La apertura de un testamento, ante el notario o funcionario jurídico correspondiente, siempre está rodeada de un aura de misterio. Leer lo que una persona ha dispuesto para después de su muerte, aunque sólo se refiera a sus bienes y posesiones, hace pensar en cuestiones en las que el hombre de hoy no se detiene con demasiada frecuencia. Y, sin embargo, sería posible escribir un testamento propiamente espiritual, en el que quien se siente cerca de la muerte dejara escritas para sus amigos y allegados algunas reflexiones esenciales sobre el sentido que, ahora que llega el final del camino, siente que ha tenido su vida.
Fue en 2005, poco después de la muerte de Juan Pablo II, cuando los periódicos de todo el mundo llevaron a sus portadas un término por lo demás exótico en la secularizada sociedad contemporánea: se hacía público el testamento espiritual del Papa Wojtyla, igual que, en su día, se había dado a conocer el de Pablo VI. Por otra parte, los historiadores de la vida privada, con Philippe Ariès a la cabeza, nos han mostrado que, en siglos pretéritos, no era raro que una persona, a la vez que hacía testamento para designar a los herederos de sus bienes, añadiera un apéndice de naturaleza religiosa, una especie de carta confidencial dirigida a sus íntimos, haciendo repaso del curso de su vida.
En cuanto a cómo son hoy las cosas a este respecto, sólo cabe decir que, en una sociedad en la que los hombres se niegan sistemáticamente a pensar en su futura muerte concreta e individual, se comprende fácilmente que la idea de hacer un testamento espiritual deba incluirse en la categoría de los exotismos y las meras entelequias. Ahora bien: haciendo un elemental ejercicio de imaginación, y si realmente queremos crear una nueva sociedad, sobre bases radicalmente distintas de la que actualmente boquea en medio de sus últimos estertores, podríamos concebir para el futuro un tipo de cultura que tuviese, como uno de sus rasgos característicos, la costumbre de que los seres humanos, llegados a un cierto momento de su vida, o bien cuando deciden a quién quieren dejar sus bienes, escribiesen su “testamento espiritual”, entendido como una reflexión sobre los acontecimientos más significativos de su vida, sobre su fe o su falta de ella, y sobre el sentido de la existencia humana.
Por supuesto, cada persona podría elegir la manera que considerase más adecuada para redactar su testamento espiritual: el caso es que, si realmente esta institución adquiriese carta de naturaleza y se generalizase, sería posible que, por ejemplo, un nieto leyese el testamento espiritual del abuelo al que nunca conoció y supiese cuáles fueron sus últimos pensamientos durante los días anteriores a su muerte, o bien en el momento en el que hizo testamento y decidió agregar ese apéndice: cómo se despidió de sus seres queridos, lo que dijo e hizo cuando la muerte ya llamaba a su puerta (pues, en efecto, cabe imaginar que los testigos de esos últimos días añadiesen sus propios testimonios). Así, las familias irían teniendo una colección de testamentos espirituales, de últimas palabras de sus miembros, que sin duda serían conservados como un tesoro que se debe transmitir de generación en generación.
¿Verdad que el lector tiene la impresión de que le estoy hablando de otro mundo, que no es éste en el que hoy vivimos? Yo, desde luego, sí la tengo: testamentos espirituales dentro de las familias; testamentos espirituales de categorías profesionales determinadas –médicos, profesores, psiquiatras, escritores, filósofos, sacerdotes- que se publican en formato de libro, dejando en el anonimato –o no- al autor; y, desde luego, una juventud que crece sabiendo lo que pensaron sus mayores al disponerse a afrontar los últimos momentos de su vida. Me parece evidente que una institución como la que aquí propongo serviría –si realmente arraigase en la conciencia colectiva de nuestra sociedad-, ya por sí sola, para purificar notablemente la enrarecida atmósfera que actualmente respiramos.
Es evidente que una sociedad futura en la que fuese habitual que las personas escribiesen su testamento espiritual sólo podría surgir si, a la vez, existiesen en ella otros muchos elementos de naturaleza análoga; es decir, si esa sociedad y esa cultura viviesen centradas en el mundo eterno del significado más profundo de las cosas, e hiciesen girar en torno a este centro todo lo demás. ¿Queremos realmente que tal tipo de cultura se convierta en realidad? Pues tal vez una forma de contribuir a ello sería escribir –o pensar en escribir en un futuro, más próximo o más lejano- nuestro propio testamento espiritual, y hacer saber a alguien de nuestra familia, o a otra persona de plena confianza, que está guardado en tal o cual sitio de casa y que deseamos que se abra y lea después de nuestra muerte.
Así que aquí dejo la idea, por si a alguien le puede interesar.