Las “élites” políticas, económicas, sociales y culturales de Occidente quieren que los casados se divorcien y que los curas se casen, que los niños por nacer mueran y que los inventos de probeta nazcan, que los pobres tengan todos los derechos (irrealizables) y que los ricos tengan más dinero, que las naciones se integren en grandes grupos y que los pequeños nacionalismos se independicen, que los niños sean protegidos y que se autorice la pedofilia, que todos hablemos inglés y hablemos de combatir al imperialismo. Y así podemos seguir enumerando contradicción tras contradicción.
Hace ya muchos años un filósofo italiano de la talla de Augusto Del Noce afirmaba que: “nuestras sociedades disponen de infinitos medios como nunca antes existieron; el problema es que tienen confundidos los fines”. La actuales “élites” no saben a dónde ir, no resuelven los problemas, sino que, como máximo, los administran, como observó otro italiano, Massimo Cacciari. Vivimos en una pax apparens donde los conflictos se organizan y no se resuelven.
Hoy, desfondado el marxismo en el plano político, éste se limita a la disputa cultural: no más crucifijos en las escuelas ni en los tribunales, el uso de la burka o no, el matrimonio igualitario, el aborto, la eutanasia, la zoofilia, la identidad de todos por igual, la inmigración irrestricta, la educación gratuita y sin exámenes, y un largo etcétera. En una palabra, el marxismo y la izquierda en general distraen a la sociedad de sus verdaderos problemas, al tiempo que están en consonancia con el imperialismo del dinero.
Esta renuncia del marxismo a la lucha política creó un amplio espacio vacío de contenido que van llenando los nuevos actores sociales, los cuales carecen, sin embargo, de un pensamiento político propio o al menos determinado. Las agrupaciones sociales se duplican por doquier para solicitar subsidios del Estado, cooperativas de trabajo que no trabajan sino que también reclaman subsidios, nuevas agrupaciones políticas conformadas por un amasijo de ideas tomadas de acá y de allá, etc. El reclamo sustituyó a la revolución, el pueblo se transformó en público consumidor y la opinión pública en la opinión publicada.
Hoy el poder no lo detentan los Estados sino el imperialismo internacional del dinero, como dijera en su tiempo Pío XII. Este imperialismo los tiene en un puño y ellos solo tienen un poder derivado o vicario. La idea de una revolución nacional ha sido descartada del discurso político, que solo nos habla de lo bien que vamos a estar, cuando nuestro presente está absolutamente desquiciado. Su eslogan es: estamos mal pero vamos bien. Es la zanahoria para hacer marchar al burro.
Incluso en orden al pensamiento dejamos de tener pensadores con enjundia filosófica, con penetración de la inteligencia en la realidad, para caer en un pensamiento ocurrente, festivo, al decir de Philippe Muray, pero sin ninguna consecuencia política. Es el pensamiento y son los pensadores del denominado progresismo.
¿Qué hacer? Cómo salir de esta decadencia cuya ley fundamental es que siempre se puede ser un poco más decadente. Tenemos que salir de este laberinto como lo hicieron Ícaro y Dédalo, por arriba. Tenemos que crear, tenemos que inventar nuevas instituciones (tienen que desaparecer los Bancos Centrales), nuevas representaciones (tiene que desaparecer el monopolio de los partidos políticos). Hay que mostrar certezas en esta sociedad de la incerteza. Hay que disentir con lo que nos viene impuesto ofreciendo otro sentido a lo dado.