La clase política en su totalidad suele aprovechar el paso a mejor vida de uno cualquiera de los suyos, sea del partido que sea, para elogiarse a sí misma en las honras fúnebres que tributa al muerto. No importa que en vida le tiraran a degüello, empezando por los de su mismo partido. En la capilla ardiente, todos los “padres de la patria” a una dicen del difunto lo que quieren que piense de ellos eso que llaman “la ciudadanía”. Los primeros en observarlo y denunciarlo son naturalmente los periodistas, otros que tales, tan corporativos ellos.
Este comportamiento, por el que una corporación se absuelve de sus pecados al absolver al colega desaparecido, es la otra cara del rito en cuya virtud la sociedad se exonera de sus culpas al condenar por unanimidad a la víctima propiciatoria.
La historia de nuestra lamentable democracia tiene un episodio en el que ambas figuras coinciden bajo el mismo techo, el del Congreso de los Diputados, en un lance pintoresco en el que uno de ellos culmina su carrera política y el otro pierde su carrera militar, siendo así que no son más que peones prescindibles de la partida de ajedrez jugada aquella noche. De esa partida de ajedrez sabemos tanto como del golpe de mano de marzo de 2004, es decir, todo lo que sus beneficiarios quieren hacernos creer. De los dos personajes, uno, Leopoldo, que reforzó sus méritos personales con un guión en su apellido, fue en aquella ocasión un convidado de piedra y duró en el poder lo justo para ver la desintegración de su partido y ser barrido en las urnas por los ganadores de la partida del 23 de febrero, los mismos, qué casualidad, que saldrían ganando el 11 de marzo. El otro pasaría a la historia dando nombre a una intentona en la que no fue más que un modesto comparsa y en la que le tocó hacer el papel del sargento Vázquez en la revolución del 34 en Asturias: el de chivo emisario, el de víctima propiciatoria. René Girard lo explicaría mucho mejor.