Los objetivos de los separatismos son algo sumamente confuso. Separarse para generar qué cosa, sería la pregunta. Cuando las Provincias Unidas del Río de La Plata se disolvieron, se generaron varios países que en realidad empequeñecieron un proyecto continental sobre una base federal, semejante a la de la de los EEUU antes del triunfo yanqui en la guerra de secesión. Los grandes espacios difícilmente tengan una constitución unitaria.
Cuando veo que sobre la base de antiguas “nacionalidades” o “regiones” se agita el separatismo en Cataluña o en el norte de Italia, la pregunta inmediata es la misma: separarse para qué cosa. Mis viejos reflejos buscan entonces de inmediato el gran proyecto continental, ese gran proyecto que justifique proponer semejante cosa, que justifique desagregar las unidades históricas correspondientes a una época para entrar en otra.
A su vez me pregunto por qué perjudican las actuales naciones española o italiana el desarrollo político futuro del norte de Italia o de Cataluña. Se sabe que las regiones que buscan autonomía tienen una situación económica mejor que el resto de sus connacionales, pero eso no es la política. De hecho la forma como se mide la economía y quiénes la miden es la quintaesencia del sistema. Habría que analizar también si nada le deben esas regiones a sus connacionales menos favorecidos.
En un mundo que concentra poder, hay dos posibilidades para abordar el separatismo. La primera es que realmente este sea parte de un proyecto superior, con un sentido de imperium, con un contenido sacro, elevado, trascendente. La otra posibilidad es que como sucursales favorecidas (al menos por el momento) por el nuevo orden mundial, los separatistas se vean a sí mismos como los “empleados del mes” de McDonald. Empleados del mes o del año, chicos ejemplares a los que les va bien porque “sirven” más que los demás, son más lindos y quieren ser la cara “blanca” de un sistema que devasta todos los tópicos de lo que podría llamarse una identidad europea. Racismo de barrio en un mundo global.
Debo decir que hasta ahora el gran proyecto no se divisa. Y en el caso de Cataluña sobre todo, la gerencia del proyecto conjuga muy bien con todas las características ideológicas de las empresas políticas y económicas globales.
Cuando se quebró el proyecto nacional americano, se quebró a través de las naciones unitarias a la medida del capitalismo y del comercio inglés. En ese caso fueron las naciones a medida los verdugos de un gran proyecto federal. Los estados provincias fueron manipulados por el poder anglosajón creando estados nacionales de una medida y estructura más o menos manejable. Manejable es una palabra adecuada para todo este tema. Ciertamente las regiones europeas separatistas no están articuladas en torno a una Europa soberana, sino todo lo contrario. Y si la soberanía no tiene otro remedio desde que el mundo es mundo que poseer un poder militar, Europa se aleja entonces cada vez más de su soberanía. De hecho un ejército catalán o “Liganordista” suenan a chiste.
Cualquier separatismo que no proponga un proyecto de unas dimensiones coherentes es irrisorio. De hecho los criollos eurodescendientes de Sudamérica podemos discutir nuestro rol relativo en el proyecto continental, pero no el proyecto continental en sí. De otro modo nos convertiríamos en pequeñas empresas al servicio de un poder global omnímodo que quizá nos utilice un tiempo a su antojo, hasta agotarnos y descartar nuestro abyecto servilismo.
La defensa de la identidad también puede ser algo pequeño y manipulado. Si esa identidad no sirve para grandes proyectos, no tiene ningún destino más que servir al gran poder concentrado. En Sudamérica hay barrios cerrados con un puesto de control en la entrada. En Europa hay grupos separatistas. No hay mucha diferencia entre unos y otros. Quizá el PBI de cada barrio, pero nada más. Las mismas cosas que dicen unos las dicen otros. De hecho las he oído personalmente en ambos sitios. Es demasiada casualidad.
Que las calles estén limpias, el pasto cortado y el dinero de los bancos circule más, no es ciertamente el gran logro de una raza. Una raza cansada y decadente por cierto. Y embrutecida además, porque si los italianos del norte no reconocen la cultura que se desarrolló en Sicilia o los catalanes la de Castilla, no merecen ser abanderados de una estirpe a la que de ese modo demuestran no pertenecer.