Acompañado de mi futura viuda estuve hace poco en Cracovia, como parte de un viaje en tren a nuestro aire por el antiguo Imperio Austrohúngaro. Sin buscar previamente hoteles; acaban encontrándose. Y mezclándonos con el personal de cada sitio, como debe ser. Y el inglés como lingua franca, qué vamos a hacerle. En Cracovia, en la iglesia del castillo, vi la tumba de Juan Sobieski, a quienes los europeos casi desconocemos, pero le debemos muchísimo. Antes que eso, y justo cuando san Fernando andaba conquistando Sevilla, los tártaros o mongoles estaban arrasando Polonia, llegando hasta Cracovia. No pasaron de allí. Ahora, cotidianamente, al mediodía, dan la hora con una trompeta desde la torre más alta de la catedral, en recuerdo del vigía que hacía lo mismo y al que mató una certera flecha tártara en aquellos procelosos tiempos.
Pero, siendo más precisos, a Polonia le debe toda Europa tres esfuerzos vitales concretos: en 1683, cuando, bajo el referido Juan Sobieski, las tropas polacas levantaron el asedio de los turcos a Viena, que de haber caído hubiese propiciado la bajada de la marea otomana hasta Roma, por lo menos, como era su intención. No es de extrañar que, en recuerdo de la gesta, los naturales no estén hoy muy contentos con la llegada masiva de inmigrantes islámicos. Después, en 1920, los polacos, recién resurgidos como nación, frenaron bajo Josef Pilsudski, en la heroica batalla de Varsovia, a los bolcheviques rusos, que venían para reunirse a los revolucionarios espartaquistas alemanes y hacernos más felices al resto de Europa bajo su paternal gobierno, cosa que luego practicaron en aquel país desde 1945. Más tarde, cuando con Juan Pablo II se inició el desmoronamiento del gigante con pies de barro que era el comunismo occidental, empezando por el territorio más propicio. No soy excesivamente religioso, pero admito que aquella vez sí anduvo fino el Espíritu Santo en su elección, y no como últimamente.
Por todo ello es comprensible que, con ese currículum y tras haber quemado a dos generaciones en el paraíso comunista, los polacos no estén tan ilusionados como nuestros podemitas por las banderas que éstos enarbolan. Es sabido, además, que Polonia fue repartida al completo en el siglo XVIII entre Prusia, Austrohungría y Rusia. Y en 1939 –recordemos– entre Alemania y la URSS. No es demasiado conocido, pero estremece saber que, en la Primera Guerra Mundial, polacos bajo mando ruso se enfrentaron a polacos bajo mando imperial o alemán, cada uno incorporado a naciones que entonces eran fronterizas y poseían a aquel pueblo sin Estado.
Eso ha sido pasarlo mal, eso sí que ha sido “Rusia ens roba”, o “Alemania ens roba”, o “Austrohungría ens roba”, y lo que quieran ustedes. Ríanse del “Espanya ens roba” de nuestros amiguetes. Por todo ello, tras un paseo por la Cracovia gótica, la Cracovia de la lista de Shindler, que tuvo allí la hoy visitable fábrica, la bellísima Cracovia, recuperada para Polonia, piensa uno en nuestras lloronas autonomías que gimen en un victimismo inexistente e indignante. Las zonas de España más ricas, más prósperas, berreando por cotas de independencia que nunca poseyeron fuera de una nación que siempre fue la suya. Como los niños mimados, que mientras más tienen más se quejan y más quieren, nuestros separatistas son exactamente eso, el niño mimado geográfico que jamás es feliz, porque no conoce sus límites ni ha sabido nunca lo que es la verdadera opresión, la auténtica miseria política. Un niño bien educado, un pueblo bien educado, que sabe hasta dónde puede llegar, es a veces feliz y a veces infeliz, como todo el mundo. El niño, el pueblo, el colectivo mimado jamás está satisfecho. Nuestras autonomías lloronas y ricas son exactamente así, y mucha culpa tiene el Gobierno central, como cantidad de culpa tienen los progenitores de la malcrianza de esos niños, hoy piadosamente llamados hiperactivos.
Por eso, repasando un poco la historia de Polonia se da uno cuenta de lo que es de verdad un pueblo pisoteado, una nación repartida y humillada hasta lo indecible. Y ante eso, permítaseme que los agresivos pataleos de nuestros separatistas, sus lloriqueos ególatras y su avara mendicidad me dejen indeciso entre una gran carcajada y el mayor de los ascos.