¿El Valle no se toca?

La Ley de Memoria Histórica de Zapatero lo cambió todo. Franco y el franquismo volvieron al primer plano de la actualidad.

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Hace un par de años, durante una breve estancia en Madrid, me acerqué por primera vez en mi vida al Valle de los Caídos. Me impresionó su monumentalidad, sus dimensiones colosales; también llamó mi atención su absoluta falta de intención “artística”. El Valle me pareció lo que es: una mezcla entre basílica y necrópolis que sitúa al visitante ante el gran abismo de la muerte y le conduce a una meditatio mortis, a pensar en eso que la teología católica llama los novísimos, el destino escatológico del alma después de la muerte.

Durante largos años, tras la muerte de Franco, el Valle de los Caídos fue un lugar al que la sociedad española no prestó casi ninguna atención. Sí, se sabía que allí era donde estaba enterrado Franco, se sabía que algunos nostálgicos del franquismo subían allí los 20 de noviembre y hacían sus gestos más o menos folclóricos, pero nada más. Los españoles andaban en otras cosas; se vivieron primero los años del felipismo, después los del aznarato. Franco era ya un recuerdo lejano, y para los jóvenes de principios del siglo XXI directamente un personaje casi paleontológico, que existió en una era geológica remota, anterior nada menos que a Internet y la edad dorada de los videojuegos.

Sin embargo, la Ley de Memoria Histórica de Zapatero lo cambió todo. Franco y el franquismo volvieron al primer plano de la actualidad. Además, en la primera década del siglo XXI, un señor hasta entonces desconocido, de nombre Pío Moa, tuvo la desfachatez de publicar unos libros que perturbaron de un modo extraordinario el plácido reinado del relato que sobre la Guerra Civil habían impuesto los historiadores de izquierdas desde la Transición; desde las emisoras de la COPE, Jiménez Losantos y César Vidal tampoco se quedaron cortos avivando el fuego. Se empezó a excavar fosas comunes y a buscar los restos de García Lorca. Se cambiaron los últimos nombres de calles con nombres alusivos al Régimen, se retiraron del espacio público las últimas cruces franquistas. El trabajo se completó bajo el gobierno de Rajoy, que no derogó ni modificó –pese a que, con mayoría absoluta, lo podía haber hecho– la ley de Zapatero. Sin embargo, aún quedaba la cuestión del Valle de los Caídos.

En realidad, también quedaban otros flecos. Por ejemplo, la existencia de la Fundación Francisco Franco. Por ejemplo, el Pazo de Meirás. Por ejemplo, que un tal Luis Suárez se atreviese a dar una imagen matizada –incluso benévola– de Franco en un oscuro diccionario biográfico del que hasta entonces nadie había oído hablar. Por ejemplo, que todavía pudiese oírse –exotismo supremo– en alguna concentración de grupúsculos ultraderechistas, o en el entierro del ministro franquista Utrera Molina, el Cara al sol (“¿Es eso legal?”, se preguntaban extrañados los presentadores de la Sexta). Sin embargo, el trabajo, en lo sustancial, estaba terminado. Aunque quedaba la guinda del pastel: resignificar –palabro inexistente en el diccionario, por cierto– el Valle de los Caídos.

Ya en época de Zapatero, una comisión de expertos había apuntado la conveniencia de llevar a cabo tal resignificación; pero, conscientes de lo espinoso del tema y de las dificultades de todo género que comportaría, el tema quedaba más bien aparcado para un no muy próximo futuro. Zapatero cayó y, lógicamente, en la etapa de Rajoy el tema no se movió –en realidad, con Rajoy no se movía casi nada–. Sin embargo, con la moción de censura de Pedro Sánchez todo ha cambiado. Siguiendo las enseñanzas de Zapatero, Sánchez se dedica mucho más a las políticas de gestos y propaganda que a la gestión efectiva de los problemas de España. Además, estaba claro que, después del lío montado en Cataluña y del sorpresivo éxito de una moción de censura inesperada, España ha entrado en una etapa de aceleración histórica sin precedentes. Hay que pisar a fondo. Hay que cargarse de legitimidad progresista de cara a las próximas elecciones. Y para ello los restos de Franco y el Valle de los Caídos constituyen un instrumento de la mayor utilidad.

“Sí, Pedro, lo entiendo; Iván, tu Rasputín, te ha dicho que en este tema hay que entrar a saco, que los riesgos están calculados. Pero es que son muertos, y a mí los muertos me dan yuyu. ¿Y si dejásemos en paz la cuestión del Valle?” Pero Pedro responde que eso ya no es posible, que el tema está sobre la mesa y que detenerse o echarse atrás achicaría su figura, ahora creciente, y daría aire a ese lobo al acecho que es Podemos. Ni respeto a los muertos ni leches: igual que a Rajoy era no es no, en lo de exhumar a Franco y sacarlo del Valle es sí o sí. Por las buenas o por las malas. Por lo civil o por lo militar. Sacar del Valle de los Caídos el cadáver de Franco constituirá para Sánchez una victoria simbólica incomparable; y, hecho esto, resignificar el Valle ya sólo será cuestión de tiempo. En cuanto a lo de derribar la Cruz –porque habrá que derribarla, claro–, es verdad que es un tema peliagudo; pero la fortuna ayuda a los audaces y todo se andará.

