Matria contra Patria

Europa ya no es una casa de piedra donde habitan las generaciones pasadas, presentes y futuras, sino un camping barato donde la gente nómada pasa unos días y se va dejando plásticos, basura y detritos de todo el planeta.

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Los españoles empezamos a dejar de tener patria en 1986, cuando Felipe González firmó el tratado de adhesión a la Comunidad Económica Europea; en ese momento el Estado se despojó del manto de su soberanía. Ya le habían recortado un buen dobladillo al incorporarlo a la OTAN, pero la entrada en “Europa” (¿salimos alguna vez de ella?) culminaba el deseo de las élites desde el siglo XVIII: dejar de ser nosotros, renunciar a una incómoda personalidad propia y adaptarnos a los usos y costumbres del otro lado de los Pirineos. Si no pudimos afrancesarnos del todo, pese al experimento bonapartista de 1808-1813[1], al menos sí parecía que nos podríamos europeizar a fondo, ser los más modernos y los más avanzados servidores de un monstruo que hoy conocemos como Unión “Europea” y que, pese a su nombre, es el mayor enemigo de la identidad cultural de las naciones que lo componen. A diferencia de los alemanes, los españoles no necesitamos de dos guerras mundiales y de un lavado de cerebro cercano a la lobotomía para aprender a odiarnos a nosotros mismos; nuestras élites estaban en ello desde que el primer tarado borbónico, el duque de Anjou, cruzó el Bidasoa. La obsesión de los separatistas por no ser españoles, por borrar cualquier huella de maqueto o charnego de su espacio, está emparentada con ese complejo de inferioridad hispano. Cuando Alfonso Guerra dijo aquello tan famoso, y que tan bien ilustra su elegancia personal, de que a España no la iba a reconocer ni la madre que la parió (supongo que Roma), se quedó corto. De España ya queda muy poco. De hecho ya ni siquiera es patria, sino matria, concepto  más adecuado a su situación actual.

La falta de sentido del Estado entre los españoles es uno de los elementos que posibilitan el triunfo político de la matria. La patria se funda sobre la soberanía que, sin duda, es un concepto viril, racional, que va unido a la independencia y la voluntad de poder, a la afirmación de una comunidad frente a otras soberanías.

La patria —una mujer armada y severa, como Atenea—

La patria —una mujer armada y severa, como Atenea— es la encarnación simbólica de esa fuerza y de su disposición a demostrar y ejercer su poder, a exigir vidas y haciendas en defensa de la comunidad política que ella personifica. Monárquica o jacobina, confederada o unionista, rusa o soviética, la patria es peligrosa y activa, una matrona con la virtus romana. Pero en la Europa actual, por no hablar de España, manda una élite apátrida que no quiere inconvenientes soberanos frente a su política global. En el caso español, esto se ve agravado por las tensiones territoriales internas que nos convierten en un Estado fallido, con una deficiente estructura política en la que las partes dominan al todo. Unamos a esto que, para el ciudadano medio de nuestro país, el Estado es una máquina asistencial, una mamá castradora, una gallina clueca que no permite que los pollitos salgan del ala: dominante e intervencionista, ahoga con su obsesivo cariño y su maternidad desbocada la personalidad de sus polluelos, a los que jamás permitirá que se conviertan en gallos; antes los reducirá a capones, perpetuos e inhábiles menores de edad bajo la tutela de la obesa Matriarca-Maestra-Enfermera-Funcionaria, una Venus de Willendorff endemoniada por la ideología de género. El tipo humano del pseudo Estado asistencial español es un bípedo implume dependiente e incapaz de valerse por sí mismo, dispuesto a todo con tal de seguir recibiendo la mísera paguita, subsidio o sopa boba que le llega a través de las múltiples y casi infinitas redes clientelares del poder político. Esta degradación del hombre libre en talludo lechoncito de Mamá-Estado, en vitellone, también se aplica al concepto que este sujeto tiene de la patria, que no puede ser sino la matria, una Gran Mamá que asiste a sus hijos a cambio de que no maduren, de que no salgan al mundo y se enfrenten a sus peligros y a sus venturas, de que no abandonen la casa donde ella reina sobre una masa indiferenciada de adolescentes cada vez más tontos, más enfermos, más débiles, más idiotizados, pero inseparables del seno materno. Para estos seres sin identidad definida, sin personalidad real, sin ni siquiera sexo sino género, con su proceso de individuación interrumpido, frutos de invernadero del homomatriarcado imperante, la matria supone  el único ideal “patrio” posible: son absolutamente incapaces de imaginar otro por sus propias limitaciones existenciales.

