Democracia, tontería y “pueblo soberano”

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¿Me permiten que les cuente una anécdota tan divertida como… patética e ilustrativa? Sucedió el pasado sábado 12 de mayo en la concentración convocada en Madrid por la Asociación de Víctimas del Terrorismo. A ella acudimos un nutrido grupo de amigos y simpatizantes de “El Manifiesto”, que, como saben, no es sólo un periódico; es, además, el texto de un manifiesto firmado ya por mucha gente (y quien aún no lo haya hecho puede hacerlo en el banner de arriba), es igualmente una revista de pensamiento crítico, así como todo un conjunto de actividades ya emprendidas –y otras que se emprenderán. En fin, es una iniciativa político-cultural que, como tal, acudió a dicha concentración, en cuyo transcurso repartimos miles de ejemplares de una octavilla que perseguía un doble objetivo: apoyar a las víctimas (“¡Protestamos contigo!, ¡Que no te pisen!”, se decía) al tiempo que se daba a conocer nuestro periódico.

Ello se hacía con irónicas palabras destinadas a despertar a la gente, a sacarla de su modorra. Eran éstas: “¿Piensas que ZP es un hombre de concordia? ¿Piensas que vivimos en el mejor de los mundos posibles? ¿Piensas que es bueno vivir sometidos al dinero? ¡Entonces NO leas www.elmanifiesto.com!” Etcétera. 

Está claro, ¿no? Pues no, no estaba nada claro para cierta gente… sencilla, buena, qué duda cabe, pero cuyas cortas entendederas, ¡ay!, no daban para más. ¡Nos tomaron por aviesos izquierdistas que estábamos defendiendo… la política de ZP! Sí, sí, tal cual. ¡Hasta hubo una señora que estuvo a punto de emprenderla a tortas con nosotros!

¡Qué cosas! Hay que ver qué cosas pasan cuando uno sale a la calle, se frota con la gente… y se da de bruces con los insondables abismos de tontería en que el “pueblo soberano” puede andar sumido. (Esa tontería que, según la concepción progre del mundo, se debe únicamente a la explotación económica sufrida.) 

Pero el problema no es la tontería. El problema es que la democracia, tal como la conocemos, exige a todos inteligencia. “¡Qué tremendo!”, exclamaba a mi lado un amigo. “¡Pensar que alguien incapaz de entender algo tan simple como esta octavilla deberá evaluar algo tan complejo como el gobierno que elegir! ¡Cuando pienso que el voto de esta mema que nos insultaba vale tanto como el mío!”

–Pues sí. Dependemos de ellos -asentí-, de esa opinión pública a cuyos pies, en la contienda electoral, todos los dirigentes parecen postrarse. 

–¿Lo “parecen”? ¿Sólo parecen adular a la gente? ¿Sólo hacen como si inclinaran la cerviz ante el “pueblo soberano”?

–Sí, exactamente. Cada cuatro años, el “pueblo”…, en fin, si hubiera pueblo…: las masas soberanas juegan –incluida tu mema– el papel de árbitro, o más exactamente de juez que, entre los dos equipos en liza, elige al vencedor. Pero ni las reglas del juego, ni la composición de los equipos, ni aquello por lo que se juega o deja de jugar…, nada de ello lo vota ni decide nadie. Sólo lo deciden los propios equipos. Está claro que ese igualitarismo contra el que arremetías lleva la democracia a la perdición. ¡Cuánta razón, por ejemplo, tiene Dragó, quien en su último libro clama por la “Libertad, fraternidad, desigualdad”! Pero no nos engañemos: el igualitarismo que impregna a nuestras sociedades es el más colosal, el más pérfido de los engaños. No hay otra sociedad en la que los poderosos hayan poseído más poder, más dinero… y mejores coartadas. Una de las cuales es precisamente el igualitarismo, esa cosa que es sólo un estado de espíritu, una aspiración, un delirio… que lo corrompe todo, es cierto, pero que no tiene nada de real. 

–¿Y qué haces entonces de mi histérica mema y de sus congéneres? ¿No configuran la opinión pública, ésa de la que todo depende?

–Dependemos de ellos, sí, de esa “opinión pública” cuyos gustos, bobos y vulgares, lo impregnan todo. ¿Cómo, si no, habría tanta fealdad en nuestro mundo? Dependemos de esa buena gente a la que le han dado cuatro migajas de bienestar y, a cambio, ha dejado de ser pueblo para convertirse en masa. Pero no son las masas –tornadizas, volubles, inconstantes– las que de verdad me preocupan. No son ellas las que configuran el mundo, las que forjan la opinión dominante: se limitan a compartirla y repercutirla. Quienes me hacen temblar son los otros, los hombres-masa que de verdad forjan la opinión, los que tienen la sartén por el mango. No, desengáñate: el verdadero problema no es la “opinión pública”, sino la “opinión publicada. Y no hablo tanto de los periódicos, de los “medios”, sino de quienes manejan todo su tinglado de poder y de resortes.  

–Y en todo esto, amigo mío…, ¿qué queda de la democracia?

–Poco, ¡ay! Sólo el nombre. Pero éste funciona, vaya si funciona. Estamos, en este sentido, en pleno nominalismo.

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