Atravesamos una profunda crisis espiritual desde mucho antes de que nuestras ciudades empezaran a llenarse de turbantes y hijabs: somos nosotros mismos nuestro mayor problema, el de una Europa que ya no cree en nada, y ante cuya falta de grandeza y de fe en sí misma el Islam avanza invocando el derecho eterno de los pueblos que todavía creen. Y es que lo decisivo no es la potencia militar, el nivel tecnológico o el progreso económico: lo decisivo es… creer apasionadamente en algo y, aspirando a cosas grandes y bellas, ser capaces de emprender con arrojo grandes empresas.
El pasado domingo 29 de noviembre, los votantes suizos, utilizando ese saludable instrumento político —tan poco usado entre nosotros— que es el referéndum, decidieron por una amplia mayoría prohibir que las mezquitas que se construyan en el país helvético Suiza exhiban minaretes. Nótese bien que no se prohíbe, y ni siquiera se restringe, la construcción de las mezquitas mismas: sólo se excluye la adición del almínar o minarete, símbolo visible de la cada vez más notoria presencia del Islam no ya sólo en Suiza, sino en todo el solar de la vieja Europa.
Los partidos identitarios suizos, promotores de la iniciativa, se felicitan de su éxito: ya era hora —piensan— de empezar a pararle los pies a la expansión inmoderada de un Islam cada vez más osado. Por su parte, la clase política suiza, el stablishment dirigente, ve en el resultado de la consulta popular un evidente quebradero de cabeza: como en el caso de Dinamarca y la “guerra de los viñetas”, temen que ahora los fanáticos de la yihad global pongan a Suiza en el punto de mira, y también que se deterioren las relaciones políticas y comerciales con los países musulmanes. Por otra parte, la Suiza tolerante y neutral, la Suiza de la Ginebra cosmopolita —cantón donde, por cierto, la propuesta derechista ha sido rechazada—, se echa las manos a la cabeza ante lo que considera una derrota del principio multiculturalista y un peligroso avance de las posturas xenófobas e islamófobas. La intelectualidad suiza de izquierdas, el gobierno y los grandes medios de comunicación deploran la prohibición de los minaretes, signo —estiman— de una sociedad que se radicaliza hacia la derecha. Y, en fin, la Iglesia Católica suiza hace un llamamiento a la comprensión mutua y al diálogo, con lo que tácitamente expresa su falta de acuerdo con el resultado de la consulta y, por tanto, con la voluntad mayoritaria de la población.
Y bien: desde el punto de vista de la reflexión filosófica, ¿hay que felicitarse de que en Suiza no se vayan a construir más minaretes? En mi opinión, no es posible dar una respuesta unívoca y sin matices a esta pregunta. Por un lado, me parece sano que los suizos se hayan desembarazado del lastre de la corrección política —ese cáncer de lo pusilánime que nos corroe—, como hicieron hace unos años franceses y holandeses en un contexto distinto, al rechazar en referéndum un desvaído proyecto de Constitución Europea: en efecto, y frente a la táctica de “expansionismo mecánico” que aplica en Europa el Islam (más mezquitas, más hijabs y niqabs en la calle, más concesiones de las autoridades, más conquistas de espacios públicos, más victorias simbólicas —como la de construir una mezquita en Oxford, santuario de la tradición cultural europea— y, en fin, frente al rápido crecimiento de la población islámica y, por tanto, frente a su peso demográfico cada vez mayor), es necesario que los europeos se sacudan su pasividad y den un cierto puñetazo sobre la mesa, como diciendo: “No, señores, no: la situación ya está pasando de castaño oscuro; admitimos que los musulmanes se instalen en nuestro país en busca de un futuro mejor, pero no que se marquen como objetivo irnos comiendo el terreno ni que nos vayan islamizando paso a paso. Tenemos unas tradiciones, una cultura y un estilo de vida, y si quieren quedarse aquí, tienen que aceptar los límites que les impongamos”. Como digo, me parece muy positivo que los suizos —los europeos— lancen este mensaje alto y claro. En defensa de unos principios que están entre nuestras más medulares señas de identidad.
Sin embargo, las cosas son más complicadas que todo esto: no nos podemos quedar en la comprensible euforia de los promotores del referéndum suizo. En primer lugar, porque, por sí misma, la prohibición de los minaretes no soluciona el problema. Si lo que se quiere frenar es el avance del Islam, su creciente presencia en el espacio público, los minaretes —pese a su valor simbólico— sólo constituyen un elemento entre otros muchos. Se seguirán construyendo mezquitas. Habrá cada vez más alumnos musulmanes en nuestras aulas. Veremos todavía más chicas con el pañuelo islámico que hoy. Tendremos alcaldes musulmanes, y los representantes de la comunidad islámica llegarán al Parlamento. Seguramente no está fundado el temor de que el Islam llegue a ser, dentro de algunas décadas, demográficamente mayoritario. Pero lo cierto es que la presencia de la comunidad islámica en Europa tenderá en un futuro a reforzarse con una intensidad cada vez mayor. Y ello —por cierto— con minaretes o, por el contrario, sin ellos.
