Iris Speroni (a quien recomiendo que sigan en Restaurar.arg) ha escrito un buen artículo en EL MANIFIESTO sobre las independencias americanas, en el cual no cree que la influencia inglesa sea determinante durante aquel período. No opino lo mismo, pues sin el apoyo financiero y naval de los británicos la superioridad material de los insurgentes sobre los realistas no habría sido tanta. Si, por ejemplo, repasamos la vida de San Martín, nos encontramos indicios que revelan el determinante papel británico: con la excusa de un viaje a Lima, donde no tenía ni bienes ni familia, José de San Martín marcha de la España arrasada por las tropas de Soult a Inglaterra y de ahí aparece en Buenos Aires en 1812, a bordo de la fragata inglesa George Canning, enviado por Londres junto con otros compañeros de viaje, como Alvear, con el fin de independizar las provincias del virreinato del Río de La Plata. La financiación del viaje corrió a cargo de James Duff, conde de Fife y prominente masón. Durante sus campañas tiene a su lado a amigos como el turbio espía James Paroissien, el comodoro William Bowles, William Miller, Heywood y O’Brien. El primer empréstito argentino es otorgado por la banca Baring, gracias a las gestiones de William y John Robertson, que acompañaron muy de cerca a San Martín en sus andanzas. El Libertador estuvo, más aún que Bolívar, rodeado siempre de ingleses en su círculo militar y personal. En el aspecto económico, la prosperidad del comercio británico en aquellos años condujo a los especuladores de la City a una expansión del crédito a los insurgentes americanos, que movió grandes cantidades de dinero en bonos de deuda de los nuevos estados —incluso del inexistente Poyais— que prometían altas tasas de interés y cuyo impago estará en el origen del pánico financiero de Londres en 1825.
En general, estoy de acuerdo con el artículo, pero creo que hay matices en la política española de ese tiempo que desde América, heredera de los principios liberales y republicanos, son difíciles de comprender. Las independencias se estudian en España (cuando se estudian) como un proceso común a todas las naciones americanas y son, sin embargo, muy diferentes, pero todas se enmarcan en una serie de guerras civiles. En el virreinato del Río de la Plata se produjeron hasta independencias de la independencia, como las de Paraguay y la Banda Oriental. En la Nueva España, la separación llega por los propios realistas, que no querían aceptar la Constitución de Cádiz. En Venezuela, Bolívar inició un cataclismo social que arruinó a la sociedad mantuana de la que provenía y degeneró en una devastadora guerra de castas, en la que negros e indios lucharon por Fernando VII en las huestes del coronel Boves, uno de los guerreros olvidados de España, que en ese tiempo todavía generó hombres de gran temple, como el virrey La Serna, el general Calleja o el infortunado Santiago de Liniers, de quienes aquí ya nadie se acuerda. Tampoco
Ell afán de las oligarquías criollas: comerciar libremente con los ingleses y apoderarse de las tierras del clero y de la Corona.
se debe obviar el afán básico de las oligarquías de la emancipación americana: comerciar libremente con los ingleses y apoderarse de las tierras del clero y de la Corona. Tenemos procesos diferentes y conclusiones diferentes: no es lo mismo la espada de Bolívar, manchada con la sangre de indefensos civiles españoles, que la de San Martín (que en 1812 tenía más de español que de americano) o la de Iturbide.