El localismo provinciano y la venganza de don Julián

Para entender la mentalidad progresista respecto a España hay un libro de lectura inexcusable: Reivindicación del conde don Julián, de Juan Goytisolo. Quien visita sus páginas sabe qué es lo que la izquierda quiere para España. El plan de Sánchez de traerse a medio Magreb a nuestros campos (quiere meter a doscientos cincuenta y cinco mil por año) nace en esa biblioteca de Tánger donde el protagonista de la novela llena de insectos y de inmundicias las obras de Calderón, Lope y Quevedo. El odio de la izquierda a España no tiene fin, porque es muy difícil y frustrante tarea renegar de la evidencia de un imperio mundial, que fue la espada de la Cristiandad en sus siglos de máximo esplendor y cuyo genio es cristiano y pagano, popular y aristocrático, guerrero y frailuno, pero nunca mercader. Incluso en su decadencia fue fantásticamente orgullosa y libre. Frente a la  herencia cultural y artística de la España imperial, poca cosa son los raquíticos logros de nuestra modernidad. Esa memoria áurea es la mayor enemiga del ídolo que los progresistas adoran sobre todas las cosas, hasta el extremo de sacrificar por millones las vidas de los que se le oponen o se cruzan en su camino: la modernidad. Bueno, pues la identidad española no es moderna.  Nuestro pecado original consiste en no ser anglosajones o, al menos, belgas o suizos. Y antes que dejarnos ser españoles, la izquierda neowitizana  prefiere convertirnos en muladíes del Gran Magreb, cuya perla en el turbante será España. Don Julián, por fin, se habrá vengado.

La solución al España como problema por parte de la izquierda ha sido muy sencilla: si no hay España, no hay problema. Para ello no hizo falta dividirla como si fuera la Polonia del siglo XVIII, aunque todo se andará. Se inventaron unas autonomías que han sido claves para destrozar el sentimiento de pertenencia a un todo común. Es imposible viajar por este país de nuestros pecados sin toparse con un cartelito, pintada o pancarta que exija el bable o el  castúo como idioma oficial, o que reivindique la autonomía del País Leonés o del Bierzo y hasta del País Hurdano, o canonice como “padres” de sus pseudonaciones a estrafalarios como Blas Infante, que quería convertir a la Andalucía de Velázquez, Alonso Cano, Montañés y Góngora en un vilayato de Marruecos. Hay entre los españoles una mala sangre, una tendencia al cantón, a la taifa, a la indisciplina y a la barbarie localista que sólo la disciplina de hierro de Roma, primero, y de Castilla, después, lograron someter. El resentimiento de ese elemento inferior de la psique española, ese odio kabileño y prerromano al principio del imperium, brota como los bagaudas[2] del siglo V con cualquier quiebra de la disciplina social. La izquierda, encarnación política del resentimiento de todo lo inferior, ha comprendido que la mejor forma de destruir España consiste en liberar a esa mala ralea, en explotar esa vena montaraz y paleta que es incapaz de ver más allá del campanario de su pueblo y a la que sólo el sentido del Estado, herencia de Roma asumida por los castellanos, puede someter y reducir. De ahí también el odio de los intelectuales del Sistema por la Castilla viril, conquistadora, ascética y unitaria a la que se ha convertido en la mala de la mitología histórica progresista, esa que venera a las brujas de Zugarramurdi y abomina de Isabel la Católica.

