El Domingo de Resurrección de 2007 asistí al ya tradicional Pregón Taurino de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla en el Teatro Lope de Vega, también llamado “de la Exposición”, a cargo esta vez del actual Defensor del Pueblo don Enrique Múgica Herzog. Confieso que fui menos por oír al orador que por aplaudir a un hombre de bien, es decir, a un patriota, en unos momentos en que una clase política vil y una “ciudadanía” que allá se anda con ella, consideran de mal gusto amar y defender a la patria que las vio nacer. Esa hombría de bien de Múgica culminó para mí cuando cerró su perorata con unos versos y un recuerdo del poeta vizcaíno Javier de Bengoechea. Alguna vez he dicho que yo tengo una memoria de elefante para los favores que se me hacen, y yo no puedo olvidar el favor que hace ya muchos años me hizo Javier de Bengoechea cuando en términos para mí muy honrosos se ocupó de una de mis primeras novelas en uno de los principales diarios nacionales. Yo conocía a Bengoechea como poeta por sus libros de Adonais y, al darle las gracias, le dije que había hecho honor al irónico epifonema de uno de sus impecables sonetos que era: “Javier de Bengoechea, inteligente”. No siempre los críticos o los lectores aciertan con lo que el escritor quiso decir, y por eso me llamó la atención la inteligencia con la que aquel Bengoechea descubría mis intenciones.
Muchos años después, me planteé la posibilidad de presentar una novela en la Sociedad Bilbaína y me acordé de aquel lejano crítico del Bocho, a quien además admiraba como poeta, pero ya llegaba tarde, retirado como estaba él de toda actividad pública desde que lo jubilaron de la dirección del Museo de Bellas Artes de la Villa y, como me dijo por teléfono, “con el espinazo hecho arroz”.
Todas estas cosas se me vinieron a la memoria cuando oí mencionar su nombre al final del Pregón Taurino y no perdí un segundo en tratar de ponerme al habla con Tabaco y Oro, que así fue Javier por la fiesta nacional, título por cierto de uno de sus libros de poesía. No fue tan fácil la cosa, hasta que mi viejo amigo bilbaíno Jesús de Landeta, puesto sobre aviso, me consiguió sus señas. Premio de esos esfuerzos fue el envío por Javier y su hija Mila del volumen de su Poesía Completa, A lo largo del viaje, editado por la Universidad del País Vasco. Los dos primeros libros recogidos en ese volumen están además traducidos al vascuence por un italiano benemérito, proeza para mí tan admirable como la de aquel amigo mío que se entretuvo en poner la tabla de logaritmos en números romanos.
El volumen, que recoge toda la producción del poeta, es al mismo tiempo una confesión general. ¿Qué poesía auténtica hay que no lo sea? Y en esa confesión los pecados reales se juntan con los imaginarios y más de una vez se confunden. Bengoechea irrumpe en la poesía española como diría Michelet, comme une herbe entre deux pavés, como una hierba entre dos adoquines, y esos adoquines eran nada menos que Blas de Otero y Gabriel Celaya, los dos colosos de la poesía española de trasguerra. Ya era mérito que aquella hierba juvenil alcanzara una lozanía propia entre aquellas potencias poéticas entre las que le tocó estar situada y con las que siempre tuvo una cordial relación de amistad y admiración. Ex combatiente como ellos del Ejército nacional, pronto vio que la victoria no transformaba a España en el Paraíso Terrestre y, con más mesura que ellos y con menos eco por tanto, no dejó de dar testimonio del descontento generacional. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Sus dos primeros libros se inscriben en la estética del grupo Garcilaso. Predomina en las formas el soneto, una estrofa con la que Bengoechea llegará a hacer auténticos juegos malabares, según va pasando del lirismo renacentista a la variedad temática del barroco. Buen conocedor de sus clásicos, hay en él ecos del Marqués de Santillana en la letrilla Pie para el retrato de una niña rubia… y del Ridruejo de los Sonetos a la piedra en los sonetos La luna y La veleta. Bengoechea dialoga mucho con los muertos: Quevedo, Unamuno, Hernández, Blas de Otero… y aprueba con notas brillantes las asignaturas poéticas de trasguerra: el amor, la angustia existencial y la fe, sobre la que tiene versos definitivos: El misterio es seguro. Existe. ¡Mira! / Tapa mis ojos y me deja ciego. / Cierra mi boca con su tacto oscuro. / Es la mano de Dios. Y yo la beso.
Gran aficionado a la fiesta nacional y a la pintura universal, hace de aquélla una metáfora de la historia patria y toma a la otra como pretexto para sentar cátedra de ideas estéticas. En su reflexión taurina sobre la realidad nacional abundan los golpes de pecho y los “descargos de conciencia”, de rigor también en unos tiempos en los que el inconformismo era un imperativo moral e intelectual. En ese inconformismo sigue, aunque guardando las distancias, a Celaya y Otero, y digo lo de las distancias porque de lo contrario no hubiera escrito en una imprecación a los poetas sociales: las buenas intenciones / nunca han salvado a un libro, ni aun de caballería.
Hoy que por desgracia comprobamos la bondad de aquellas intenciones de los poetas sociales, hay sin embargo que destacar en ellos lo que su antólogo José Luis Cano denominó “el tema de España”. Yo creo que fue ese tema, o esa retórica, lo más noble que tuvo Bengoechea en común con los poetas sociales. Gran vasco. Español – son sus palabras -, Bengoechea vive en una recatada / Bilbao interior sitiada / por el vasco neanderthal. Hace unos años, me llevó Gonzalo Sobejano a cenar al restaurante Marichu, de Nueva York, y entraron los muchachos de una tuna universitaria española que terminaron su recital con el pasodoble ¡Que viva España!, que a mí siempre me dejó frío, pero que entonces me emocionó por oírlo tan lejos de España y en un restaurante vasco por añadidura. Por eso hoy, que no sólo Bilbao, sino toda España está a merced del “vasco neanderthal”, no puedo leer sin emoción versos como aquellos en los que Javier de Bengoechea dice sin rodeos: Digo tu nombre: España…/ España, España, España, / y una vez, y otra, y otra, / toquemos a rebato / para que Dios nos oiga.