Una de las mayores miserias espirituales de nuestro tiempo reside en la alienación en la que vivimos respecto a nuestro entorno urbano. El hombre occidental de nuestros días mantiene una relación abstracta y vacía con la ciudad en la que vive. Normalmente, sabe poco de su historia, y sobre todo del profundo conjunto de significados que, con gran frecuencia, se esconde en sus monumentos, en sus calles, en sus plazas, en sus fuentes, en sus iglesias, en sus edificios oficiales.
Las ciudades se han convertido para nosotros en monstruosos conglomerados de asfalto y hormigón donde reina un caos sin normas y de los que muchos sueñan con huir. Y, mientras tanto, una metafísica olvidada nos espera tal vez a la vuelta de cada esquina.
Como nos enseñó en su día Giambattista Vico, los antiguos tenían una aguda conciencia del carácter sagrado de las ciudades en las que habitaban: islas de orden en medio de un mundo exterior hostil, la fundación de la ciudad se desarrollaba según un ritual sagrado que la articulaba en torno al centro del mundo. También Fustel de Coulanges, en La ciudad antigua, insiste en la misma idea: tanto griegos como romanos concebían sus ciudades de un modo que hoy nos es completamente desconocido. Entre nosotros, también Julio Caro Baroja, en uno de sus infinitos ensayos, abundaba en esta misma verdad: que los hombres de otras épocas comprendían sus ciudades como realidades dotadas de un profundo sentido simbólico y espiritual.
Sin embargo, la ciudad moderna nace precisamente como una victoria del utilitarismo más ramplón contra el sedimento de cultura y significado depositado durante siglos en las conciencias de los hombres. La ciudad moderna, racionalista, se constituye como una sucesión de edificios yuxtapuestos según el principio de eficacia en el aprovechamiento del espacio. En el siglo XIX se destruye el París medieval para dar paso al París cuadriculado y cartesiano del positivismo. No es extraño que sea entonces cuando surge como término con carta de naturaleza propia el spleen, ese sentimiento de malestar melancólico que asalta al hombre en la ciudad de la era industrial. John Ruskin y los demás neomedievalistas decimonónicos podían clamar contra el feísmo del hierro y del hormigón, añorando la ciudad orgánica de la Edad Media; pero la suerte ya estaba echada: se iniciaba la era de la ciudad sin normas ni principios, desgajada de su historia, despoblada de sus símbolos, y entendida también ella –según la célebre fórmula acuñada por Le Corbusier– como una “máquina para habitar”.
Hoy en día vivimos las últimas y más deplorables consecuencias de esta forma de entender la ciudad y, por ende, el mundo humano en su conjunto. La violencia urbana y las subculturas del graffiti, el skateboard y el breakdance constituyen fenómenos estrechamente relacionados con ese ambiente frío, vacío e inhóspito característico de la ciudad moderna. El hombre occidental de hoy ha perdido la mirada metafísica sobre la realidad y, entre otras catástrofes, se ha vuelto incapaz de percibir el misterio inscrito en los edificios y monumentos de su propia ciudad. Una incapacidad que, sin duda, reclama un enérgico esfuerzo “pedagógico” destinado a redescubrir a los hombres de hoy, analfabetos en cuanto a todo lo esencial, el misterio rodeados por el cual viven.
Y no, no es que nos falten libros para abordar tal empresa: existen en nuestras grandes librerías magníficas obras sobre el simbolismo arquitectónico antiguo y moderno, y sobre las insospechadas conexiones existentes entre el urbanismo y el mundo de la cultura y la espiritualidad. Por otra parte, todos hemos visto alguna vez ese tipo de libros que prometen descubrirnos la “Barcelona secreta” o el “Madrid secreto”, y que, más que a la metafísica urbana misma, suelen estar dedicados a narrar ciertas leyendas o episodios notables asociados por algún motivo a tal o cual lugar de la ciudad. Pues bien: de lo que se trataría hoy es de emprender un riguroso trabajo introspectivo que, adentrándose en el vientre y en el corazón de la ciudad –como hacen, por cierto, los psicogeógrafos en el mundo anglosajón–, sacara a la luz la urdimbre de significaciones que, de manera consciente o inconsciente, se ha ido tejiendo en nuestras ciudades con el paso de los siglos.
