Los tíos Gilitos de Davos, aquellos que lo tienen todo, nos dicen a los demás que en 2030 no tendremos nada y seremos felices. Por supuesto, lo que a uno se le ocurre pensar es que, si en no tener propiedades está la felicidad, los mandamases del Foro Económico Mundial tendrían que ser los primeros en demostrar lo acertado de su propuestas, en renunciar a sus posesiones y vivir en una franciscana pobreza. Cuando los Gates, Soros, Rothschild, Obama, Botín y demás buitres, quebrantahuesos y alimoches de la oligarquía mundial vivan de alquiler, entonces nosotros, los mortales de a pie, seguiremos su santo ejemplo… Si nos da la gana, que la santidad nunca ha sido obligatoria.
A mucha gente a la que le ha costado una vida de trabajo reunir unas pocas posesiones, no les hace ninguna gracia que les desposean y deshereden los tipos más ricos del mundo, que cuentan sus tierras por miles de hectáreas, sus inmuebles por decenas y sus aviones particulares a pares, y eso sin caer en la tantálica labor de contar sus infinitos millones. Esta pasión de los ricachones de Davos por expropiarnos lo poquito que juntamos en una breve y atareada existencia corre parejas con la manía de la socialdemocracia por arrancarnos a impuestos los tristes óbolos que rescatamos de la lucha por el pan diario. Hoy, un trabajador que al morir deje a sus hijos unas posesiones más o menos aseadas, les está condenando a la ruina. Gracias al impuesto de sucesiones, patrimonios enteros son heredados por Hacienda, porque los herederos no pueden hacer frente al racket de los gángsters tributarios. Uno piensa que va a dejar al morir un pequeño haber a sus hijos, ya que para eso ha pagado unos impuestos en vida; pues resulta que no, que esos bienes y ahorros van a servir para pagar los trips en avión privado del “doctor” Sánchez y los chiringuitos transexuales de la Lady Macbeth de Galapagar.
Aniquilar a las clases medias
Socialdemócratas y vampiros transnacionales coinciden todos en lo mismo: la necesidad de aniquilar a las clases medias y de expropiarlas. No es cosa de broma: la propiedad es uno de los fundamentos de las sociedades libres, el que permite al hombre proyectarse sobre las cosas y establecer una mínima soberanía material que garantiza su condición de persona, de alguien que no es un esclavo. Desde Roma, la propiedad se ha considerado un derecho esencial y absoluto del hombre libre, del ciudadano. Cuando los córvidos y hienas de Davos nos anuncian de que dentro de diez años, o quizá menos, nadie tendrá nada en propiedad, nos están anunciando que todos seremos esclavos, los siervos de estos señores de horca y cuchillo que se sientan en los grandes despachos de Occidente. Nunca habían sido tan explícitos al respecto. Resulta muy triste tener que recordar algo tan simple, tan evidente, al europeo idiotizado de nuestros tiempos: sin propiedad no puede haber libertad. ¡Quién nos iba a decir que el comunismo lo impondrían los banqueros!
Como buenos estafadores, como los trileros de alto copete que son, no dejan de ofrecer un cebo para que los incautos piquen en el anzuelo como besugos, como si del entrañable timo de la estampita se tratase: “No tendrás nada, pero serás feliz”. Los críticos se suelen fijar en la primera parte de esta proposición, pero pocos reparan en la segunda, que es la peor. Primero, porque la felicidad no existe. Eso sólo lo pueden creer los adolescentes y la plétora de tarados que siguen los culebrones televisivos y se atiborran con la bazofia disneyana de Hollywood, que no son pocos. Cualquier ser humano con un mínimo de recorrido vital sabe que existen los momentos felices, pero no la felicidad como un estado permanente. Es decir, los buscones y alfaraches de Davos nos arrebatan nuestras propiedades a cambio de una ilusión, de un equivalente moderno de la antigua venta de indulgencias. En segundo lugar, los modos de ser feliz de cada hombre difieren en gran medida: no todos somos felices con lo mismo. ¿Nos podrían decir los pontífices del Nuevo Orden Mundial cómo van a conceder la misma felicidad a seres tan dispares? Sobre todo, como puede ser el caso de este que suscribe, cuando nunca se es más feliz que al llevar la contraria a sus señorías y quebrar toda la tabla de sus mandamientos.