A este localismo imbécil hay que unir la destrucción interna de la base de la sociedad. Es decir, del mismo español, de su identidad. En estos tiempos estamos asistiendo a la creación de nuevos “pueblos” multiculturales, conglomerados híbridos y apátridas, básicamente urbanos, que van a extinguir a las naciones estado y a los pueblos nativos de Europa. A las razones torpemente económicas, como abaratar la mano de obra y arrebatar el talento a las naciones pobres, se une la política: acabar con las soberanías implica extinguir a los pueblos o adulterarlos. No otra cosa es una sociedad multicultural: el instrumento de la plutocracia capitalista para destrozar la civilización que la originó. Para ello, nada mejor que la matria indiferenciada frente a la claramente definida patria. Patria es identidad, tradición, espíritu, criterio. Matria es la acogida acrítica en un gazpacho lacrimógeno de feminidad y sensiblería a todo el que llega a un territorio, que ya no es la tierra que trabajaron los antepasados y donde reposan nuestros muertos, sino una tabula rasa en la que cualquiera puede instalar su jaima de nómada: la Waste Land de Eliot, uno de los grandes profetas del final de Occidente. Europa ya no es una casa de piedra donde habitan las generaciones pasadas, presentes y futuras, sino un cámping barato donde la gente nómada pasa unos días y se va dejando plásticos, basura y detritos de todo el planeta.

Ahora, por ejemplo, ser francés no es descender de los hombres que edificaron las catedrales, fueron a las cruzadas, cultivaron los campos patrios durante siglos o trabajaron como mano de obra en las minas y fábricas a lo largo de varias vidas. Ahora, tan francés es el descendiente de cien generaciones como el recién llegado de las antípodas. Al revés, el francés, español, alemán o italiano nativo es culpable por pertenecer a una civilización malvada que tiene, por lo visto, una deuda que jamás podrá pagar con lo que llamamos Tercer Mundo. Así, aunque su familia nunca haya pisado América, el español de a pie arrastra un estigma muy antijurídico y discriminatorio que se llama culpabilidad colectiva: es culpable del dudoso genocidio del indio americano o de la esclavitud, aunque sus antepasados hayan estado escardando cebollinos en La Mancha y nunca hayan pisado el Nuevo Mundo ni poseído esclavos. Da igual que la mayoría de la población de nuestro país descienda de labriegos pobres que apenas tenían para comer y estaban oprimidos por los terratenientes. Ahora, la izquierda ha cambiado de discurso y la lucha de clases es reaccionaria: los braceros, mineros y yunteros de sus antiguas reivindicaciones han pasado a ser opresores de aztecas, incas, mayas, mujeres, gays, transexuales y demás infinitos colectivos de género. Nuestra situación es verdaderamente única también en otros aspectos: los europeos ya no trabajan para los hijos y nietos que no les dejan tener, sino para los de sus sustitutos. No es algo nuevo, si el lector hojea un mapa del imperio romano, verá que su parte oriental fue cristiana y tuvo nombres y población helénica y latina durante siglos, por ejemplo en la península de Anatolia se hablaba griego y era conocida por sus grandes iglesias, santos y monasterios y Constantinopla fue durante un milenio la capital de la Cristiandad: hoy se llama Estambul y es la principal ciudad un país completamente islámico. Europa Occidental lleva el mismo camino, sólo que lo que selyukíes y otomanos obtuvieron por las armas y tras siglos de lucha, aquí se lo van a entregar sin resistencia las matriarcas.

Esta es la matria España: el país que fomenta el aborto y maldice la maternidad, que subvenciona el chiringuito del parásito y saquea la empresa del autónomo, que odia a sus soldados y a sus místicos e ignora a sus clásicos. Que se desgarra en taifas y se entrega al primer recién llegado, al que le cede la casa de sus padres y la tierra de sus antepasados. Desde luego, esta España renegada ya no es patria, es decir: orden, unidad, disciplina, tradición, mérito, familia, dignidad, comunidad, trabajo, fe.  Diez palabras hoy tabú. Diga usted todo lo contrario y tendrá una matria.

[1] Por cierto, la izquierda en España no podía dejar de enaltecer al gauleiter francés de España, José Bonaparte, bajo cuyo gobierno se produjo un verdadero genocidio que ninguna ONG denuncia ni por el que se le exige a París la menor disculpa: las tropas de ese “rey”, que los afrancesados actuales adoran, masacraron a 300.000 españoles bajo un gobierno que en muy poco se diferenció del de Hans Frank en Polonia.

[2] ‘Bagaudas’: bandas que participaron en una larga serie de rebeliones, conocidas como las revueltas bagaudas, que se dieron en Galia e Hispania durante el Bajo Imperio (N. de la R.).

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