Al hilo de los clásicos

Miseria y grandeza de la literatura

Fue la insatisfacción lo que hizo a Cervantes regalarnos la culminación de su novela. Es el desasosiego lo que impulsa a gastar el tiempo, la vida, en rellenar páginas que...

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Como casi todos saben, cumplimos este año los cuatrocientos desde que se publicó la segunda parte de El Quijote. Es un año como otros, pero como contamos en base diez, estamos obligados a celebrarlo.

Celebrar que quien está leyendo estas líneas, quien las escribe, quien lee El Quijote y por supuesto quien lo escribió están y estaban descontentos con la vida, y que justo por eso se comportan y comportaron así.

La gente feliz no lee, y menos escribe. Pessoa asegura que no hay felicidad falsa, que mientras dura es verdadera. Y tiene razón. Otra cosa es la catadura de esa felicidad, si puede considerársela tal o raya en la estupidez. Pero es innegable que cuando uno está verdaderamente contento se dedica a disfrutar y no a comerse el coco con elucubraciones.  Quien reza no lo hace cuando lo está pasando bien, sino cuando está fastidiado.

Y sin embargo, leemos. Algunos. Una vez terminado nuestro crecimiento físico, no nos queda otro lugar para expandirnos que el mundo interior, la inmensa finca por cultivar que todos llevamos dentro. Si estamos contentos con su extensión y producción no la trabajaremos. De lo contrario, nos afanaremos en mejorarla mientras tengamos vida. Si nuestra insatisfacción es aún mayor y nos vemos con fuerzas y capacidad, no sólo leeremos sino que, mal o bien, nos lanzaremos a escribir, a tratar de descubrirles a otros el multiplicado paisaje que puede existir gracias a la asamblea de esos más o menos cien mil millones de neuronas que llevamos en el ordenador craneano.

Si encima hemos escrito una novela decente y un listillo se ha apresurado a construirnos una segunda parte, nuestra insatisfacción y angustia pueden ser mayúsculas, y nos empujarán a escribir una verdadera segunda parte para nuestra obra que supere y silencie  a la apócrifa.

Tengo por eso cierto cariño al muy mediocre Quijote de Avellaneda. Sin él no tendríamos completa la mejor novela de nuestras letras y de muchas más, un libro tras el cual todos los libros se obligaron a ser distintos. Sin el pícaro Avellaneda puede estarse seguro de que sólo habríamos tenido la primera parte de El Quijote, una novela excelente, desde luego, trufada con otras historias menores que es recomendable saltarse en su relectura. Pero lo que completa y culmina la obra es sin duda la parte segunda, donde los dos protagonistas alcanzan el grado de canon humano y literario que todos más o menos conocemos, donde la calidad y la calidez llegan realmente a lo genial.

Fue la insatisfacción lo que hizo a Cervantes regalarnos la culminación de su novela. Es el desasosiego lo que  impulsa a gastar el tiempo, la vida, en rellenar páginas que uno de entrada no sabe si las disfrutará alguien, siquiera si las leerá alguien, pero que nacen con esa intención. No se crean a quien dice escribir para sí. Para sí uno simplemente piensa. La literatura es un acto que nace con vocación comunicativa y heurística, de descubrirnos algo del mundo, y sobre todo de nosotros mismos, de los autores y de los lectores. Los mejores poemas, por ejemplo, son aquellos que nos resumen alguna verdad que habíamos barruntado, sospechado, y de pronto nos topamos como pensamiento cabal y enterizo. Podemos así hacerlo ya nuestro y repetirlo, encima con la eufonía del ritmo o de la rima, de la música.

De ahí que esa grandeza de la literatura, de los clásicos, del Quijote en su segunda parte, haya nacido de una miseria en este caso documentada, como fue la publicación del libro de Avellaneda.  Claro que no es el único semidesconocido a quien debemos la obra de Cervantes.  Sin el fraile que lo liberó de Argel, sin el funcionario que le negó el paso a Indias hubiésemos tenido un silencioso cautivo o quizá un rico aposentador o encomendero en las Américas, sin oportunidad o ganas para haber escrito.  Alegrémonos por ello de esos disgustos cervantinos que se materializaron, entre otros, en el libro que hoy celebramos y que también a nosotros, dentro de nuestras miserias cotidianas, nos hace partícipes  de su grandeza.

Quizá no sólo en El Quijote suceda así. Quizá el único esplendor que nos es dado alcanzar a los humanos en la vida diaria tenga que surgir de imponernos tareas, de la insatisfacción de lo que vemos o sufrimos, de las muchas miserias en la puñetera política nuestra de cada día, de querer ser mejores, aunque no sepamos exactamente cómo, pero no olvidando nunca que debemos serlo.

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