Por supuesto, los partidarios del multiculturalismo y de las mezcolanza cultural posmoderna no aprecian en tal proceso ningún problema: fascinados por el Gran Bazar de Estambul y por los zocos de Casablanca y Marrakech, ven en el Islam —o en lo que ellos conciben como el Islam— un interesante elemento que contribuya a crear la Europa mestiza y abigarrada del futuro. Sin embargo, el grueso de la población tiende a ver las cosas de otra manera: en pueblos y ciudades, los musulmanes ocupan calles, plazas, barrios. Desplazan a la población local. Se hacen constantemente visibles. Y no muestran el menor empacho en instaurar entre nosotros sus propios usos religiosos y culturales, aunque ello genere entre los europeos autóctonos un malestar creciente: la sensación de que el mundo ya nunca volverá a ser lo que fue, y de que nuestra sociedad se torna un lugar cada vez más inhóspito e incluso hostil, invadida por gentes —los extranjeros en general, y muy particularmente los musulmanes— que hablan lenguas extrañas y que nos miran con la misma desconfianza con que nosotros los miramos a ellos.
¿Cómo resolver una situación tan problemática? ¿Serán suficientes las campañas gubernamentales a favor del entendimiento, la convivencia y el diálogo? No lo parece: pese a todos los esfuerzos, en colegios e institutos los alumnos musulmanes constituyen un grupo aparte que se cierra sobre sí mismo y con el que los chicos de aquí tienen más bien poco contacto. Este estado de cosas se repite a nivel general: existen demasiadas barreras culturales y demasiada poca voluntad real de integración. No basta con decir que “gente buena hay en todas partes y que todos tenemos que llevarnos bien”. Eso ya lo sabemos. Hace falta algo más.
¿Qué más? ¿Prohibir los minaretes? ¿Prohibir el velo islámico en la escuela pública, como han hecho los franceses? ¿Prohibir el burka en los espacios públicos, como se ha hecho en Holanda? ¿Mandar salir de la sala a una abogada que llevaba el hijab, como hizo hace unas fechas entre nosotros el juez Gómez Bermúdez? ¿Dificultar al máximo la construcción de más mezquitas? O bien, por el contrario, adoptar una política radicalmente contraria y mostrarse extraordinariamente permisivo con la cultura islámica, como ha hecho durante décadas Gran Bretaña —con pobres resultados, como se sabe?
Es evidente que ni la propuesta francesa —asimilación obligatoria— ni la inglesa —permisividad multiculturalista— han funcionado. ¿Funcionará ahora, servirá para algo la prohibición suiza de los minaretes? ¿No enconará aún más el conflicto, al ser percibida por millones de musulmanes —fuera y dentro de Suiza, fuera y dentro de Europa— como una humillación? ¿No provocará tal vez una especie de reactiva resistencia civil, animando a los musulmanes a redoblar la manifestación pública de su fe y de su cultura a través de los más variados signos? ¿Lo arreglaremos todo con un nuevo referéndum y con una nueva prohibición?
No, me temo que no. Y, sin embargo, el rechazo de los suizos a los minaretes —a una progresiva islamización de Suiza, paralela a una creciente disolución de los signos identitarios propios— puede contener la clave para afrontar de otra forma nuestro futuro. Ahora bien: esto sólo sería posible en la medida en que ese rechazo no represente una simple muestra de antipatía y de aversión, sino que signifique que hemos vuelto a creer en algo. Porque —no lo olvidemos— los musulmanes no son nuestro verdadero problema: nuestro problema somos nosotros mismos. Como es más que evidente, las sociedades occidentales atraviesan una profunda crisis espiritual desde mucho antes de que nuestras ciudades empezaran a llenarse de turbantes y hijabs. Lo repito: nosotros, nosotros somos nuestro mayor problema. Una Europa que ya no cree en nada, y ante cuya falta de grandeza y de fe en sí misma el Islam, en efecto, avanza invocando el derecho eterno de los pueblos que todavía creen. Y es que, al final, lo decisivo en la historia de los hombres no es la potencia militar, ni el nivel tecnológico, ni el progreso económico: lo decisivo es… creer apasionadamente en algo. Tener una fe profunda que anime a emprender con arrojo grandes empresas. Una fe que proporcione el valor necesario para aspirar a cosas grandes y bellas, y para asumir los riesgos que comporta tal ambición.
Una Europa que no cree en nada ha elegido a Van Rompuy y a la señora Ashton como máximos representantes de la Unión Europea. Una Europa que no cree en nada paga en Afganistán a los talibanes para no ser atacada por ellos. Una Europa que no cree en nada ha convertido Bruselas en el emporio de la burocracia comunitaria. Una Europa que no cree en nada —y como denuncia desde hace años, entre otros, Timothy Garton Ash— se muestra incapaz de aspirar, frente a Estados Unidos, Rusia, China o la India, a una posición de auténtico protagonismo en el complejo escenario mundial. Porque ello exigiría poder ofrecer aún una visión sugestiva de sí misma y de su futuro. Más allá del nihilismo, de la apatía y de un cobarde pragmatismo burgués.
¿Una Suiza, una Europa sin minaretes? Por sí mismo, esto no resuelve nada. Y, además, existe algo mucho mejor: una Suiza, una Europa valiente, que recupere el auténtico amor al mundo eterno del espíritu. Una Europa dispuesta de nuevo al sacrificio en aras del bien, la justicia y la belleza. Una Europa, en fin, que vuelva a saber lo que es la grandeza y la fe.