Mi mujer tiene una amiga, a la que llamaremos Susana, cuyo hijo, a quien llamaremos Miguel, está de cumpleaños. Como es natural, le vamos a hacer un regalo. Pensamos en un libro o comic. Y, preguntada al respecto, la madre del niño nos indica que quedan prohibidos como posible regalo los libros de Mortadelo y Filemón, esos típicos volúmenes recopilatorios que vemos en El Corte Inglés. No le da ninguna razón a mi mujer acerca del motivo; pero me resulta fácil de imaginar.
El motivo no tiene que ver, creo, con que a su hijo no le gusten tales tebeos (después me entero de que, de hecho, le encantan), sino con la ideología pedagógica de la madre. Dicho sin rodeos: Mortadelo es no sólo violento, sino, sobre todo, machista. Si uno se fija un poco, reproduce todos los estereotipos sexuales que hoy combate el feminismo más beligerante. Para empezar, la gorda Ofelia, siempre atenta a interpretar cualquier palabra de los dos superagentes como un requiebro o un piropo; por otro, la escultural Irma, la secretaria bonbón macizorra, llevada hasta el extremo de la exuberancia curvilínea en la película de Javier Fesser. Y la lista no acaba ahí: un análisis deconstructivo de Mortadelo y Filemón con el arsenal analítico de la teoría de género, el post–estructuralismo, la semiología, el feminismo y todos esos instrumentos tan de moda en los departamentos universitarios de Ciencias Sociales, revelaría por múltiples flancos que Ibáñez, el mayor genio de la historieta dentro del comic español, es un señor de mentalidad carpetovetónica, anacrónica y patriarcal.
Así que esta madre, a la que llamamos Susana, veta Mortadelo para su hijo. Porque quiere librarlo de estereotipos machistas, porque quiere que su mente permanezca libre de miasmas retrógradas. Sin embargo, parece que el experimento no le está saliendo del todo bien: como digo, y contra todos los esfuerzos de su madre, le encanta Mortadelo y Filemón; y, además –y de nuevo contra los mismos esfuerzos–, le apasiona el fútbol y es un fan acérrimo del Deportivo de La Coruña.
Vivimos hoy en tiempos de furia puritana, en los que una generación de padres pseudoprogres han perdido por completo el sentido común. Hace poco, me enteré de que, en la biblioteca una de las denominadas “escuelas libres” que existen en nuestro país, alguien había vetado los clásicos libros de Los Cinco, de Enid Blyton. No fuera a ser que contaminasen la mente de algún niño –o, mucho peor, de alguna niña– con algún odioso resabio ideológico que ya habíamos creído superar. Con algún prejuicio trasnochado sobre roles sexuales, sobre el matrimonio, sobre el sentido espiritual de la vida. Es como con los libros de Tintín, que te descuidas, los dejas en manos de tu hijo y se te cuela sin que lo notes, escondida en cualquier viñeta, la nefasta palabra “Dios”.
Francisco Ibáñez es toda una institución en España, respetadísima por casi todos –preguntemos, por ejemplo, a un Santiago Segura, a un Fernando Savater, a un Javier Gurruchaga– y, a estas alturas de la película, incluso en nuestra época de ayatollahs laicos no habría manera de montarle una campaña de desprestigio en las redes sociales (aunque si ya se están atreviendo con la RAE...). Pero, ¿qué pasaría si Ibáñez fuese hoy un joven dibujante que acaba de lanzar unos personajes llamados “Mortadelo y Filemón” y que pretendiera vender sus historietas en kioscos o en la sección de librería de El Corte Inglés? Creo que entonces sí que no tendría ninguna oportunidad, porque las campañas denigratorias contra él y contra la editorial serían furibundas.
Sin embargo, no perdamos la esperanza: a Miguel, hijo de Susana, los Mortadelos –para reconcomo mortificante de su madre– le gustan a rabiar. Porque es un niño. Porque no es tan fácil hacerle enloquecer.