Para hablar de lo bello y la belleza tenemos que hacer, al menos telegráficamente, un poco de historia sobre el punto.
El primero en tratar el tema en profundidad fue Platón, sobre todo en dos de su diálogos el Hipias Mayor y el Banquete, donde afirma que: “son difíciles las cosas bellas”.
El problema siempre se intenta resolver, antes y ahora, desde lo experimental y fáctico, pero Platón por el contrario, ubica la belleza en el topos uranós, en el lugar del cielo de las realidades absolutas y lo vincula con la idea de bien. La belleza se relaciona con el ser y se funda en él. En el Hipias la belleza brota del esplendor de la forma y en el Banquete brota del amor, que además es el medio para llegar a ella. Lo bello se capta mediante sucesivas intuiciones que comienzan por lo sensible y se elevan a la verdadera realidad del mundo de las Ideas o Formas.
Con Aristóteles nace la filosofía del arte, actividad que el hombre lleva a cabo a través de la razón intuitiva cuya función es poética y penetrante. Así, para él, el arte imita a la naturaleza, que es donde tiene su asiento la belleza. Establece el canon de la filosofía del arte con las ideas de claridad, armonía y proporción. Cuatro siglos después aparece Plotino (203-270), que en las Enéadas continúa las tesis de Platón y afirma: “la belleza es irradiación de la forma que señorea la materia”.
Luego la filosofía cristiana con san Agustín (354-430) en la temprana Edad Media afirmará que “La belleza subsistente es Dios mismo”, siguiendo así a Platón. Continúa más tarde con Dionisio Areopagita, quien vivió entre los siglos V y VI, ya en la alta Edad Media. En su muy comentado Tratado sobre los nombres divinos, analiza la bello en sí mismo y en sus relaciones con el bien, afirmando que en sí mismo tiene su origen en la Belleza subsistente (Dios). Y en sus relaciones, es una cualidad que radica en la forma y se manifiesta como esplender de la misma. Sigue así Dionisio la versión de Platón sobre la belleza como: splendor veri, esplendor de la verdad.
Es en la Baja Edad Media cuando los teólogos y filósofos recuperarán el tratamiento metafísico de lo bello con su original teoría de los trascendentales, como hemos visto. Pero no fueron todos; pues, por ejemplo, Tomás de Aquino no lo tiene en cuenta cuando la enuncia.
Con la filosofía moderna desparece el sentido trascendente del ente que pasa a ser subjetivo. El romanticismo, junto con, en particular, el movimiento Strum und Drang, que exaltan lo subjetivo, la búsqueda de lo bello ya no se orienta ni en la forma, ni en la idea, ni en el ente, sino en el sentimiento.
Así, lo bello, en Kant y en su Crítica del Juicio de 1790, queda reducido al juicio de gusto: aquello que place sin concepto. Y a lo sublime como lo bello grande.
Aquello que inauguró Baumgarten (1714-1762): la estética, y que fundamentó Kant, quedó convalidado contemporáneamente por Benedetto Corce (1866-1952) en su Breviario de estética (1912), donde lo bello queda reducido a las bellas artes.
Finalmente la filosofía contemporánea reacciona y en su intento de reconquista de lo real, sobre todo a partir de Hartmann y Heidegger, busca la inserción de lo bello en el ser. Así, el mago de Friburgo en El origen de la obra de arte (1952) afirma: “La obra de arte abre a su modo el ser del ente [...], se pone en operación la verdad del ente, […] el brillo puesto en la obra es lo bello. La belleza es un modo de ser de la verdad”.
Este análisis sobre la obra de arte nos lleva a preguntarnos cómo detectamos lo bello. Así, en primer lugar nosotros sabemos que la realidad se alcanza partiendo de la existencia que está envuelta en la luz de la evidencia, y como sabemos que la evidencia es aquello que se admite sin apelación, lo bello en su existencia singular se orienta a quien es capaz de aprehenderlo y complacerse en ello. La aprehensión sensible de lo bello consiste en cierta intuición de los sentidos internos que refleja placer como indicador de la belleza. El placer, afirma Brentano, es siempre de algo y no en algo. Esta afirmación lleva en su entraña la trascendencia de lo puramente subjetivo. Este enlace íntimo entre placer y aprehensión son los detectores de lo bello. Así, en la percepción de lo bello hay algo de conocimiento y algo de agrado. Entonces los entes agradan porque son bellos y no, como en el subjetivismo, donde son bellos porque agradan.
Vemos como a lo largo de este breve esbozo histórico la posesión de la belleza se la disputan tres disciplinas: la estética, la filosofía del arte y la metafísica. Sigamos con este último planteamiento.
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