Cualquier ciudad, cualquier pueblo, por pobre que en un principio nos pueda parecer en cuanto a su arquitectura, alberga elementos suficientes para que, acudiendo a los datos de la historia o bien descubriendo significaciones de nuevo cuño por medio de la imaginación simbólica, se pueda confeccionar a través de sus calles y plazas un fascinante itinerario que, en último término, se convirtiese en un laberinto iniciático que nos lleve hasta el corazón del mundo. Ciertamente, ya hoy muchas Oficinas de Turismo ofrecen, en los folletos que ponen a disposición del visitante, recorridos culturales que componen una cierta narración en la que se tocan tales o cuales aspectos históricos y artísticos de la ciudad en cuestión. Sin embargo, esto es sólo el balbuceo inicial de lo que podría en un futuro llegar a existir: una auténtica ciencia del urbanismo sagrado, y la conciencia de que adentrarse en cualquier ciudad puede convertirse en una incomparable aventura interior.
Se trataría, por tanto, de que escritores, humanistas, filósofos, historiadores, cronistas, antropólogos, arquitectos, urbanistas e intelectuales versados en simbología y ciencias tradicionales compusieran un libro –o una serie de libros– que, para cada ciudad, recogieran los aspectos más relevantes del alma de la misma, tal como tal alma se revela en los edificios y monumentos de sus calles. Ese libro podría figurar en la biblioteca de cada familia de la ciudad en cuestión y formar parte de la iniciación espiritual que debería tener lugar en su seno: un padre recorre con su hijo –o un profesor con su alumno– las calles, las fuentes, las plazas, los jardines, los mil y un elementos de la ciudad en la que viven, y, al hilo de este itinerario, le va explicando los secretos del mundo que están objetivados en la figura de una hornacina, en los leones esculpidos en la piedra de una fuente, en el tronco poderoso del gran ficus de un parque, en el nombre de una calle, en la ornamentación de un edificio modernista, en la vieja inscripción que se descubre en el muro de una iglesia etc. etc. Y todo ello desbordando cualquier mera narración más o menos erudita o culturalista, para llegar al territorio del simbolismo esencial tal como lo concibiera en su día Juan Eduardo Cirlot: como un lenguaje secreto que nos enseña a entender los mensajes que, bajo la protección de la cifra y el enigma, se esconden tras el silencio del mundo.
Podemos imaginar también que tal libro –el “libro secreto de la ciudad”– se organizara como una serie de volúmenes que compusieran como una escalera hacia grados de iniciación cada vez más elevados, y que se evitara descubrir al profano no convenientemente dispuesto. También aquí, el acceso al conocimiento exige un trabajo de ascesis interior. De manera que, cuando un viajero llegase a una nueva ciudad y quisiera informarse sobre el Libro Secreto de la Ciudad, supiese que la propia consulta de dicho libro forma parte de un itinerario que ya ha empezado a recorrerse.
Busquemos, pues, en todas nuestras ciudades, la “ciudad secreta”, y convirtamos tal búsqueda en parte viva de nuestra cultura. Construyamos ciudades con arreglo a principios simbólicos que hoy hemos arrumbado. Creemos cada uno de nosotros nuestra propia ciudad secreta personal, fruto de innumerables paseos meditativos. Indaguemos en el sentido metafísico de cada árbol, cada rincón, cada paraje, cada elemento arquitectónico. Al hacerlo, viajemos por el interior de nuestra propia alma. Miremos el mundo, en fin, con los ojos de Tarkovski: para percibir el misterio inefable que nos envuelve, y también para que nuestra ciudad vuelva a convertirse para nosotros en un lugar maravilloso y en un fascinante hogar.