Los grupos humanos que ya difícilmente podemos denominar pueblos, se movilizan por cuestiones que difícilmente podemos denominar políticas. Asombrado por ver de golpe tanta gente en las calles de Cataluña el otro día, me puse a pensar hasta qué punto en esta edad oscura ha perdido el hombre el rumbo y el sentido de autoconservación colectiva.
En la antigüedad, o para mejor decir en la historia hasta no hace tanto, se sabía cuál era la base real de un poder. Ahora son pocos los que lo saben. La relación entre las amenazas externas y la capacidad interna de hacerles frente fue durante siglos el principio básico de la política. Territorios a veces no muy extensos ni demasiado numerosos en población han tenido sin embargo gran poder. Ciudades-estado, reinos, naciones, pujaban por contar con la mejor flota, con el mejor ejército, con aliados...: en fin, con todos los medios necesarios para subsistir en un mundo que fue siempre peligroso. Esa noción del peligro, parece haberse esfumado para “el último hombre” que entreviera el gran Nietzsche.
Salir a la calle por problemas de “servicios”, de “desbalance impositivo”, por temas “de caja” o “de facturación” es simplemente la cosa más triste que se pueda ver en estos tiempos. Así como a Europa le fue dado el “estado de bienestar”, así le será quitado. Es una cuestión muy simple: cuando uno pierde soberanía o la cambia por un dinero solventado por el poder de otro, llega siempre el momento de cancelar la deuda, del cambio de humor y de necesidad del amo. El mismo amo que hizo cerrar la caja con dividendos superhabitarios porque a él le servía, hará lo contrario cuando ya no le sirva más.
Y si esto que ahora vemos hizo el amo con los restos de “la gran Europa”, imaginemos lo que puede hacer con esos pequeños Estados-empresa, remedos barriales de viejos Estados con algún recuerdo de lo que fue un poder real: un ejército poderoso, una cohesión social, una voluntad política continental. Si Estados que realmente podían ser llamados como tales han caído con todo su poder, unos Estadillos concebidos como empresas bastante pequeñas por cierto ni siquiera caerán llegado el caso, porque serán desde el principio pintorescos ghettos temporarios para cobijar una felicidad prestada, esa alegría de vivir temporariamente en un barrio un poco más caro que el de al lado. ¿O acaso levantará Cataluña sus ejércitos y sus dioses, para unirlos a una gran epopeya de liberación europea?... Las módicas clases medias que viven y sueñan para el consumo, ya no saben nada de ejércitos ni de dioses (lo cual sería bastante razonable en estas épocas) pero tampoco saben diferenciar el poder real del consumo personal, y eso ya es grave.
Las que algunos llaman “patrias carnales” son algo muy bello en un contexto adecuado: un contexto identitario y cultural, pero el poder real en la posmodernidad es una cosa muy distinta a eso: es un poder inmenso y global que envía sus soldados a casi cualquier punto del orbe y maneja la energía y el consumo (incluyendo lo que comemos claro) a una escala años luz de esas pequeñas patrias que amamos y reconocemos. Ellos siempre integran unidades de poder mayores, cualquier alumno de primer año de estrategia, sabría las consecuencias de desagregar poder por parte de dominados.
Para ir de lo pequeño a lo grande, se necesita un gran espíritu y una comprensión igualmente grande. Una confederación de empresas con dinero prestado no hace ni siquiera un estado. Todo poder ontológicamente grande, termina por ocupar grandes espacios. Así fue con la pequeña Grecia hasta Alejandro, o la pequeña Roma hasta Augusto. El poder real siempre tiende a agregar poder, el podercillo de los barrios ricos en dineros acuñados por una m´quina ajena, dura lo que dura la voluntad que acciona esa máquina, porque detrás de ella hay otras máquinas que se llaman portaviones, misiles, y un largo etcétera.
Suerte Cataluña con la empresa privada. Nosotros en Ultramar heredamos de Castilla espacios tales que no tenemos más alternativa que defenderlos o perecer, pero en términos reales, ya que no fuimos favorecidos por ninguna empresa. Nos tocó la parte dura del pastel.