Crónica de una violación real

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El texto es de una crueldad estremecedora:

Delante de la puerta, el estiércol exhalaba de continuo un ligero vaho reverberante. Las gallinas se revolcaban encima, escarbando un poco con una sola pata para encontrar algún gusano. En medio del grupo se erguía el gallo, soberbio. De tanto en tanto elegía una y daba vueltas en torno a ella con un leve cloqueo de reclamo. La gallina se alzaba con desgana y lo recibía tranquila, doblando las patas y sosteniéndolo sobre las alas. Luego se sacudía el polvoriento plumaje y volvía a sus faenas sobre el estiércol, mientras el gallo cantaba, como enumerando sus triunfos, y desde los demás corrales los otros gallos le respondían, lanzándose desafíos amorosos de una alquería a la otra.

Es de uno de los cuentos de Maupassant que estoy releyendo. Historia de una moza de hacienda se llama este, de 1881. No me dirán que el párrafo no es humillante, machista, invasivo, asqueroso, abominable en suma. No había caído en su hediondez moral la primera vez que pasé por sus páginas, hará unos años. Aunque, pensándolo bien, lo que quizá sea en verdad abominable es hacer de tan simple y eterno rito zoológico un tema moral en el que pretende interferir una panda de descerebrados y descerebradas, con un insoportable y destructivo paternalismo buenista, como hace poco hemos podido ver en los medios. La cuestión sería anecdótica si no tuviese matices siniestros. Los que van a los toros no quieren obligar a nadie a ver los toros. Quienes muy de vez en cuando gozamos ese mirífico manjar llamado jamón ibérico andamos muy lejos de convencer a los veganos de que abandonen sus sabrosísimos condumios verdes. Jamás se me ocurriría obligar a compartir una ración de gambas de Huelva a quien abomina de ellas. A más toco. Si a algún abstemio le regalan alguna vez una botella de manzanilla de Sanlúcar, no se la beba, que aquí tiene un amigo. Luego ocurren anécdotas como esa brigada de choque animalista que hace unos meses liberó a unos cuantos marranos gerundenses del matadero y se los llevó al solaz de una finca. A los pocos días, aunque a eso no se le dio ya publicidad, empezaron los líos sobre el costo de la alimentación e improductividad de aquellos voraces y poco productivos convidados.

Y todos esos malhumorados apóstoles de la vida sana pretenden, no ya convencer, sino imponer sus gustos y creencias a quienes no las comparten. Porque creencias son, no les quepa duda. En el ocaso o al menos decadencia de las religiones, incluida la verdadera y a excepción de la fe del profeta por antonomasia, el viejo fanatismo asoma la pezuña en religiones laicas, políticas y de costumbres, no por terrenales menos feroces e intransigentes. Religiones con sus dogmas, sus sacerdotes y sacerdotisas, y por supuesto sus herejes y sus autos de fe. Está todo inventado. Recuérdese que fanatismo viene del latín fanum, esto es, lugar sagrado, templo.

Todo ocurre como si hubiera en muchos humanos, en la humana naturaleza, quizá, un gen implacable que busca aflorar en totalitarismos de cualquier signo con la neblinosa meta de un paraíso en la tierra, a costa, siempre, de un largo tránsito por un infierno, que es lo primero que se nota. Pasó con el bolchevismo hasta la implosión del socialismo de Estado, pese a los pertinaces que aún no se han enterado de que el muro berlinés cayó desde dentro. Pero ese gen totalitario que, a lo que se ve, anda agazapado en nuestro interior, toma ahora canales ecologistas, de género, animalistas, y protectores en general de causas en teoría beneficiosas para el planeta, pero siempre chocando no ya con la historia, la zoología, la lógica, sino incluso con las bases del derecho y la igualdad entre los sexos. Y ya digo que la forma de sostener esas sus verdades resulta de una sorprendente agresividad. Muchas de tales tendencias no avanzan más porque la sociedad no se lo permite, por ahora, pero en sus principios y su estrategia está la imposición por la fuerza al resto de la plebe. Los viejos dogmas de la izquierda se canalizan ahora por todos esos ismos disfrazados como digo de beatitud pero de una aplicación práctica feroz hacia quien no los comparte. Y la perla de tan siniestro collar lo constituyen en España todos los izquierdismos, otrora rebosantes de internacionalismo, puestos ahora boca abajo y canalizados hacia los nacionalismos más reaccionarios, clasistas y racistas. La paradoja quizá lo sea solo en parte, y a lo mejor está aún viviendo del combustible que movía a la oposición durante el franquismo: el nacionalismo catalán y el vasco, ETA incluida, era antifranquista, luego era bueno. El terruño, el campanario como unidad de destino en lo universal, incluidas corridas de toros suprimidas, cerditos comiendo gratis, gallinas libertarias y todo lo que no suene a esa vomitiva palabra llamada España.

© Diario de Sevilla

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