En 1985, con el cínico desparpajo de siempre, Alfonso Guerra aseguró que Montesquieu había muerto. El gran político hispano tenía buenas razones para su aserto.
En 1985, con el cínico desparpajo de siempre, Alfonso Guerra aseguró que Montesquieu había muerto. El gran político hispano tenía buenas razones para su aserto. El PSOE, en pleno poder y con mayoría parlamentaria, reformó la ley del poder judicial con la excusa del excesivo corporativismo del colectivo, pero con la evidente intención de controlar al máximo las decisiones de la justicia.
Charles de Secondat, barón de Montesquieu, nació cerca de Burdeos en 1689, en un bellísimo castillo – visitable hoy, rodeado de un foso y viñedos–, y murió en parís en 1755. Entre otras cosas fue síndico del ayuntamiento de Burdeos, como Montaigne, y hacia el final de su vida, en 1747, publicó la que sin duda fue su mayor obra, El espíritu de las leyes, donde entre otras muchas cosas aseguraba que la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial eran la única garantía para que los gobiernos no derivasen en tiranía. Montesquieu admiraba la obra del inglés Locke y la reciente legislación británica, que hacía hincapié en la separación de poderes como necesaria condición de las libertades, y en consecuencia de la seguridad y prosperidad de la nación. El tratadista francés no llegó a ver la revolución francesa, pero su pensamiento se imbricó en ella y en las influencias que esta tuvo y tiene en la legislación de numerosos países.
Matar hoy a Montesquieu, pues, no es rematar a un muerto. Es, sencillamente, volver al antiguo régimen, por mucha palabrería moderna que se utilice. Todo para justificar el monopolio del poder en pocas manos y hacer además que estas se eternicen en el gobierno, con la inevitable secuela de tiranía y miseria que ello siempre ha acarreado.
En el colectivo asesinato de Montesquieu han colaborado y colaboran desde Alfonso Guerra hasta los ayatolas iraníes y los jeques de los emiratos, pasando por Mao, Lenin, Stalin, Hitler, Pol Pot, Fidel Castro, Kim-Jon-Un y demás filántropos que han dejado su paternal recuerdo entre la raza humana. El último y vibrante ejemplo lo tenemos en Nicolás Maduro, ese sabio estadista que nombra y controla al tribunal supremo de Venezuela, hasta el punto de que en los casi novecientos recursos últimamente presentados ha dado la razón al gobierno en todos ellos. Así prospera evidentemente una sociedad.
Luego, la verdad, el tratadista francés revive cada vez que puede, cada vez que la cordura, la razón y el bien hacer de los pueblos retoman sus principios. Y viene a suceder que las naciones más prósperas y más justas cumplen esos principios de separación de poderes que no es que él inventara, sino que descubrió que tenía que ser así como catalizador indispensable para las referidas justicia y prosperidad.
En nuestra España de hoy, los dos partidos principales continúan apuñalando al pensador francés. Y así nos va, como bien puede verse, soltando a sanguinarias bestias terroristas, arrugándose para empapelar a gentes de nobles apellidos, y reticentes para enchironar a los mayores ladrones que ha conocido Cataluña desde que los layetanos saqueaban los convoyes que iban de Ampurias a Roma, y esos tenían aún la excusa de robar al invasor.
Para más inri, los partidos progres emergentes no es que maten a Montesquieu, es que ni se han molestado en conocerlo. Por supuesto todo con el envoltorio de la difusa verborrea violenta, reivindicativa y progresista que les caracteriza.
¿Cuándo quedará claro a nuestros votantes que lo progresista, que el progreso es justamente lo opuesto al monopolio perpetuo del poder por una casta política, por anticasta que diga llamarse? ¿Cuándo veremos con nitidez que con las ideologías populistas los trabajadores han vivido y viven en la peor de las miserias y en infiernos políticos irreversibles donde no eligen nada ni a nadie? ¿Cuándo se caerá en la cuenta en España de que la separación de poderes es la única garantía de la independencia, celeridad y eficacia judiciales, y estas a su vez condiciones indispensable para que una sociedad tenga confianza en sí misma y pueda avanzar con el mayor beneficio para el mayor número posible de sus individuos?
Por favor, defiendan a ese viejo clásico de Montesquieu, reivindíquenlo, revívanlo. Nos va en ello más de los que nos gustaría.