Con motivo de la muerte del presidente Chávez, que curiosamente ha coincidido con el 60.º aniversario de la de Stalin, escuchaba atentamente hoy una de sus extensas y verborrágicas entrevistas por televisión.
Soy muy respetuoso de los procesos políticos de todos los países, a condición que el respeto sea recíproco. Quizá por eso nunca me atrajo mucho hablar de ciertos temas como Chávez y el chavismo, pero parece ser que es un tema sin el cual no se puede pensar en política en Latinoamérica. Por lo tanto, dados los imperativos de la actualidad, hoy sí lo haré.
En primer lugar antepondré el respeto por la persona y por la opinión y el dolor de su pueblo. En segundo lugar, como yo no soy parte de ese pueblo, no tengo por qué presentar el hecho como si la Argentina se fuera a hundir después de su muerte.
En la entrevista televisiva, con un tono caribeño bastante extraño para mí, el hombre mezclaba marxismo, cristianismo, teología de la liberación y algunos conceptos filosóficos sinceramente ajenos e incomprensibles para alguien como yo, identificado con un líder que hablaba de los griegos, de los romanos, de César, de Alejandro, de Plutarco y no de socialismo sino de tercera posición, en un país como el nuestro que, cuando fue grande, resultaba casi prusiano en su carácter, totalmente europeo en su cultura y también en las características de sus problemas políticos y sociales.
El discurso chavista siempre me fue extraño. No dejo, sin embargo, de respetarlo. Sé que Venezuela era un país sumido en la pobreza y en la ignorancia antes de Chávez: ignoro si lo sigue siendo ahora. Un barril de petróleo por las nubes enmascara mucho las cosas, sobre todo ciertos índices que, como todos sabemos, varían según el tipo de medición y el interés de quien los haga. Pero tampoco un índice nos dice si un país es culto, poderoso o si jugará un papel importante en la Historia.
Lo verdaderamente feo, desagradable y muy triste es que un país como la Argentina, con sus antecendentes políticos y culturales no pueda tener otro referente revolucionario o no revolucionario que no sea Chávez. Ser las viudas de Chávez señala claramente que la Argentina está en franca decadencia y acaso en disolución, si es que sigue por el camino de la degradación política y el constante descenso cultural.
Me cansan las referencia a Bolívar y al Che. No significan nada para mí. No tienen nada que ver con ningún Pericles, ningún Licurgo, ningún Nietzsche, ningún Heidegger, tampoco ningún San Martín o Perón o tantos otros de nuestro universo cultural que no llegaron jamás a influir en la cabeza del comandante. Sólo llegó enterito a sus neuronas su amigo Fidel, el astuto ideólogo que supo llenar esa cabeza contradictoria y ese liderazgo seguramente sincero y bien intencionado (¿por qué pensar lo contrario?) de un hombre humilde que hizo cosas en las que seguramente creyó, pero que no tienen por qué ser las mías ni las nuestras, como para que debamos llorar como si se acabara el mundo, mientras nunca nos rasgamos las vestiduras por tanta gente que muere día a día en la Argentina asesinada por delincuentes o por falta de una atención médica adecuada.
Nuestras cátedras estuvieron cubiertas por la primera línea de la cultura occidental en otros tiempos: seguramente eso influyó tanto como la decisión política de las clases dirigentes para convertirnos en la gran Argentina que conocimos y que ya no somos más. Pero recordemos: estamos en la decadencia de la Argentina en particular y de Occidente en general, y puede que sea por eso por lo que tantos de los que uno esperaba otra cosa se suman al coro de admiradores del dinámico y verborreico líder venezolano.
Aunque Chávez mezclara cualquier cosa sin ninguna lógica y con un criterio sumamente pobre en sus interminables y pintorescos discursos, diciéndose al mismo tiempo cristiano, marxista, indigenista, troskysta, teólogo de la liberación y medio espiritista, resulta que hasta lo admiran algunos hombres de la llamada Europa disidente. En el fondo, todos sabemos que no tenemos nada que ver con él, pero incapaces como somos de toda acción que nos coloque nuevamente en el escenario político, creemos formar parte de una revolución asumiendo el lamentable papel de ir detrás de revoluciones caribeñas más folklóricas que reales (por no hablar de su carácter tiránico), en tanto el petróleo les sigue llegando a los amos del norte que le pagan al Sur con esa moneda verde sin la cual, al parecer, ninguna revolución es posible.
Los discursos no hacen que se tambalee el sentido del mundo. Sólo puede socavarlo un cambio antropológico de grandes dimensiones con base en una cultura elevada y en una decisión prolongada de superación. Algo que podemos tomar más de Nietzsche que de la confusión dialéctica chavista; algo más sobrio, más profundo y antiguo, algo con estilo.
La única revolución real es la que rescata la tensión milenaria de una cultura: la propia. Por eso mis respetos, mi pésame al pueblo venezolano, sin duda somos hermanos, socios, amigos, a los dos nos conviene eso, pero yo no me meto en revoluciones ajenas, y si en Argentina o incluso algunos en Europa necesitan camisas rojas y ritmo de salsa para su socialismo, es porque no somos capaces de ser lo que una vez fuimos construyendo sociedades, pensamiento, conservando y proyectando lo que nuestros antepasados nos legaron, y no sepultando milenios de cultura bajo el hombre nuevo del materialismo dialéctico igualitario, un tipo de hombre que ha demostrado ser la mejor propuesta de devaluación humana en la historia y que el sistema nos ofrece para una constante decadencia y una definitiva dominación.