Cuando el mundo perdió el encanto (y sin embargo…)

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En los antiguos mapas, era frecuente encontrar una leyenda que, refiriéndose a tal o cual remoto territorio de la geografía terrestre, lo calificaba como “Terra Incognita”. Es decir, territorio inexplorado y, por lo tanto, plenamente disponible para el mito y el ejercicio de la imaginación. Durante milenios, tal ha sido, en efecto, la relación del hombre con el universo geográfico: un conocimiento cartográfico muy limitado, paralelo a un amplio desarrollo de la dimensión legendaria asociada al mundo de la Geografía. Así, por ejemplo, los medievales creían que el Paraíso Terrenal se encontraba, como un lugar efectivo y físicamente existente, en alguna imprecisa localización al Este del Cáucaso. 
 
Más próximos a nosotros, los europeos del siglo XIX aún pudieron sostener la teoría de la Tierra Hueca y de un mundo intraterrestre desconocido para los habitantes de la superficie: cuando, en 1864, Julio Verne hacía descender al profesor Lidenbrock hasta las entrañas de nuestro planeta para descubrir allí un fascinante mundo antediluviano iluminado por un sol interior, recurría a una hipótesis que, aunque descartada ya entonces por casi todos los sabios de la ciencia oficial, todavía disfrutaba de cierta plausibilidad intelectual. Lo mismo podríamos decir del misterioso final de la Narración de Arthur Gordon Pym, en el que Poe nos sitúa ante el enigmático horizonte de unas latitudes árticas donde parece abrirse una puerta a un mundo desconocido, insospechado para la mente racionalista occidental. Todavía en 1912, el Mundo perdido de Conan Doyle podía invocar, como base geográfica del relato, el muy fragmentario conocimiento de la selva amazónica y, en particular, de la meseta del monte Roraima. E incluso más cerca de nuestra época, el Hollywood de la década de 1930 situaba a King Kong en las prácticamente inexploradas junglas de Borneo, mientras Frank Capra (Horizontes perdidos, 1937) convertía el Tibet donde se escondía el valle de Shangri-La en un perdurable mito contemporáneo.
 
Al menos en este sentido –seguramente también en otros-, ¡qué buenos tiempos aquellos! 1940, 1950, incluso 1960. Antes de los satélites artificiales que han fotografiado exhaustivamente la superficie terrestre, antes de que la ciencia geográfica escudriñara hasta los últimos recovecos de nuestro planeta –y, por supuesto, antes de Google Earth-, todavía era posible una visión romántica de nuestro planeta, con espacio para el mito, la leyenda y la ensoñación. Cuando, ya cerca de 1970, Leni Riefenstahl llevó a cabo su célebre expedición a las tierras de los nubas en Sudán, aún se adentraba en un territorio casi desconocido. Hergé todavía pudo hacer viajar a Tintín por una Tierra parcialmente inexplorada. Pero, ya por aquel entonces, el romanticismo de los exploradores y de los mitólogos tocaba a su fin. La inmisericorde eficiencia técnica de la civilización occidental procedía a cartografiar cada centímetro cuadrado de nuestro planeta… nadie sabe muy bien para qué, ni en virtud de qué inexcusable imperativo. O tal vez sí: la impulsaba ese funesto daimon que ordena “desmenuza, escudriña, cuadricula; traza una tupida retícula de coordenadas que se extienda sobre la totalidad del globo terrestre; posesiónate cognoscitivamente de todo… aunque eso signifique, después, perderlo todo”. Esa compulsión fáustica, ese maldito prurito, ha destruido el halo de misterio que otrora envolvió las fuentes del Nilo, la ciudad prohibida de Tombuctú o las cumbres nevadas del monte Ararat. Ahora sabemos -¡ojalá no lo supiéramos!- que no hay ningún edén al Este del Cáucaso, ninguna entrada al centro de la Tierra en los volcanes de Islandia. Desgraciados, vivimos en una época que sabe demasiado y que, precisamente por saber demasiado, ya no sabe saber nada. Una época que, entre sus innumerables errores, debe incluir el de haber degradado de una manera deplorable su relación con el universo geográfico terrestre.
 
