Prometeo, el astuto, es hijo de uno de los primeros siete titanes, Jápeto, que junto con Cronos lucharon contra Zeus, y Clímene, la de los bellos tobillos. Tuvo tres hermanos: Epimeteo, el torpe, esposo de Pandora; Atlas, el intrépido, condenado a sostener el cielo con su espalda, y Menecio, el temerario, que fue muerto por el rayo de Zeus y enviado al Tártaro. Prometeo y Epimeteo lucharon a favor de Zeus, y Atlas y Menecio en contra de él.
Desde siempre Prometeo ha sido el más estudiado por las riquezas interpretativas que ofrecen los textos de Hesíodo en la Teogonía y en Los trabajos y los días. Es sabido que los griegos, a diferencia de los cristianos y judíos, no han tenido textos sagrados, pero los que más se les aproximan son los de Homero, la Ilíada y la Odisea, y los mencionados de Hesíodo.[1]
Los griegos los conocían como “los poetas más divinos” y como tales los trataron y los citaron ad nauseam. Ambos fueron coetáneos y vivieron en el último cuarto del siglo VIII a. C. siendo imposible entender la cultura occidental —griega, latina o cristiana— sin ambos. Homero, porque la sitúa respecto Oriente; y Hesíodo, porque abre la puerta a la conciencia individual del hombre antiguo. Aparecen en el momento en que los griegos pasan de la tribu a la polis, momento propiciado por las colonizaciones y el comercio marítimo y el reconocimiento de un derecho sancionado por las divinidades griegas.
Es digno de notar que para esa misma época se produce un cambio en la forma de combate: se pasa del combate individual a las formaciones de hoplitas y de la caballería, lo que crea una conciencia de pertenencia a una comunidad o polis.
El mito de Prometeo está compuesto por dos momentos:[2] la picardía de Prometeo que engaña a Zeus con la grasa y los huesos de un toro, y el robo del fuego en un momento de distracción de Zeus. Éste lo castiga creando a Pandora (la primera mujer, cuyo nombre significa ‘toda regalo’ o ‘la que lo da todo’) y encadenándolo a un peñasco.
Prometeo, el previsor, como decía, es uno de los siete titanes que, encabezados por Cronos, se enfrentaron a Zeus y fueron derrotados por éste. Pese a haberle vencido en dicho combate, Zeus siempre desconfió de él por su astucia e inteligencia. Un día se produjo una discusión acerca de qué partes de un toro debían ser ofrecidas a los dioses y cuáles se tenían que reservar a los hombres. Con tal fin urdió Prometeo el ardid de carnear al toro, guardando la carne en una parte del cuero y los huesos y la grasa en otra que resultó más grande, y ofreció a Zeus que eligiera. Éste, naturalmente, tomó el saco mayor y cuando cayó en la cuenta del engaño exclamó: “que coman carne cruda” y los privó del fuego. Desde entonces los hombres queman grasa o prenden velas en honor a los dioses.
Prometeo se puso a la búsqueda del fuego, pues intuía que estaba en el Olimpo y no en en el interior de los árboles, como se pensaba entonces, pues ya se barruntaba que se podía conseguirlo por la fricción de dos maderas. Por ello le pidió a Atenea que lo dejara entrar secretamente en el Olimpo y allí robó el fuego de Zeus en un carbón encendido dentro de la médula de una cañaheja y entregó el fuego a los hombres, quienes a partir de entonces pudieron comer carne asada.
Y Zeus creó a Pandora para ruina de los hombres
Zeus montó en cólera y “ordenó al muy ilustre Hefesto mezclar cuanto antes tierra y agua, infundirle a Pandora voz y vida humana y hacer una linda y encantadora figura de doncella. […] Luego encargó a Atenea que le enseñara sus labores y a tejer la tela de finos encajes. A la dorada Afrodita le mandó rodear su cabeza de gracia, de irresistible sensualidad y de halagos cautivadores. A Hermes le encargó que la dotara de una mente cínica y de un carácter voluble” (Los trabajos y los días, 60-70).
Y así nació Pandora, “de donde desciende la funesta estirpe y la tribu de las mujeres” (Teogonía, 591).
Y así nació Pandora, “de donde desciende la funesta estirpe y la tribu de las mujeres” (Teogonía, 591), la cual fue enviada como regalo a Epimeteo, quien no haciendo caso el consejo de su hermano de que no aceptara nunca un regalo de Zeus, la acogió como su esposa.
Pandora, poseedora de una curiosidad insaciable, observó, andando por la casa, una gran jarra donde, trabajosamente Prometeo había encerrado todos los males que podían perjudicar al hombre, y quitó con sus manos la tapa de la jarra, dejando escapar todos los males menos uno: Elpis.
El término ha sido traducido por esperanza. Pero equivocadamente. No tiene, en efecto, ningún sentido que la esperanza —todo lo contrario de un mal— se encontrara dentro de la jarra junto a todos los males existentes. Por ello, diversos mitólogos contemporáneos (Verdenius, Pérez Jiménez, etc.) traducen elpis por ‘espera’, arguyendo que si la espera se queda dentro de la jarra, los hombres recibirán los males sin advertirlo. El problema es que la espera tampoco es, en sí misma, un mal. Es un simple estar a la expectativa de algo que puede suceder. En cambio, lo que sí es un mal es la causa de la espera: la capacidad de precognición o prognosis, la capacidad de saber de antemano lo que vaya a suceder.
En este último sentido tiene que entenderse la elpis de Hesíodo. ¿Qué humanidad tendríamos, en efecto, si supiéramos cuándo nos vamos a morir? ¿Dónde radicaría nuestra libertad si supiéramos de antemano qué nos va a suceder?
La prognosis —y no la esperanza— es el mal que quedó encerrado en la jarra donde lo introdujo Prometeo, el previsor, y no Zeus, como erróneamente confunden muchos mitólogos.
El robo del fuego
El segundo momento del mito se produce cuando Prometeo roba, escondido en el hueco de una cañaheja, el fuego que Zeus tenía oculto a los hombres. Percatado Zeus de la sustracción, manda encadenar a Prometeo desnudo a un peñasco en las montañas del Cáucaso, donde durante el día un buitre le comía el hígado que luego crecía por la noche. Viendo su excesivo sufrimiento, Heracles mata al buitre y lo libera de sus cadenas, pero, aunque Zeus le concedió el perdón, le obligó a Prometeo, a fin de que siguiese pareciendo un prisionero, a llevar un anillo realizado con un eslabón de su cadena y con el engarce de una piedra caucásica. Desde entonces la humanidad comenzó a llevar anillos en homenaje a Prometeo y a recordar que el hombre es, en cierta medida, un prisionero en esta tierra.
Lo que llama la atención de este segundo momento es el conocimiento de medicina que ya tenían los griegos del siglo VIII a. C.: sabían que el hígado se repone a sí mismo, dato que sólo fue confirmado científicamente en el siglo XVIII.
[1] Los trabajos que nos llegaron de Hesíodo son: Teogonía, Los trabajos y los días, Fragmentos, y Certamen.
[2] Para los eruditos el mito está formado por mitos etiológicos: a) por qué los hombres se reservan la carne y dan a los dioses la grasa y los huesos. b) cómo encontraron el fuego y c) el origen de la mujer como ruina para los hombres.
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