Para desdibujar su imagen de títere del mundialismo financiero, el presidente Macron ha decidido travestirse de patriota y viajar por el norte y el este de Francia para conmemorar el triunfo en la Gran Guerra. Hace bien la nación vecina en celebrar su última gran victoria antes de un siglo en el que sólo conoció derrotas, como en junio de 1940 en su propio suelo, en 1954 en Indochina y en 1962 en Argelia.
Por supuesto, entre los héroes de la Gran Guerra figura el mariscal Pétain, el defensor de Verdún. Macron le ha rendido tributo afirmando que el Pétain de 1918 no era el de 1940. Pese a ello, se ha montado la habitual escandalera que se produce siempre que un atisbo de verdad resplandece en medio de las lúgubres mentiras de la historia oficial. Philippe Pétain fue el corazón y el cerebro de Francia en la más azarosa prueba de aquel conflicto, la batalla de Verdún, en la que la picadora de carne ideada por Falkenhayn amenazaba con agotar la capacidad de resistencia de los ejércitos franceses. Pétain logró aguantar bajo condiciones extremas y acabó forzando al mejor ejército del mundo a ceder en su propósito después de haber sufrido un atroz número de bajas. Francia había soportado el trance y Alemania fue duramente desgastada. Después de su victoria, Pétain, vástago de un linaje de campesinos picardos, se convirtió en el símbolo de la victoria y, sobre todo, de la pugnacidad y del espíritu de sacrificio de la nación, de su voluntad de aguantar y vencer. No muy distinto fue el caso de Hindenburg en Alemania. Los dos militares ejercieron como figuras paternas, como héroes protectores en los momentos difíciles. Hoy, estos dos generales son unos réprobos en sus decadentes y desnaturalizadas patrias, tan diferentes de las grandes naciones que fueron hace un siglo.
En 1940, llamado por la Asamblea e investido mayoritariamente de poderes legales y legítimos, Pétain tuvo la amarga responsabilidad de gestionar las consecuencias de un desastre militar que otros causaron. El mayor y menos reconocido triunfo de su trágica carrera política fue el armisticio logrado con los alemanes. Hitler, impresionado por la dignidad del anciano Mariscal, acordó que el gobierno de Pétain ejerciese su soberanía sobre una parte del territorio metropolitano y sobre todas las colonias y que mantuviera bajo su control la totalidad de su potente Flota. Además, al gobierno de Vichy se le permitió llevar una política exterior independiente, que no siguió precisamente las indicaciones de Berlín, pese a las agresiones inglesas en Mazalquivir, Dakar y Siria. Muchos alemanes consideraron un grave error de Hitler el haber firmado aquel acuerdo. Tenían razón: durante los dos años que gobernó un Estado independiente, Pétain obró igual que los militares alemanes durante la vigencia del Diktat de Versalles, a la espera de un cambio de fortuna que permitiese la revancha. Si los resultados no fueron los mismos, ello se debió a que tampoco lo eran las circunstancias de cada país. Los setenta años de III República habían dañado de manera irreversible el tejido moral francés.
Para definir la política del Mariscal, sería más justo hablar de obstruccionismo, no de colaboracionismo, que era lo que propugnaba Laval, el primer ministro favorito de los alemanes y al que Pétain detestaba. Hitler no sacó apenas nada del Mariscal entre 1940 y 1942 y siempre a cambio de algo, sobre todo de la repatriación de prisioneros, una de las grandes preocupaciones del Jefe del Estado francés; si repasamos los documentos alemanes o los textos de los partidarios de la Colaboración, de Drieu a Rebatet, de Doriot a Déat, llueven en sus páginas las acusaciones contra su política. Ni arrastró a Francia al Eje ni permitió ninguna cesión importante en la flota o en los territorios coloniales. Al contrario, en el norte de África, bajo la supervisión de Weygand, se estaba forjando el ejército que luego combatiría a los alemanes en Italia y Francia bajo las órdenes de Juin y de De Lattre y que era mucho más numeroso que la legión gaullista al servicio de Inglaterra.
La tragedia del Mariscal se decide en 1942, con el desembarco aliado en África y el fin efectivo de la Francia de Vichy. Si Pétain se hubiera trasladado en esos días a Argel, su figura tendría hoy una lectura totalmente opuesta a la que es de rigor en la historia oficial. El Mariscal se sacrificó conscientemente por Francia y por su pueblo, al que quiso evitar unas tribulaciones como las que en esos años sufría la valiente Polonia, martirizada bajo la tiranía genocida del Gobierno General nazi. Al quedarse en el país, Pétain sirvió de escudo a la población frente a las represalias alemanas y trató de impedir males mayores de los que sucedieron, incluso a costa de sus propios partidarios, a la mayoría de franceses que hasta el verano de 1944 le consideraron la única autoridad legítima de Francia. Vano empeño, de 1942 a 1944 su gobierno fue mediatizado por Berlín y convertido cada vez más en una sombra de autoridad, donde prefectos como Maurice Papon sirvieron de colaboradores en la persecución de los judíos.
Tras el desembarco en Normandía, Pétain fue llevado contra su voluntad a Sigmaringen, en donde se constituyó prisionero de los alemanes y se negó a colaborar con el gobierno en el exilio allí establecido. En 1945 se entregó voluntariamente a las tropas francesas. Pétain, como Maurras, jamás fue nazi ni partidario de una victoria alemana, pero eso importó poco a los tribunales comunistas de la Depuración, que lincharon juridicamente a los dos ancianos, tanto al fundador de la Acción Francesa como al Mariscal de Verdún.
Condenado a muerte, la ejecución hubiera sido un castigo más benévolo que su infame cautiverio en la isla de Yeu, en donde se le impidió hasta ver el mar en sus paseos por el fuerte en el que estuvo recluido. Los presos de Spandau fueron unos privilegiados si se compara su régimen con el del nonagenario Mariscal. En 1951, Philippe Pétain se extinguió despojado de su gloria y de su honor. En 1958, Charles de Gaulle, general de despacho que jamás ganó una batalla, da un golpe de Estado y llega al poder con el auxilio de las bayonetas, cosa que nunca hizo el denostado Mariscal. Cuatro años más tarde, en Évian, después de traicionar, torturar y masacrar a los franceses de Argelia, De Gaulle abandona tres departamentos de Francia que llevaban más tiempo formando parte de su territorio que Niza y Saboya. La República perdió más en Évian que bajo el armisticio de 1940 y se hizo cómplice del genocidio de los harkis. Pero a tal régimen, tales héroes.
Y no, señor Macron, Philippe Pétain fue el mismo en 1918 y 1940, y hasta en 1944 y en 1951: un militar francés dispuesto a sacrificarlo todo, hasta su buen nombre, para defender a su patria, aunque luego ésta renegase de él. Ahí reside la trágica grandeza del Mariscal. Por eso François Mitterrand, el último gran presidente de Francia, le enviaba siempre flores a su tumba.
A modo de postdata: los españoles le debemos a Philippe Pétain la ayuda francesa en el desembarco de Alhucemas. Su leal colaboración con Primo de Rivera le permitió a nuestro país acabar con la pesadilla de la Guerra de África. Por sus buenos servicios, la III República le nombró embajador en España en 1939, con la misión de arreglar lo que la ayuda francesa al bando rojo había estropeado. Y lo consiguió. En 1940 abandonó la embajada en Madrid para enfrentarse con su trágico destino, pese a los consejos en contra de sus amigos españoles. Dejó un excelente recuerdo entre los que aquí lo conocieron. También, gracias a él, retornaron a España la Inmaculada de Soult y la Dama de Elche.
Comentarios