Hacia el suroeste de Sevilla poseo –es un decir-- una extensión de cinco o seis mil kilómetros cuadrados de marismas, arrozales, tierra calma o incultivable que se extienden hasta que el coche se enfanga y no puede más, o la vista se cansa de tanta planicie...
Para bien y para mal, aunque yo haya nacido en Madrid, vivo en Sevilla.
Hacia el suroeste de la ciudad poseo –es un decir, volveré enseguida sobre ello-- una extensión de cinco o seis mil kilómetros cuadrados de marismas, arrozales, tierra calma o incultivable que se extienden hasta que el coche se enfanga y no puede más, o la vista se cansa de tanta planicie y escaso matorral que apenas levanta una arruga en el horizonte. Es no sólo el famoso Coto de Doñana, alambrado, como Dios manda, sino toda su zona limítrofe que sin tener el honor de tal nombre participa de la áspera belleza y la postiza fauna volátil que la frecuenta.
Muchos de mis conciudadanos hispalense se asombrarían de lo cerca que lo tienen, de lo accesible que es, incluso sin mapa, GPS ni brújula. Del más del millón de seres que me rodea, pocos hay que se hayan aventurado –es un elogioso decir— a meterse por las pistas y los bien pavimentados carriles que surcan la zona.
Una de las ventajas de no tener propiedades rurales es que uno posee, cuando sale a él, todo el campo que tiene por delante. A eso me refería antes con lo de la posesión. No se tiene que pagar guardería, trabajadores conflictivos, impuestos, valores añadidos, seguros y demás gabelas. Y, sobre todo, uno se olvida de todo ese paisaje, belleza incluida, en cuanto vuelve a casa y enchufa el televisor, abre un libro, conecta el ordena, pone la lavadora o hace el amor en la medida que puede.
Sin embargo, cuando se está, prismáticos en mano, envuelto en el amplio y rumoroso silencio de la marisma, uno es tan dueño del lugar como el desconocido propietario que debe rezar en el Registro de la Propiedad. Con las ventajas antes añadidas.
Porque, díganme ustedes, por favor: ¿acaso el amo de este terreno que está a uno u otro lado del muro de tierra sobre el que conduzco el coche goza más que yo del color violeta de la tarde, de la bandada de flamencos que roza el horizonte, del ibis –aquí lo llaman “morito”-- que picotea en el agua ignorándome, de la garza real que acaba de alzar el cuello en alarma y levantará el vuelo en un instante, del águila pescadora que ha venido desde Escocia y ahora está atalayando desde el poste de la luz, del esquivo calamón que azulea entre los juncos, de la focha que croa entre el ramaje, del pequeño pero implacable alcaudón que desde el cable aguarda a lanzarse sobre cualquier cosa que repte, corra o vuele, de aquellos dos somormujos que entrelazan el cuello en un incomprensible pero sin duda eficaz rito nupcial, del zampullín que acaba de sumergirse aquí al lado y va a emerger a una distancia inconcebible, del aguilucho lagunero que barquillea asombrosamente cercano y paralelo a la laguna, de la espátula que se afana en hundir su pico implacable entre el fango donde de seguro encuentra sustancia gastronómica, del cernícalo que haciendo honor a su nombre se cierne casi inmóvil sobre el lugar donde acaba de divisar una presa?
Yo creo que más bien no.
Por eso, el otro día, recorriendo de nuevo, y lo que me queda, espero, la marisma y territorios aledaños, pensé en la película La isla mínima, que ha de descubrir a los ciudadanos de esta urbe, de cualquier urbe, lo que tienen al lado, a poca distancia, y que por ser no ya barato sino prácticamente gratis, no se conoce. Y le comentaba a mi futura viuda, que me acompañaba, como casi siempre, en estos periplos, que si se pudiera cercar el horizonte, abrirlo sólo por un boquete, pagando, por supuesto, la de gente que iría a ver la tarde, el ocaso, los pájaros de la marisma, el horizonte mismo.
Pero claro, es gratis. Así no vale. Y tiene que venir una peli, alguien que no somos nosotros, a descubrirnos la inmensa belleza de lo que tenemos muy, pero que muy delante de los ojos. Aquí y en todas partes.
El clásico a quien me permitirán que recuerde con todo esto es, una vez más, Antonio Machado, cuando aseguraba que “Todo necio confunde valor y precio”. De verdad, cuántas veces me ha venido a la memoria esa máxima, nada economicista, poco regulada por las leyes de la oferta y la demanda, tan certera. El otro día, viendo La isla mínima, me acordé de ella. Cuántas islas mínimas tenemos cerca. Y que serían islas máximas si supiéramos verlas. Y no las vemos hasta que otro se molesta en enseñárnosla.