Por supuesto, aún nos quedan algunos paraísos remotos, algunas reservas geográficas no completamente profanadas. Ahí tenemos a Bhután, el país más aislado del mundo (al que, por desgracia, a finales del siglo XX llegó la televisión). O el desierto chileno de Atacama, lo más parecido sobre la Tierra a un paisaje lunar. O los miles de islas del archipiélago indonesio, donde Leonardo di Caprio y los mochileros existencialistas de Lonely Planet aún andan en pos de la Playa Perfecta. O, en fin, la inmensa Antártida, a donde ahora se ha puesto de moda irse de vacaciones: ¿qué no darían muchos por embarcarse en el Hespérides y pasar una temporada sumidos en el silencio de los hielos australes? Y, claro, si salimos del estricto ámbito terrestre, siempre nos quedará Marte; y, después de Marte, tal vez algún día el mundo de las galaxias, campo hipotético para una futura exploración espacial. De modo que no todo está perdido. De una manera o de otra, la imaginación humana siempre se las arreglará para inventar nuevas versiones de esa “Terra Incognita” que nos fascinaba en los mapas de antaño.
 
Por un resurgimiento de la geografía mítica
 
Y, sin embargo, en realidad no se trata de eso. La solución no consiste en desplazar cada vez más lejos las fronteras de lo desconocido. Lo que de verdad urge es rebelarse contra el demonio racionalista moderno que ha vampirizado el universo geográfico, eliminando su dimensión mítica y poética. Ese demonio ha hecho cada vez más abstracta y menos significativa la relación de los seres humanos con su entorno terrestre. Se ha falseado, así, el vínculo del hombre con el territorio en el que se inserta su existencia. Y este falseamiento ha contribuido poderosamente al desencantamiento del mundo, a intensificar la sensación de falta de sentido que hoy asfixia al espíritu occidental. También, a reforzar la idea de que, efectivamente, como nos decían Sartre y Monod, estamos “arrojados a la existencia” en un universo indiferente a nuestro destino y donde, por un capricho del azar, nuestra bola salió ganadora en la ruleta cósmica del ser y el no ser. En último término, el desencantamiento del mundo geográfico terrestre constituye una de las múltiples raíces del nihilismo contemporáneo.
 
Ahora bien: ¿cómo rebelarse contra esta vampirización y contra el consiguiente spleen geográfico? ¿Cómo recuperar el misterio del entorno terrestre en una época que ya no cree en los mitos y sabe que el Vesubio “sólo es un volcán”? La respuesta no es tan difícil como parece. No hace falta atravesar a pie el desierto del Gobi, como hizo el alpinista-explorador-filósofo Reinhold Messner. No es necesario seguir a Bruce Chatwin acompañando a los aborígenes australianos a lo largo de las líneas de canto en dirección al Tiempo de los Sueños. No es preciso adherirse a la teoría de los leys o líneas sagradas que, al parecer, unen los monumentos megalíticos de una Europa ancestral. No hace falta, decimos, nada de todo esto –con todo lo cual, sin embargo, podemos legítimamente simpatizar-. Sólo se necesita coger la mochila y hacer un viaje a pie, desde nuestro lugar de residencia, y a ser posible sin relojes de pulsera, hasta un punto cualquiera situado a, digamos, treinta kilómetros de distancia.
 
En coche, sería cosa de veinte minutos y sensación de misterio igual a cero. En cambio, a pie, y siguiendo los caminos rurales, las cañadas reales o las líneas abandonadas de ferrocarril, esa excursión –siempre que se la emprenda con un cierto “ánimo mítico”- se convierte en una aventura y casi en un viaje iniciático. Descubriremos entonces parajes insospechados y sugerentes, viejas piedras olvidadas, lugares de una belleza poderosa y que, para un espíritu abierto al mensaje silencioso de las cosas, están cargados de significación. Y esa noche, acampados al raso, en torno a la fogata que hemos encendido, tal vez volverá a suceder el mismo milagro de antaño: nacerá en nuestra mente una ensoñación, un mito, un relato legendario que, contado por vez primera esa madrugada, quizá sea repetido dentro de varios siglos por unos hombres que ignorarán su origen (“es una historia que se ha contado desde siempre”). Aunque claro: para que todo esto pudiera ocurrir, antes debemos afrontar un tremendo desafío: el de crear una nueva forma de pensamiento mítico en una época “post-mítica” que ya no sabe ir –como lamentaba Husserl- “a las cosas mismas”. He aquí, sin lugar a dudas, uno de los mayores retos que hoy es necesario afrontar para crear una nueva forma de cultura. Una cultura del futuro que es –descartada la opción del abismo- el único horizonte posible para nuestra civilización.

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