Coincido con Iris Speroni en varias de sus conclusiones, en especial cuando afirma que la casa de Borbón ha resultado nefasta para España y que, después de las abdicaciones de Bayona, ni Carlos IV, ni Fernando VII, ni sus descendientes eran dignos de seguir reinando. Pero eso es juzgar a la España de 1808 con los criterios del siglo XXI. Por muy detestables que fueran los Borbones —que lo fueron, lo son y lo serán—, España en 1808 se definía como un país esencialmente monárquico y religioso (lo sigue siendo de manera instintiva), donde lo más importante era mantener la integridad y la pureza de la fe católica y donde la Inquisición gozaba de gran popularidad, aunque había quedado reducida en el siglo XVIII a poco más que a un servicio de censura de libros y de disciplina eclesiástica, pero que podía dar zarpazos temibles, como sucedió con Olavide. La imposición en 1808 por parte de los franceses, ateos y regicidas, de un soberano de pacotilla, sublevó a nuestros tatarabuelos al margen de toda prudencia política y personal. No fue un alzamiento “nacional” en el sentido moderno en que hoy lo entendemos: la gente se alzó por el Trono y el Altar, aleccionada por el clero, espantada por los crímenes de la Revolución y guiada por un instinto infalible, que advertía a nuestros antepasados que España se iba a convertir en una colonia del imperio napoleónico. Los propósitos modernizadores de José Bonaparte, que tanto se elogian hoy, eran genuina contrapropaganda en su tiempo para un pueblo tradicionalista, que odiaba las innovaciones (la expresión “sin novedad” sigue aún hoy teniendo un significado positivo). La Guerra de Independencia fue un fenómeno premoderno que trató de aprovechar en su beneficio el sector ilustrado, extremadamente minoritario dentro del país. Sin duda, Napoleón cometió una gigantesca metedura de pata al enredarse en el laberinto español, país que era un socio fiel y que jamás le hubiera causado problemas. No quedó más remedio que prescindir de nuestra aliada tradicional, Francia, y pelear en el bando de nuestra peor enemiga, que no iba a desaprovechar la ocasión para crearnos el mayor daño posible. A Fernando VII no le repusieron en el trono las potencias extranjeras, El Deseado lo fue por un pueblo entusiasta y por su gobierno liberal, que en 1813 negoció con Francia el tonto Tratado de Valençay, en el que el retorno de ese príncipe fue lo único que le exigía España a Bonaparte, quien se aprestaba a defender las ruinas de su imperio frente a toda Europa. Hay que recordar que la Guerra de Independencia fue una Totaler Krieg preindustrial, en la que la economía española quedó arruinada y se perdieron cientos de miles de vidas, no sólo por los combates, sino por la hambruna de 1811 a 1812.
El primer país que derrotó al Gran Corso no obtuvo la menor ventaja del Congreso de Viena
El primer país que derrotó al Gran Corso no obtuvo la menor ventaja del Congreso de Viena, salvo el dominio temporal de Lucca para la hermana de Fernando VII, la duquesa viuda de Parma. Todo dentro de la tradicional ineficacia diplomática española, que inauguró el marqués de Labrador en 1814 y sigue hoy en gloriosa floración de provincianos dislates, capitulaciones humillantes y costosos “arreglos”.
Desde un punto de vista puramente estratégico, los afrancesados tenían razón, la alianza con Bonaparte era preferible a cualquier trato con el inglés. Pero los gabachos amenazaban la integridad de la Religión y de la Monarquía, la herencia de los Reyes Católicos, y eso estaba muy por encima de los cálculos de los Mazarredo, Cabarrús y Urquijo, hombres de gran valía e inteligencia, pero que menospreciaron el sentir de su pueblo y pensaban —como hacemos los hombres modernos—en España como una entidad geopolítica con intereses propios, no como en la encarnación de unos principios religiosos y dinásticos. La Constitución de Cádiz, cuya leyenda dorada se extiende también a América, la aprobó un sector minoritario de los españoles, en el que los miembros de la burguesía liberal gaditana usurpaban la representación de los diputados ausentes: en ese sentido fue la Constitución de Cádiz, no de España; además, se impuso de forma autoritaria a la oposición y fue aborrecida por el pueblo desde el mismo instante de su puesta en vigor. Cuando Fernando VII la suprimió de un plumazo y sin la menor resistencia, en 1814, obedecía a un amplio consenso popular. Lo mismo sucedió con el experimento del Trienio Liberal (1820-1823): los Cien Mil Hijos de San Luis, que envió Francia para acabar con el experimento constitucional —muchos de ellos veteranos del ejército de Napoleón—, fueron recibidos como redentores por el pueblo que diez años antes les había combatido a muerte, y los liberales no pudieron resistir debido a la aversión de unas masas que les aborrecían. Fernando VII, Rey por la Gracia de Dios, tenía toda la tradición legitimista de su lado al no aceptar un trono que venía de la Constitución del 12; igual que el rey de Prusia se negó a aceptar en 1848 un imperio alemán manchado por el barro de las barricadas y el conde de Chambord prefirió no reinar en Francia antes que aceptar la bandera tricolor. El principio monárquico estaba demasiado vivo en 1816 como para aceptar una corona que venía de la revolución y, encima, la carta gaditana atentaba contra los fueros vascos y navarros, regiones que destacaban entonces por su lealtad a la Corona. Será en 1820, y a la fuerza, de ahí el famoso Trágala, cuando el Rey Felón se vea obligado a jurar (y perjurar) el código de 1812. En la Nueva España —verdadero centro del poder de la Monarquía en América, un imperio dentro del imperio—. las élites mejicanas rechazaron la revolución, a la que habían combatido en las personas de Hidalgo y Morelos, y se separaron de España, precisamente por culpa de su liberalismo, en 1821.
