Argel, Saigón, Kabul... Madrid, París, Berlín

Ya es hora de que los europeos elijamos entre ser nuestros dueños y edificar una Eurasia europea, de las Azores a Vladivostok, o continuar enfangándonos en la degradada "Gayropa" de Bruselas y Washington. La segunda opción acabará por reeditar en Madrid, París y Berlín lo que hoy vemos en Kabul.

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De nuevo las plutocracias occidentales toman el olivo, salen de naja, escapan a salto de mata, andan como puta por rastrojo tras otra guerra perdida. En Argel, en 1962, lo hicieron por poltronería y vergonzoso aburguesamiento, por negarse a defender una parte del territorio nacional en una guerra que había ganado el ejército francés, y porque el general De Gaulle temía que su régimen se desestabilizara y que Francia se islamizase si seguía su presencia al sur del Mediterráneo: no podemos decir que el ególatra de Colombey haya acertado ni que tuviera una gran visión de futuro. En Saigón, los americanos, después de crear una administración corruptísima y un ejército de cipayos armados hasta los dientes, vieron como los guerrilleros de Ho Chi Minh se merendaban Vietnam del Sur en unos días ante la espantá vergonzosa de un ejército hecho a imagen y semejanza del modelo yanqui.

Los talibanes han sabido esperar y morir por la causa de su patria y de su Dios

Lo que está pasando estos días en Kabul nos recuerda tanto al episodio de 1962 como al de 1975. Ahora todo son lloros y lamentos, pero el islamismo —peor armado, peor instruido y peor financiado— acaba de derrotar a los Estados Unidos y a la OTAN. Quizás porque los talibanes han sabido esperar y han sabido morir por una causa: la de su patria y la de su Dios, algo que los occidentales son incapaces de comprender. Si la guerra es la continuación de la política por otros medios, los talibanes se han comportado como unos dignos discípulos de Clausewitz. Todo el mundo intuía que cuando los yanquis se cansaran de gastar dinero en Afganistán, se marcharían con las bombas a otra parte. Siempre han hecho lo mismo.

En primer lugar, hay que aclarar una cosa: ni EE. UU. ni la OTAN pintaban nada en Afganistán, eran tan extranjeros allí y tan invasores como lo fueron los soviéticos. La única diferencia estriba en que los rusos luchaban a bayoneta calada y sin drones ni mariconadas tecnológicas. Si la URSS fue derrotada, no podía serlo menos la decadente, corrupta y dividida América y su imperialismo humanitario, que utiliza a las ONG y a los derechos humanos como las potencias coloniales del XIX a los misioneros. Nos guste o no nos guste, los afganos tienen el derecho a hacer en su propia casa lo que quieran, y la popularidad de los talibanes entre la mayoría de la población es un hecho, igual que lo fue la del Vietcong entre los vietnamitas del sur. Un ejército no conquista con esa facilidad un país sin un masivo apoyo de la gente. Los afganos quieren la sharia y quieren el Corán y odian los valores americanos. ¿Es tan reprobable esa opción? ¿Es mejor nuestro modelo de esterilidad economicista, cultura de la muerte, desarraigo y extinción nacional? ¿Por qué oponernos? Sobre todo, después de la exhibición de impotencia e imbecilidad que de nuevo han dado los EE. UU, el peor aliado del mundo, que se lo digan al Sha de Irán, por ejemplo. La derrota del pseudopresidente Biden también nos confirma otra cosa: el globalismo puede ser vencido manu militari.

