La derrumbada y vandalizada estatua de Edward Colston en Bristol

En defensa de Edward Colston y el general Robert E. Lee

Destruidas ambas estatuas, es de esperar que, entre otros actos justicieros, pronto el colectivo rumano en Roma —ayudado por podemoides italianos con complejo pretérito de culpa— derribe y haga pedazos la columna trajana, donde se maltrata bárbaramente a los dacios, sus paisanos de entonces.

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La estatua del primero fue arrojada el otro día al río Avon, en Bristol, ante la inacción policial, y la del segundo, en su magnífico pedestal en Richmond, aguarda a que la desmonten y se lleve a cualquier almacén o rincón de museo.

El movimiento Black Lives Matter ha considerado que ambos ciudadanos no merecían el perenne homenaje metálico que se elevaba en sus respectivas ciudades.

En consecuencia es de esperar que, entre otros actos justicieros, pronto el colectivo rumano en Roma —ayudado por podemoides italianos con complejo pretérito de culpa— derribe y haga pedazos la columna trajana, donde se maltrata bárbaramente a los dacios, sus paisanos de entonces. Allí se les condena gráficamente a la esclavitud, cuando no al degüello. Y así esperemos que ocurra con los numerosos monumentos que en su tiempo denostaron a minorías, países o religiones.

No tocaré los espurios intereses sobre todo propagandísticos que rodean la magnificación de la lamentable muerte de un negro por un policía blanco. Carezco de foro, armas y propaganda para mostrar las terribles estadísticas de muertes de negros y blancos a manos de negros, y por las cuales no se ha alzado una sola voz en ningún sitio.

Pero sería bueno recordar que el general Lee no estaba o está colocado en su enorme y hoy pintarrajeado pedestal por haber defendido la esclavitud, sino por haber sido un gran militar en una guerra del norte contra el sur, en la cual el tema de la esclavitud fue quizá el que más se ha aireado falsamente como casus belli, o al menos como punto diferencial, lo cual, además de falso, oculta los verdaderos motivos del rapaz capitalismo industrial norteño contra el sur agrícola, añadiendo el concepto jacobino de unidad nacional que obligó a entrar en guerra a los trece estados confederados.

Mucho más sangrante es el caso de Edward Colston, al que con llamarle traficante de esclavos queda demonizado e indigno de recuerdo positivo alguno. Pues bien, sepan los adoquines cenutrios políticamente correctos que Colston fue un negociante que en su larga vida se dedicó al comercio marítimo, como todo buen emprendedor inglés, y traficó con maderas, especias y lógicamente con esclavos, como la mayoría de los financieros de su época, al igual que hicieron, entre otros muchos, el marqués de Comillas, Güell, el del parque, O’Donell o la misma casa real, aquí en España.

Pues bien, el destronado monstruo de Colston fue un filántropo; para los ingleses, lógicamente, y con sus ganancias construyó escuelas, hospitales e iglesias, entre ellas la que alberga sus restos. Colston fue un hijo de su tiempo, en el que todos los europeos consideraban la esclavitud una forma más de fuente de trabajo.

Quienes no eran en absoluto tan considerados con sus conciudadanos eran los reyezuelos negros que vendían a su gente o a los de la tribu de al lado

Quienes no eran en absoluto tan considerados con sus conciudadanos eran los reyezuelos negros que vendían a su gente o a los de la tribu de al lado, gracias a las partidas de europeos y sobre todo de árabes que se los compraban. Los descendientes de esos negros esclavizados son los que ahora en Europa o América tienen escuelas, carreteras, hospitales y agua corriente, no gracias a reivindicaciones propias, sino porque la próspera sociedad que Colston ayudó a construir acabó aboliendo por propia iniciativa la esclavitud, sin apenas manifestaciones ni protestas por parte de los sometidos. Colston tiene o tenía una estatua en Bristol por su actividad comercial general y por su beneficencia en particular, y el listillo y oportunista actual alcalde mulato de la ciudad, Martin Rees, que ha justificado la indignación ante el financiero del siglo XVII, debería pensar, y a lo mejor hasta lo ha pensado, que la sociedad que él disfruta y rige se ha creado por supuesto con el trabajo y sudor de negros y blancos, y que fueron estos últimos los que, insisto, concluyeron que la esclavitud era un mal, cosa que los negros africanos no pensaron y muchos ni aún lo piensan, por no hablar de los sarracenos, que todavía la practican en numerosos lugares. Martin Rees es alcalde de Bristol porque un Colston y muchos como él crearon una sociedad avanzada que en su proceso de desarrollo abolió la esclavitud antes por supuesto que en los países de donde provenían los negros esclavos. Y al igual que el voto de la mujer en España, por ejemplo, fue, recuérdese, cosa de un parlamento exclusivamente de hombres, y sin algaradas callejeras femeninas previas, el final de la esclavitud y la igualdad racial que hoy pone a Rees en la alcaldía de Bristol y al musulmán Sadiq Khan en la de Londres ha sido fruto natural de una evolución ideológica y cultural exclusivamente de Occidente, es decir, qué caramba, del hombre blanco. ¿Se imagina uno un protestante de ascendencia británica de alcalde en la Meca o en Riad? Pues eso. Sin el humanismo nacido en Occidente, el esclavo no habría descubierto que es esclavo, a ver si nos enteramos. Basta de humillantes, autodestructivas y erradas petición de perdón, porque ese hombre occidental, desde el padre las Casas, hasta John Brown en América ha sido el que con sus razonamientos, su ciencia y su evolución política en la igualdad y la justicia ha hecho por los esclavos, los negros, los mulatos y los de todos los colores, más que todos ellos juntos con sus antes inexistentes reivindicaciones y hoy sus vandálicas e injustas algaradas.

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