Fue en Doñana donde yo conocí a Juan Velarde en fecha tan remota como 1975 ó 76. Acababa de morir el Caudillo y los españoles estrenábamos Rey y el Rey su primer Gobierno, en el que Juan Velarde ocupaba el cargo de Secretario General Técnico del Ministerio de Educación y Ciencia, cartera que desempeñaba Carlos Robles Piquer. Yo tenía el encargo de escribir un libro sobre el Coto, un “libro blanco” que resumiera la política del Ministerio al respecto y que por la fuerza de las cosas me salió un libro más bien multicolor. Fueron unas jornadas lluviosas que no nos arredraban en nuestras correrías por las marismas inundadas, el matorral de arena cenicienta y las dunas que a Elisa Fraga le recordaban el desierto de Libia, último destino diplomático hasta la fecha de su marido. Guardas jurados, biólogos, ecologistas, periodistas, funcionarios, propietarios, cazadores y más de un furtivo de incógnito compartían aquella excursión acogidos a la hospitalidad del Palacio de Doñana, donde por cierto hizo las delicias de las señoras una explosiva y pintoresca corresponsal del diario Pueblo, madre de la actual Ministra del Medio Ambiente.
Al llegar el verano ya había caído el Gabinete Arias y estaba Juan Velarde de rector de la Universidad de La Rábida, donde yo hice mis primeras armas de becario en tiempos de su fundador Rodríguez Casado, a quien Velarde acababa de sustituir en su interminable rectoría, y me invitó a dar una conferencia en Fuente Piña, la finca que fue de la familia del poeta Jiménez. Nunca a lo largo de los años nos perderíamos de vista y no olvido las veces que contó conmigo para algunas de sus empresas, entre ellas una revista que no llegó a salir. Hemos coincidido en lugares tan diversos como la OIT de Ginebra y la Universidad de verano de La Granda y tuvo la amabilidad de presentar en unión de Dalmacio Negro un libro mío en la librería de un señor que resultó ser agregado cultural de la Embajada de Cuba.
Siempre seguí con interés sus escritos y sus conferencias, en las que creo haber aprendido mucho, y rara es la ocasión en que no me he dejado deslumbrar o seducir por alguna de sus brillantes ideas. Si alguien ha procurado buscar la unidad espiritual de los españoles, pocos lo han hecho en los albores del régimen actual con la perseverancia y el ingenio de Juan Velarde. Recuerdo una conferencia suya en la Facultad de Económicas de Sevilla en la que pintó con colores tan gratos el rostro humano aquel que el socialismo andaba buscando desde la Primavera de Praga que me indujo a escribir un elogio de Indalecio Prieto, que intenté en vano publicar en El Alcázar. No es que yo me declare especialmente orgulloso de semejante proeza, pero sí que me es forzoso reconocer la sugestión de los argumentos de Velarde, orientados a poner de relieve el sentido del Estado de tan discutible hombre público.
De José Antonio a Kondratiev
Otra idea de Velarde que considero capital para la historia del pensamiento político contemporáneo es la vinculación de José Antonio con el economista Olariaga y a través de él con el pensamiento de don Adolfo González Posada. En algo que yo escribí sobre el célebre prólogo de Ridruejo a las Poesías completas de Machado, señalaba que la “fuente más pura” de que hablaba el entonces fervoroso falangista manaba en realidad del Guadarrama de Giner de los Ríos. Yo creo que esta intuición mía, por llamarla de algún modo, hallaría su confirmación en el dato aportado por Velarde. En su reciente prólogo al monumental ensayo de Arnaud Imatz sobre José Antonio, recoge Velarde una frase harto reveladora de Posada que no sé si Ridruejo llegó a conocer: “¿Habremos hecho fascismo, sin saberlo, los krausistas españoles?”
Para los ajenos al mundo de la economía política nada sería tan árido a primera vista como la especialidad de Juan Velarde si no fuera por la insaciable curiosidad intelectual que sazona sus saberes. Los ejemplos son innumerables. Uno podría ser el caso de Kondratiev, el economista amigo de Schumpeter que mientras estuvo al frente del Instituto de la Conjetura, curioso nombre del Departamento de Agricultura soviético, intentó racionalizar el funcionamiento de los koljoses aplicando los métodos de las grandes explotaciones agrícolas de Estados Unidos y elaboró su teoría de la onda larga en las crisis económicas, que ¡oh, herejía! no eran inherentes al sistema capitalista, sino que obedecían a causas orgánicas. Al llegar Stalin al poder, se perdía la pista de Kondratiev, pista que Juan Velarde encontró al leer a Solzenitsin, El Archipiélago Gulag. Otro ejemplo es la vinculación entre fisiócratas y libertinos en los orígenes del capitalismo, en un libro por cierto de extraordinaria amenidad, rico en noticias sorprendentes, como la de la elocuente entrevista de Milton Friedman a la revista pornográfica Playboy, por no hablar de las elucubraciones y los hábitos de varones tan beneméritos como el barón Necker o Benjamín Franklin. Ya en esa obrita, aparecida en 1981, se describe la incorporación del socialismo al capitalismo libertino por el conducto masónico, de suerte que no debió de ser para Velarde ninguna sorpresa el comportamiento de los socialistas cuando por fin tuvieron acceso a las arcas del Erario y aprendieron a manejar la banca de la ruleta estatal.
A lo largo de su vida docente, Juan Velarde ha formado a muchos discípulos que, con independencia del rumbo ideológico que tomaran, nunca han dejado de ser sus amigos. Nunca oí a nadie hablar mal de él. Esto dice mucho del talante de un hombre que ha tenido la gallardía de prologar un libro sobre un español ejemplar en unos tiempos en que pocos españoles pueden presumir de ejemplaridad.