El viernes 31 de mayo de 2013 Dominique Venner fue incinerado en el cementerio parisiense de Père-Lachaise. Participaron en el acto la familia y un nutrido grupo de íntimos cuya lista él mismo había establecido. La ceremonia estuvo marcada por una grandeza y una dignidad tales que permiten pensar que, contrariamente a la práctica habitual, sí es posible un ritual funerario de carácter laico que esté a la altura de lo que, cuando la Iglesia aún practicaba rituales dignos de este nombre, rodeaba de fuerza sagrada el momento de la gran partida. Basta para ello que el arte (mediante textos literarios, música e himnos) esté presente en el lugar que es el suyo: el de manifestación de lo sagrado.
Por la tarde, en medio de la emoción colectiva y en una sala abarrotada por más de 700 personas, se celebró una ceremonia-homenaje marcada por iguales características.
Dirigida por Fabrice Lesade, amigo íntimo de Dominique Venner al que éste le pidió que lo acompañara la tarde de su inmolación en Notre-Dame, y con la participación de jóvenes del movimiento Europe-Jeunesse que portaban banderas, tomaron la palabra en dicha ceremonia, junto con Alain de Benoist y el Padre Guillaume de Tanoüarn, los historiadores y colaboradors de la Nouvelle Revue d’Histoire Philippe Conrad y Bernard Lugan, así como el director de Polémia Jean-Yves Le Gallou. De fuera de Francia hablaron el líder de CasaPound Italia, Gianluca Ianone, y el director de este periódico, Javier Ruiz Portella. Ésta fue su alocución.
EL ARISTÓCRATA Y EL HOMBRE DE LAS PANTUFLAS
He aquí que en los tiempos de la gran blandenguería en los que nuestros únicos dioses se llaman confort, diversión y comodidades; en los tiempos en que todo se equivale y nada vale nada —salvo el dinero y su búsqueda—, he aquí que en tales tiempos alguien va y se quita la vida para afirmar todo lo contrario: la belleza, la grandeza y la nobleza de nuestro destino.
El escarnio infligido a nuestro mundo... inmundo es brutal. Las lecciones, múltiples. Pero quisiera destacar una en particular. Frente al hombre metido en sus pantuflas; frente a ese cobarde que sólo cree en lo que es útil, práctico y factible, Dominique Venner ha venido a afirmar tanto la grandeza como la gratuidad de su gesto.
¡Qué clase tenía Dominique Venner!, ese hombre con alma de aristócrata que pertenecía a la alta «aristocracia secreta», como él la llamaba y cuya plasmación deseaba con ardor. Pero he aquí que, contrariamente a los pequeñoburgueses que hoy reinan, los aristócratas son —o eran— gente capaz de realizar gestos tan grandes como gratuitos. Gestos que no aspiran a ninguna eficacia tangible, concreta, medible. Gestos que no son sino una señal, un símbolo, un ejemplo de aquello que se defiende. A seguir… ¡y allá los otros si no lo siguen!
No han comprendido nada los pequeñoburgueses que le reprochan a Dominique Venner un gesto —pretenden— que «no sirve para nada», «no tiene ninguna utilidad» y, por consiguiente, «ningún sentido», concluyen esos «utilitaristas» que parecen creer que el sentido se reduce a lo útil y a lo agradable.
No han comprendido que Dominique Venner sabía perfectamente que su gesto no iba a cambiar el rumbo del mundo de forma medible, inmediata. No han comprendido que aspiraba a otra cosa: a la belleza, a la nobleza de un gesto que se sitúa en la larga duración y cuya eficacia política —si alguien se empeña en tal palabra— sólo se puede medir en términos de simientes, de gérmenes que algún día se abrirán tal vez. ¡Y allá penas si no se abren!
«Dulce et decorum est pro patria mori», decía Horacio. «Dulce, honroso es por la patria morir». También decía: «Carpe diem». «¡Atrapa, goza del día que pasa!». Limitándose al Carpe diem, los niñatos mimados de hoy —el Homo festivus del que habla Philippe Muray— creen haber encontrado en el pobre Horacio la exaltación de su hedonismo tan miserable como egotista. Su hedonismo vulgar, habría que decir para contraponerlo al hedonismo heroico que proclama Horacio, él que nos incita a gozar de nuestra vida mortal… y a ser capaces, si hace falta, de ofrecer esta misma vida en defensa de la patria.
¿A qué patria ha ofrecido su vida este otro gran hedonista heroico que era Dominique Venner? La respuesta se halla en sus libros. Ha muerto por nuestra patria europea (por esa Europa que, más allá de un continente, implica una civilización). Ha muerto para defender el antiguo linaje de esa Europa amenazada hoy por sus propios demonios y por los que se derivan de la Gran Sustitución de poblaciones —feliz término acuñado por Renaud Camus— que nuestros oligarcas nos infligen. Dominique Venner ha muerto por Europa. Así pues, ha muerto también por Francia, parte inextricable de Europa.
No hay ninguna oposición, ninguna contradicción entre nuestros pueblos europeos. No hay sino una múltiple, rica diversidad en el ámbito de un mismo espíritu. Ha desaparecido afortunadamente el nacionalismo patriotero que, en «el Siglo 1914»,[1] nos llevó a la pérdida. He ahí otra de las lecciones maestras que nos da Dominique Venner, ese europeo de Francia.
Orgulloso de esta lección y como europeo de España que soy, vengo aquí a saludar la memoria de Dominique Venner al mismo tiempo que, tanto en mi propio nombre como en nombre de nuestros amigos del otro lado de los Pirineos y del otro lado del Atlántico, les expreso a todos —y en primer término a su familia— mi saludo lleno de emoción.
[1] Título del libro cuya versión, elaborada por el propio Dominique Venner para ser publicada en España, se titula Europa y su destino.