Desde un punto de vista puramente estratégico, los afrancesados tenían razón, la alianza con Bonaparte era preferible a cualquier trato con el inglés
Ya en el siglo XVIII se pensó en dividir los virreinatos en imperios, en los que se instalaría a infantes de España, pero esa medida era imposible por un principio esencial de la Monarquía tradicional: la integridad de su patrimonio. Pero la idea de una independencia futura se dibujaba incluso entre los golillas de la monarquía regalista. Es un lugar común afirmar que Carlos III fue el mejor de los Borbones. Quizás quien merece ese título es Luis I, que sólo reino unos meses. De todas formas, hay que reconocer que Carlos III tenía un dilema muy grave: para mantener la monarquía en ambos hemisferios hacía falta una potente flota. Para mantener una potente flota hacía falta mucho dinero. Y para obtener ese dinero hacía falta una racionalización económica. Las reformas y el regalismo de su reinado obedecen a esa lógica: el rey tenía que centralizar y aprovechar todos los recursos de sus dominios. Y lo hizo, al precio de romper el tejido espiritual de la América Española, intacto desde el tiempo de los añorados Austria, algo en lo que también coincido completamente con Iris Speroni. Pero la preferencia por la Flota obligó a gastar poco en el ejército; Prusia o Austria, países más pequeños que la España del XVIII, disponían de ejércitos más potentes: en la batalla de Jena (1806), Prusia empleó más de cincuenta mil soldados, por ejemplo. Castaños, en Bailén, no llegará a treinta mil entre la tropa de línea del Campo de Gibraltar, el ejército más poderoso de España, y los miles de voluntarios andaluces. Por eso, la alianza de los pactos de familia con Francia tenía, entre otros fines, defender los intereses europeos de España con el apoyo del poder militar terrestre de los Borbones de Versalles. Las guarniciones españolas eran, en general, poco numerosas y se tenían que auxiliar por milicias, como las que defendieron y reconquistaron Buenos Aires, que tenían fuertes contingentes de peninsulares. De todas formas, dice bastante del gobierno virreinal en América el que con tan escasa tropa se mantuviese un dominio tan amplio durante generaciones: en 1808, el inmenso imperio novohispano (desde California hasta Panamá, desde Manila a La Habana) contaba sólo con cuarenta mil soldados de línea. La situación llegó a tal extremo que una de las urgencias de la privanza de Godoy fue tratar de reforzar el ejército.
Surgidas, como en España, para defender los derechos del Trono y del Altar, las juntas americanas tuvieron una suerte diferente porque allí los liberales lograron lo que no consiguieron sus correligionarios españoles: derribar la sociedad tradicional después de una larga y cruenta guerra civil. Un proceso semejante acabará por imponer a la oligarquía liberal en la península, pero en 1833 y sólo gracias a la división de los monárquicos en dos facciones, tras originar siete años de hostilidades de la élite contra un pueblo aislado y sin recursos. Al revés de lo que sucedió en los antiguos virreinatos americanos, la defensa de la legitimidad fue más obstinada y la dinastía usurpadora no se consolidará hasta vencer en 1876 a Carlos VII. Posiblemente Rosas, en Argentina, y Gabriel García Moreno, en Ecuador, fueran una última supervivencia de ese espíritu tradicional en América.
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