A Joaquín Romero le gustaba la España en que vivía como le gustaba la Sevilla en que vivía, lo cual no quitaba que le parecieran mal muchas cosas que veía en aquella Sevilla y en aquella España. Recuerdo que en uno de mis viajes a la ciudad, por la época más o menos de
Los cielos que perdimos, me decía: “¿Qué te parece Sevilla? Es como esas mujeres guapas por las que pasa el tiempo y hoy es una muela de menos y mañana una arruga de más, pero nunca deja de ser lo que es por muchas atrocidades que le hagan.”
A Joaquín Romero le importaban bastante más los desaguisados urbanísticos que la cotización de su literatura en el mercado nacional. Baste decir que todos sus libros se los editaba él y él se los distribuía a su modo, es decir, regalando ejemplares a quienes lo visitaban en el Alcázar. No tenía más política literaria que la amistad, y raro era quien llamaba a su puerta y no sucumbía a ella. Del mismo modo que puso la Casita del Moro a disposición de los proscritos dignatarios del Gobierno de Vichy, atendía a cuerpo de rey a cualquier emisario de sus antiguos amigos del exilio antifranquista. Nada digamos de cómo acogía a estos antiguos amigos, desde Jorge Guillén a José Bergamín, cuando aparecían por Sevilla.
En la época en que yo conocí y traté a Joaquín Romero, la vida cultural española giraba en torno a dos ciudades: Madrid y Barcelona. Sin perjuicio de acoger cordialmente a quienes venían por Sevilla procedentes de cualquiera de ellas, los amigos de quienes siempre hablaba eran los difuntos, como Federico García Lorca o Alejandro Collantes de Terán, o los ausentes por diversos motivos como Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas o Eugenio Montes. Claro que tenía amigos en Barcelona y Madrid, pero eran amigos de “antes del diluvio”, como escribió Eugenio Montes en una postal que le mandamos desde Roma al contumaz exiliado Martínez Nadal. El caso es que él vivía bastante al margen de lo que se cociera política o literariamente en esas ciudades, y por eso no dejó de sorprenderme el relato que me hizo de su amistad alcohólica en el Congreso de Poesía de Segovia con Camilo José Cela, uno que siempre estuvo en todas las salsas. Su muerte coincidió más o menos en las fechas con la del novelista Ignacio Aldecoa, y la de éste fue noticia a nivel nacional mientras que la de Joaquín no pasaba de ser una anécdota de provincias.
Y es que ni su estética ni sus preocupaciones tenían nada que ver con las del establishment literario. Joaquín Romero era un hombre del 27 y puede que el trato asiduo con él influyera en los que pretendimos, y ahí están nuestros primeros libros, empalmar directamente con los poetas y prosistas del primer cuarto de siglo, pues no nos seducían en igual medida los que a mediados de siglo dominaban la vida literaria. Es sintomático que Joaquín publicara su último libro de versos en 1948; que fuese en 1948, es decir, al cumplir los cuarenta y cuatro años, cuando dijese adiós a la poesía. Recuerdo una discusión juvenil en el Club La Rábida, una discusión “fundacional” de la revista Aljibe en que a mí se me ocurrió exclamar para descalificar a algún poeta cuarentón: “¡A los cuarenta años sólo se pueden escribir las Fábulas de La Fontaine!”. La Fontaine en efecto no empezó a escribir hasta cumplidos los cuarenta años, y quién sabe si Joaquín, que era la francesa la literatura extranjera que mejor conocía, no había tenido la misma ocurrencia y se había aplicado el cuento.
El verso y la prosa
Sin embargo, el que es poeta lo sigue siendo aunque deje de escribir versos. Siempre digo que hay temas a los que les viene estrecho el cauce del verso. Dicho de otro modo, el caudal poético es tal que se desborda en prosa, no ya en prosa “poética”, que no es más que un artificio, sino en esa prosa de arte que en más de un poeta, invirtiendo el verso de Rubén Darío sobre Barbey, bien vale su verso. Piénsese en el Ocnos de Cernuda, en Las cosas del campo de Muñoz Rojas, en Pueblo lejano de Joaquín Romero Murube. Piénsese, por más que resulte tópico, en el Platero y yo.
Han tenido que pasar muchos años para que por fin se reconozca, y en esto hay que destacar a los poetas sevillanos Fernando Ortiz y Jacobo Cortines, que Joaquín Romero es uno de los grandes creadores de prosa de su tiempo. A mí me consta su devoción de paisano por don Andrés Bernáldez, el cura de Los Palacios, cronista de los Reyes Católicos, como me consta su afición al caballero sevillano don Pedro Mexía, cronista del Emperador. En el otro extremo, sostenía que Juan Ramón había llevado la prosa a unos límites infranqueables; que había inventado una prosa ágil, enjuta y de una sintaxis personalísima imposible de imitar sin caer en el torpe remedo. Más o menos lo que Lorca había hecho con el romance tradicional. Otra prosa original e inimitable era la de Valle Inclán. Bien explícita está su admiración por Gabriel Miró y, entre sus lecturas francesas, que eran muchas, yo pondría en primer lugar a Francis Jammes y a Marcel Proust, ese mismo Marcel Proust que prologó el primer libro de alguien que llegaría a ser, no sólo uno de los prosistas más brillantes del primer tercio del siglo, sino gran amigo de Joaquín: Paul Morand. Tanto Jammes como Proust habían tenido suerte con sus traductores españoles: Díez Canedo y Pedro Salinas respectivamente, y una prosa de éste de patente influencia proustiana, la Entrada en Sevilla, aparecida en el número 1 de la Revista de Occidente, figuraba entre los textos de sus contemporáneos y amigos que más ponderaba Joaquín. La salida de la revista Aljibe coincidió con la muerte de Pedro Salinas; por razones de espacio sobre todo, en su primera página reprodujimos unos versos suyos, y no la Entrada en Sevilla, como nos insistían Joaquín y don Ramón Carande.
Uno de los muchos méritos de Valle Inclán consiste en haber dado pie a dos monumentos literarios, a saber, la biografía fantástica en todos los órdenes que le hizo Gómez de la Serna y la igualmente fantástica semblanza juanramoniana en que lo comparaba con un castillo de fuegos artificiales, con un “castillo de quema”. Tal vez sea ahí donde la prosa de Juan Ramón alcance un grado sumo de originalidad y es indudable que Joaquín Romero la tenía muy presente en aquel arranque de la semblanza de don Faustino Murube en Pueblo lejano. El ejemplar que yo poseo y atesoro es la primera versión a máquina de la obra, que me hizo llegar el propio Joaquín, y donde muchos nombres están tachados y sustituidos por otros. Don Faustino a máquina y tachado pasa a ser a mano don Fernando, y en la versión francesa es ya “Don Anselme”. Pues bien, este personaje elusivo que a duras penas oculta su verdadero nombre “parecía –escribe Joaquín – un cohete quemado. Alto, delgadísimo, como de nervios y alambres, y siempre vestido de negro”.
Antes hablé de la devoción por los poetas del 27 y por los prosistas del primer cuarto de siglo, y yo quisiera insistir en la importancia que al menos para mí tuvo Joaquín a este respecto, por más que esté explícita en el poema que le dedicaba en La calle de la Luna, y en prosa, en la semblanza un tanto caricaturesca que trazaba de él en La Operación Marabú. ¡Quién me iba a decir entonces en qué medida iba yo con el tiempo a parecerme a esa caricatura!