El mito de la protección estadounidense

En segundo lugar, ya es hora de acabar con el mito de que Estados Unidos nos protege. En Afganistán, el ejército de género, transexual y feminista de Biden ha sido incapaz de enfrentarse a la soviética contra los talibanes, es decir, en campo abierto, hombre a hombre. Como es su método habitual, los americanos arrasan un país a bombazos hasta dejarlo hecho un solar y, luego, diseñan muy bonitas operaciones de juego de consola o de touch and go que sólo sirven para mantener un área protegida y controlada, mientras el resto del país se abandona al enemigo y sirve como campo de tiro para la aviación, porque los yanquis sólo son valientes desde el aire. Ahora, con los drones, más. Frente al ejército homomatriarcal de Biden, ese que reniega de los héroes de la Confederación y maldice a Stonewall Jackson y a Lee, frente a la nueva masculinidad progresista, con sargentos transexuales y seminarios de género en los cuarteles, los viejos clanes poligámicos, machistas y patriarcales de los montaraces pashtunes han conseguido una victoria mucho más fácil que ante los soviéticos, que se retiraron de Afganistán en 1989 en orden y sin provocar las escenas que hoy se ven en Kabul, aunque su gobierno era mucho más impopular que el que acaba de derrumbarse en estos días. Después de este ridículo, ¿habrá aprendido EE. UU a dejar en paz a los países que se empeñan en vivir según sus tradiciones? Si en Kandahar quieren llevar burka, no es asunto nuestro. Deberíamos, en cambio, preocuparnos por quienes lo expanden en Europa. Es hilarante ver cómo se lamentan por la entrada de los talibanes en Kabul los mismos y “las mismas” que fuerzan la islamización y la africanización de Europa.

Habrá quien me responda que en la Segunda Guerra Mundial fueron los americanos los que nos liberaron y que sin ellos seríamos esclavos de los nazis: tal es el mensaje que con tanto éxito ha difundido Hollywood en los últimos ochenta años. No, ellos no nos liberaron, ellos asistieron al último acto de una lucha titánica entre dos regímenes mucho más eficaces en lo militar que las plutocracias anglosajonas: la Alemania nazi y la URSS de Stalin, y ganó la URSS porque aguantó unos embates que habrían disuelto a los EE. UU. en quince días. El ochenta por ciento de la imparable Wehrmacht fue aniquilado en el Frente del Este, mientras Londres y Washington se limitaban a bombardear civiles en Hamburgo. Para todos los que nos cuentan las excelencias de nuestro libertadores anglosajones, no estaría mal que se recordase el increíble ridículo militar que hicieron en Italia, donde Kesselring, con un número sumamente reducido de tropas, les tuvo a raya durante casi dos años (no se hacen películas sobre Anzio, ¿verdad?). Los “libertadores” aparecieron al final del combate entre Hitler y Stalin y tuvieron un número de bajas ínfimo comparado con la Unión Soviética, Alemania o Polonia. Siempre nos hablan de Normandía y las Ardenas, pero la guerra se decidió en Stalingrado, en Kursk y en la colosal Operación Bagration. Para el soldado alemán, combatir en el Frente Occidental era un premio, casi un permiso. La mayor contribución anglosajona a la victoria estuvo en la chequera, fue la economía americana la que sostuvo a la soviética. Conviene no olvidar también que estos “libertadores” de 1945 entregaron media Europa a Stalin, incluida la heroica y siempre traicionada Polonia.

¿Y estos son nuestros “aliados” y “protectores”? ¿Los que salieron corriendo delante de los chinos en Corea, los que dejaron Irak hecho un solar y con su estúpida política de represión del baazismo provocaron la eclosión y el auge del Estado Islámico entre los sunníes? Afortunadamente, los yihadistas cometieron el error de invadir la Siria de Assad, protegida de Rusia. Hoy miles de afganos huyen de los talibanes por haber confiado en América, como los vietnamitas del Sur hace casi medio siglo. ¿Nos puede proteger de algo esta dictadura de las minorías, donde las élites reniegan del hombre y de la tradición europeos? ¿Alguien lee lo que los todopoderosos colectivos universitarios, negros, feministas y gays opinan de nuestra civilización? Vamos listos si confiamos en ellos. Nuestra potencia hermana está al Este, se extiende desde el Báltico al Pacífico, comparte los valores esenciales de nuestra cultura y  no reniega de ellos. Aparte de que nos puede suministrar todo tipo de materias primas y garantizar nuestra independencia del mercado global. Y defiende a sus aliados. Ya es hora de que los europeos elijamos entre ser nuestros dueños y edificar una Eurasia europea, de las Azores a Vladivostok, o continuar enfangándonos en la degradada Gayropa de Bruselas y Washington. La segunda opción acabará por reeditar en Madrid, París y Berlín lo que hoy vemos en Kabul, y en menos tiempo de lo que pensamos.

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