Hasta aquí los cálculos, los pensamientos de ese botarate obstinado y de mentón cuadrado que es Pedro Sánchez: un hombre mediocre que, sin embargo, es necesario para España y tiene una misión que cumplir: como decía Hegel, hay una List der Vernunft, una astucia de la razón mediante la cual el Espíritu Absoluto hace avanzar la marcha de la Historia; también a través de los errores de los gobernantes imprudentes. Pedro Sánchez remueve el tema del Valle de los Caídos porque calcula que la reacción de una parte de la sociedad española no será realmente peligrosa para él –más bien, al contrario–; también, porque es consciente de que, en la vaciedad de ideas de la España política actual –y de la izquierda en particular–, agitar el fantasma de Franco nos devuelve a los buenos tiempos del antifranquismo, cuando contra Franco vivíamos mejor. Nosotros mismos no somos nada, no pensamos nada, no tenemos ningún rumbo; pero, situándonos enfrente de Franco, que sí era algo –y mucho–, entonces nos cargamos de sustancia del único modo en que sabemos hacerlo: como opositores a su figura. Así que necesitamos a Franco. No podemos dejarlo morir. Es un símbolo demasiado útil.

Y ahora, ¿qué va a pasar? Nadie lo sabe exactamente, pero ya se apuntan algunos indicios significativos. Que un nutrido grupo de militares en la reserva hayan firmado un manifiesto que reivindica la figura de Franco, o que otro numeroso grupo de figuras públicas haya rubricado otro contra la exhumación de Franco y su salida del Valle, indican que algo se está moviendo en el seno de la sociedad española. La misma concentración profranquista en el Valle del 15 de julio revela que algo se mueve. Observamos el despertar de las fuerzas de ultraderecha, y no se puede excluir la posibilidad de que, impulsado por el clima que se va creando, Vox dé el salto que no ha podido o no ha sabido dar hasta ahora. El hecho es que, a raíz de los acontecimientos del 1.º de octubre de 2017 en Cataluña, ha surgido una España de los balcones donde grupos de legionarios entonaban los cantos de la Legión en el Metro de Barcelona, y donde estar en contra de la exhumación de Franco y de su salida del Valle se ha convertido en la posición de quienes defienden... el simple sentido común.

Ahora bien: para los partidarios de la exhumación, que aplican la lógica de que “quien no está conmigo, está contra mí”, pronunciarse contra la exhumación se identifica con haberse convertido, de golpe y porrazo, en “franquista”. Lo que transforma en franquistas, por ejemplo, a señores tan poco sospechosos como Joaquín Leguina y Javier Nart. De este modo, la irresponsable línea de actuación escogida por Pedro Sánchez está produciendo el efecto, por un lado, de despertar y cohesionar a la ultraderecha española y, por otro, de ampliar el concepto operativo de franquista, hasta extenderlo a quienes simplemente piensan que el Valle de los Caídos forma parte de la historia de España y que a los muertos hay que dejarlos en paz.

En la portada de aquel best-seller de Vizcaíno Casas que fue Al tercer año resucitó, un Franco supuestamente resucitado, en viñeta creo que de Chumy Chúmez, decía: “No se os puede dejar solos”. Y, en efecto, no se nos puede dejar muy solos: es que nos dejan y, en un pispás, montamos un ambiente guerracivilista de padre y muy señor mío. Entre otras cosas, porque una gran parte de nuestros conciudadanos, víctimas de una enorme desmemoria histórica –o culpables de una memoria selectiva: recuerdan sólo lo que les interesa– se empeñan en desconocer la verdadera naturaleza del Valle. Se repite ahora mucho esa tontería del “mausoleo de Franco”, cosa que evidentemente no es. En su intención fundacional –váyase a los documentos, consultables por cualquiera–, el Valle de los Caídos es algo así como una versión española del Valle de Josafat: un lugar donde se reúnen y hermanan, unidos en el abismo del Más Allá, las almas de los que cayeron en nuestra infausta Guerra Civil, en espera de eso que los teólogos llaman las Postrimerías –el juicio de Dios, su destino eterno tras la muerte–. El Valle de los Caídos no es de ningún modo un lugar concebido en su origen para expresar una significación política: muy al contrario, es un monumento de clarísimo sentido religioso, y más específicamente escatológico. Un lugar donde ya no caben las pasiones, los odios ni las revanchas políticas –ese virus inoculado por las ideologías contemporáneas–, sino sólo el hermanamiento de quienes ya eran hermanos como españoles y bajo la Cruz de Cristo. Un lugar donde sólo cabe la reconciliación –al menos tras la muerte, que a todos iguala– de quienes nunca se debieron enfrentar.

Como no tengo una bola de cristal, no sé qué curso concreto seguirán los acontecimientos futuros en nuestro país. Pero me temo que todo lo que va a suceder en torno a la controversia del Valle, junto al cada vez más irresoluble problema catalán, nos va a conducir a una catarsis colectiva de la que espero que salgamos purificados. Cada país tiene sus demonios, sus fantasmas familiares, sus asignaturas pendientes. Franco constituye una de tales asignaturas, y hasta ahora no la hemos sabido aprobar.

 

 

  

 

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