En una sociedad como la nuestra, de consumo, opulenta para pocos, cuyo dios es el mercado, la imagen reemplazó al concepto: se dejó de leer para mirar, aun cuando rara vez se ve.
Y así los artistas, actores, cantantes, locutores y conductores televisión han reemplazado a los intelectuales.
Este reemplazo viene de otro más profundo; cuando los intelectuales, sobre todo a partir de la Revolución francesa, vinieron a remplazar a los filósofos. Es cierto que siguió habiendo filósofos, pero el tono general de estos últimos dos siglos marca su desaparición pública.
El progresismo, esa enfermedad infantil de la socialdemocracia, se caracteriza por asumir la vanguardia como método y no como lucha, como sucedía con el viejo socialismo. Aún existe en Barcelona el viejo diario La Vanguardia.
La vanguardia como método quiere decir que para el progresista hay que estar, contra viento y marea, siempre en la cresta de la ola. Siempre adelante, en la vanguardia de las ideas, las modas, los usos, las costumbres y las actitudes.
El hombre progresista se sitúa siempre en el éxtasis temporal del futuro: ni el presente ni mucho menos el pasado tiene para él significación alguna, y si la tuviera siempre estaría en función del futuro. No le interesa el ethos de la nación histórica: incluso va contra este carácter histórico-cultural. Y esto es así porque el progresista es su propio proyecto. Él se instala siempre en el futuro pues ha adoptado la vanguardia como método. Nadie ni nada puede haber delante de él: de lo contrario dejaría de ser progresista. Así se explica que el progresista no se pueda dar un proyecto de país ni de nación, porque éste se ubicaría delante de él, lo cual implica y le crea una contradicción.
Y como nadie puede dar lo que no tiene, el progresista no puede darse ni darnos un proyecto político porque él mismo es su proyecto político.
El hombre progresista, al ser aquel que dice sí a toda novedad que se le propone encuentra en los artistas sus intelectuales. Hoy, en nuestra sociedad de consumo, donde las imágenes han reemplazado a los conceptos, nos encontramos con que los artistas son, en definitiva, los que plasman en imágenes los conceptos. Y la formación del progresista consiste en eso, en una sucesión de imágenes truncas de la realidad. El homo festivus, figura emblemática del progresismo, del que hablan pensadores como Philippe Murray o Agulló, encuentra en el artista a su ideólogo.
El artista lo libera tanto del esfuerzo de leer (hábito que se pierde irremisiblemente) como del mundo concreto. El progresista no quiere saber, sino solo estar enterado. Tiene avidez de novedades. Y el mundo es “su mundo” y vive en la campana de cristal del los viejos almacenes de barrio donde las moscas (el pueblo y sus problemas) no podían entrar.
Los progresistas porteños viven en Puerto Madero, no en Parque Patricios.
La táctica de los gobiernos progresistas es transformar al pueblo en “la gente”, esto es, en público consumidor, con lo cual el pueblo deja de ser el agente político principal de toda comunidad, para cederle ese protagonismo a los mass media como ideólogos de las masas, y a los artistas como ideólogos de sus propias élites.
Este es un mecanismo que funciona a dos niveles: a) en los medios masivos de comunicación, cientos periodistas y locutores —esos analfabetos culturales locuaces, según acertada expresión de Paul Feyerabend (1924–1994)— nos dicen qué debemos hacer y cómo debemos pensar. Son los mensajeros del “uno anónimo” de Heidegger que, a través del dictador “se” (“se dice, se piensa, se obra, se viste, se come”…), nos sume en la existencia impropia; b) a través de los artistas como traductores de conceptos a imágenes en los teatros y en los cines y para un público más restringido y con mayor poder adquisitivo: para los satisfechos del sistema.
El artista cumple con su función ideológica dentro del progresismo porque canta los infinitos temas de la reivindicación: el matrimonio gay, el aborto, la eutanasia, la adopción de niños por los homosexuales, el consumo de marihuana y coca, la lucha contra el imperialismo, la defensa del indigenismo, de los inmigrantes, de la reducción de las penas a los delincuentes, un guiño a la marginalidad y un largo etcétera. Pero nunca le canta a la inseguridad en las calles, la prostitución, la venta de niños, el turismo pedófilo, la falta de empleo, el creciente asesinato y robo de las personas, el juego por dinero, etc. No, de eso no se habla como la película de Mastroiani. En definitiva, no ve los padecimientos de la sociedad, sino sus goces.
El artista como actor representa todas aquellas obras de teatro en donde se representa lo políticamente correcto. Y en este sentido, como dice Vittorio Messori, en primer lugar está el denigrar a la Iglesia, criticar al orden social, a las virtudes burguesas de la moderación, la modestia, el ahorro, la limpieza, la fidelidad, la diligencia, la sensatez, haciéndose la apología de sus contrarios.
No hay actor que no se rasgue las vestiduras hablando de las víctimas judías del Holocausto, aunque nadie representa a las cristianas ni a las gitanas.
Así, si representan a Heidegger, lo hacen como un nazi, y si a Stalin como un maestro en humanidad. Al papa siempre como un verdugo y a las monjas como pervertidas, pero a los prestamistas como necesitados y a los proxenetas como liberadores. Ya no hay más representaciones del Mercader de Venecia, ni de La Bolsa, de Martel. El director que osa tocar a Wagner queda excomulgado por la policía del pensamiento.
En el orden local, si representan al Martín Fierro, quitan la payada y duelo con el Moreno. Si al general Belgrano, lo presentan como doctor. A Perón como un burgués, y a Evita como una revolucionaria. Sin embargo, la figura emblemática de todo actor es el Che Guevara.
Toda la hermenéutica teatral está penetrada por el psicoanálisis teñido por la lógica de Freud y sus cientos de discípulos. Lógica que se resuelve en el rescate del “otro”, pero para transformarlo en “lo mismo”, porque en el corazón de esta lógica “el otro”, como Jehová para Abraham, es vivido como amenaza y por eso, en el supuesto rescate, lo tengo que transformar en “lo mismo”.
Es que el artista está educado en la diferencia: lo vemos en su estrafalaria vestimenta y conducta. Él se piensa y se ve diferente, pero su producto termina siendo un elemento más para la cohesión homogeneizadora de todas las diferencias y alteridades. Es un agente más de la globalización cultural.
... el totalitarismo dulce de las socialdemocracias que reducen nuestra identidad a la de todos por igual.
El pluralismo predicado y representado termina en la apología del totalitarismo dulce de las socialdemocracias que reducen nuestra identidad a la de todos por igual.
Finalmente, el mecanismo político que está en la base de esta disolución del otro como lo distinto, como lo diferente, es el consenso. En él funciona el simulacro del “como sí” kantiano. Así, le presto el oído al otro, pero no lo escucho. Se produce una demorada negación del otro porque, en definitiva, busco salvar las diferencias reduciéndolo a “lo mismo”.
Esta es la razón última por la cual vengo proponiendo desde hace años la teoría del disenso, que nace de la aceptación real y efectiva del principio de la diferencia, y tiene la exigencia de poder vivir en esa diferencia. Y este es el motivo por el cual se necesita hacer metapolítica: disciplina que encierra la exigencia de identificar en el área de la política mundial, regional o nacional, la diversidad ideológica tratando de convertir dicha diversidad en un concepto de comprensión política, según la sabia opinión del politólogo Giacomo Marramao.
El disenso debería ser el primer paso para hacer política pública genuina, y la metapolítica el contenido filosófico y axiológico del agente político.
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