos. Resentimiento y revancha que tanto tienen en común con la política progre en Europa, que ha hecho del odio a la civilización de Occidente y a la identidad de sus pueblos su motor ideológico.
Lo que se busca por parte de las izquierdas con este tipo de reconocimientos legales es extender un sentimiento de culpa en todo Occidente, criminalizar al europeo de a pie y deslegitimar con el estigma de maldad hereditaria cualquier movimiento en defensa de la identidad y de los derechos del trabajador nativo. Es decir, la industria de la culpa funciona a pleno rendimiento para favorecer el desarme moral frente a la Gran Sustitución. Gracias a este mecanismo, se desencadena un conjunto de emociones manipuladas que tienen como consecuencia final el rechazo de nuestra propia cultura y tradición, a las que se considera origen de todos los males. Es un borrado de identidad perfecta. Una aculturación salvaje disfrazada de imperativo ético.
La industria de la culpa funciona a pleno rendimiento para favorecer el desarme moral frente a la Gran Sustitución.
Considerándonos a los europeos nativos malos por naturaleza, es decir, genocidas, racistas y asesinos natos (que es lo que en definitiva pretende este tipo de actuaciones), se crea un complejo de inferioridad moral que favorece a los partidarios de la importación de masas humanas tercermundistas, con la deseada pauperización de nuestro continente. Se habla mucho de los estereotipos y de su nefasta función. Pues bueno, al progresismo nunca le ha temblado el pulso al estereotipar y racializar al europeo como genocida hereditario, asesino congénito y saqueador irreprimible, olvidando, por el contrario, que esos mismos europeos fueron brutalmente explotados durante la era industrial y que se sacrificaron en las mayores matanzas colectivas de la historia. Ser blanco no era ningún privilegio: que se lo pregunten, si no, a los millones de trabajadores empleados en las minas y fábricas de los dos últimos siglos o a los caídos en las guerras mundiales. Los viejos marxistas lo tenían más claro: era el imperialismo, la fase "final" (¡ay!) del capitalismo, la que desencadenaba estos sucesos, no el perverso hombre europeo de a pie. Pero jamás la izquierda postmarxista, hija primogénita del capitalismo global, echará la culpa de estos sucesos a su padre proveedor. Para eso ya estamos los miembros de la white trash, el clásico chivo expiatorio de la oligarquía progre.
Lo curioso del caso alemán es que sienten —y con justicia— una tremenda aflicción por los hereros, pero no les produce una sola lágrima un genocidio mucho más cercano, del que sobreviven las víctimas directas y que les afecta a ellos. Si hacemos caso del gobierno alemán, la "liberación" del nazismo de 1945 ocasionó la mayor limpieza étnica de la historia de Europa: catorce millones de alemanes tuvieron que abandonar regiones en las que llevaban instalados cientos de años. En el camino se quedaron, como poco, quinientos mil muertos, niños, mujeres y ancianos. La cifra, como todas las de los historiadores oficiales del régimen socialdemócrata, siempre busca rebajar el número de víctimas. Hablar de un millón de muertos no sería ningún cálculo fantástico. Todavía en Polonia se descubren fosas con los restos de civiles alemanes asesinados por el Ejército Rojo en la antigua Prusia Occidental o en Pomerania. Por supuesto, no contamos los más de medio millón de ciudadanos matados en los bombardeos de los "liberadores" aliados, o las víctimas del hambre y del frío sabiamente administrados por los democráticos ocupantes entre 1945 y 1948. Todo este proceso, hay que señalarlo, auspiciado y legitimado por la ONU, esa enemiga natural del hombre blanco.
Pero no olvidemos algo muy importante cuando se trata de genocidios: si los realiza la izquierda son "buenos" y los verdugos tienen una "superioridad moral" evidente sobre sus víctimas. El caso más claro y antiguo es el de la Vendée, donde miles de campesinos con sus familias fueron masacrados por los ejércitos de la República. Todavía hoy no se reconoce oficialmente por el régimen republicano la barbarie genocida de sus padres fundadores. Tampoco Francia y España parecen acordarse de las atrocidades que las tropas de Napoleón cometieron en nuestros campos entre 1808 y 1813, que dejaron cientos de miles de muertos. Al revés, la izquierda "española" sigue brindando a la salud de Pepe Botella y de los gendarmes, mamelucos y coraceros franceses. ¿Y qué decir de los boers, encerrados en campos de concentración por los británicos y ahora asesinados por las hordas que azuza el ANC? ¿Cuándo será noticia en España la violencia contra los blancos en Sudáfrica?
¿Cuándo será noticia en España la violencia contra los blancos en Sudáfrica?
Pero qué le voy a contar al sufrido lector: basta con ver cómo los sectarios de la Memoria "Histórica" hacen distingos entre las víctimas del 36 y nos dan a entender sin tapujos que los asesinados en las chekas y carceles del Frente Popular estuvieron bien matados. Sesenta mil víctimas de la República se vuelven a asesinar moral y simbólicamente en la España de Felipe VI. A la izquierda ni se le ocurre pedir perdón. Y la derecha se abstiene y se esconde, no vaya a ser que la obliguen a tener dignidad.
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