Los mercaderes del Templo navideño

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Para estas fechas, todos hacen lo mismo que otros años. Aparecen previsibles Santa Claus o Papá Noel, la gente se apresura sobre el alcohol y los turrones. Se desempolvan los pesebres que año a año van perdiendo alguna de sus piezas.

Sin embargo, si nosotros nos atrevemos a decir lo mismo que otros años, deberemos apurarnos a ofrecer la yugular a los vampiros del sistema para que salten sobre ella con sus odios. Ya nos ocurrió en otras Navidades, los fanáticos del cristo de terracota y del pan dulce navideño, se arrogan ser los dueños de la fiesta y montan su bizarra inquisición no sólo sobre los paganos fuegos del solsticio, sino también sobre el Cristo con mayúsculas, el que azotó a los mercaderes y los echó del templo. Pero tenemos por bien sabido que la hipocresía es la base del sistema que nos rige.
 
Nosotros los que pretendemos presentar algún tipo de resistencia cultural, podemos y debemos respetar tanto a los que encienden fuegos milenarios, como a los que se reúnen alrededor de ese Cristo identitario que heredamos en forma directa de Carlos V y de las órdenes guerreras de España.
 
No puede ni debe haber entre nosotros ninguna grieta, porque formamos parte por igual de una resistencia cultural y espiritual a un orden de cosas que no distingue sutilezas. Miles de veces debemos ser tolerantes en ese sentido. Tolerantes con aquellos que se aferran todavía a sus tradiciones. Tolerantes con quienes como nosotros, luchan contra la muerte del espíritu en medio de las ruinas. Guardemos nuestra intolerancia para resistir las vacuas e igualitarias navidades de la globalización.
 
Mi bisabuelo vino a la Argentina a construir una catedral neogótica imponente, en lo que en aquel entonces era el borde de las últimas llanuras del mundo de ultramar. Cada vez que paso frente a ella y levanto la vista hacia sus más elevadas agujas, pienso en la gloria del gótico y añoro el regreso de nuestro antiguo pueblo. Ese pueblo que pudo unir los robles y los vitrales, los fuegos del solsticio y las llagas de un Cristo disidente y en cierto sentido libertario, como aquel Cristo de lanza en ristre que acompañó a nuestros gauchos a conquistar las últimas llanuras de la tierra.

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