La lista de propósitos para 2030 es escalofriante y apenas encubre un empobrecimiento y proletarización de los pueblos de Europa, que se acabarán convirtiendo en un rebaño indiferenciado de parias, de proletarios sin prole siquiera. Y todo ello, encima, salpimentado con un aderezo estomagante de moralina, de supuesta lucha por salvar el planeta, de preces y rogativas de la religión del clima. Tiene gracia que quienes nos amonestan con las emisiones de nuestros modestos diésel andan por el mundo llevados en alas de poderosos y muy contaminantes jets privados, cuyo despegue causa más daño a la atmósfera que todo lo que puedan emitir nuestros cacharros durante su precaria vida útil.
Por supuesto, no podía faltar en toda esta monserga del puñetero planeta el inefable Bill Gates, santo patrón del aborto, apóstol de la despoblación, inquisidor maltusiano y predicador con púlpito de pago en toda la prensa mundial. Esta sibila miope del coronavirus es la Casandra de nuestro tiempo, pero hay que reconocer que juega con ventaja, que tiene los naipes marcados, que les dés sont pipés, como dirían los franceses. Mira que China es grande, y va el coronavirus y aparece justo a muy pocos metros de la sede de los laboratorios donde se experimenta justo con esos bichos. Y justo uno de los socios de esa empresa es el filántropo de Silicon Valley, el mismo que justo un año antes había estudiado todos los efectos de una pandemia mundial. ¿Será justo por eso por lo que sus empresas van a dar un pelotazo multimillonario con las vacunas? No, eso son casualidades. Inferir causalidades es propio de las fantasías de los conspiranoicos y no debemos difundir esas tesis delirantes, que sólo sirven para dañar el buen nombre de uno de los benefactores más importantes del género humano, sólo comparable con George Soros y Herodes el Grande.
Pretenden liberar polvo de carbonato de calcio para atenuar la luz del Sol sobre el planeta
¿Y qué decir del proyecto ScoPEx o Experimento de Perturbación Controlada Estratosférica del filántropo? Se trata de liberar polvo de carbonato de calcio en la atmósfera para atenuar la luz del Sol sobre el planeta. Más que ante un amigo del género humano, nos encontramos ante el mismísimo Dios Padre, o un manijero del Creador que pretende modificar Su Obra mediante la industria y no el milagro. Antes, en los tiempos de superstición humanística, a estas conductas se las tachaba de megalomanía. Ahora se ha descubierto que son actitudes virtuosas y bienaventuradas (léase El País y demás prensa “independiente”) y, además, unen los beneficios económicos con el amor al prójimo en un lindo ágape de Mammón y Moloch. Por supuesto, Gates no se conforma con lanzar porquerías al aire, también quiere regular nuestros estómagos y obligarnos, literalmente forzarnos, a comer carne artificial. Ni que decir tiene que esto también se hace por el planeta y para evitar el maltrato animal, nobles principios éticos que hacen aún más vomitivo el comistrajo. Es decir, para salvar el planeta y sus ecosistemas, Bill Gates se va a cargar la ganadería y, supongo que más tarde que temprano, la pesca. Para ello, qué mejor que sentarnos a la mesa del Burger Gates a ingerir una hamburguesa fabricada por la industria bioquímica con un ersatz de proteínas transgénicas a la salsa de hidrocarburo, todo de lo más ecológico.
Los jinetes del Apocalipsis se llaman Ciencia, Dinero, Política y Prensa
Con semejantes filántropos no nos hacen falta huracanes, pestes, guerras ni calamidades. Los jinetes del Apocalipsis se llaman Ciencia, Dinero, Política y Prensa. Y el peor, con mucho, es el primero, cuyo trote deja tamañito al del caballo de Atila por deshumanizado, intolerante y rígido. Hasta el Islam es preferible a esta dictadura de los nerds de Silicon Valley. Bajo la Ley del Profeta por lo menos podremos comer kebab de cordero y ternera.
Triste destino el del europeo de 2030, destinado a convertirse en paria. De momento, y gracias al coronavirus, ya somos intocables.
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